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España, año 2024: de la derrota del postcatolicismo al triunfo del (des)orden masónico constitucional

José Antonio Bielsa Arbiol




El saboyano Joseph de Maistre, filósofo tradicionalista y ex maestro masón, lo expresó con franqueza hiriente: “Cada nación tiene el gobierno que se merece”; máxima de rabiosa actualidad, la cual retomamos de puro aplicable a la degradada España de 2024 (¿Ex España?), este laboratorio psicosocial donde los perros ejecutores del llamado Cuarto Poder (léase la aberrante prensa sistémica pagada y regada por el globalismo sinárquico) dirigen los flujos y reflujos desinformativos que desestabilizan la salud mental de una población entre apolítica y adoctrinada por los poderes fácticos, incapaz de digerir la mera realidad circundante. Un problema político, que es esencialmente de alcance metapolítico.

La síntesis política de Aristóteles mantiene su vigencia en razón de su coherencia interna: el hombre, animal político por naturaleza, está destinado a la vida social. Pero no todos los hombres (voz neutra) son igual de válidos en el Ejercicio del Poder (lo que imposibilita una democracia pura en cuanto gobierno del “pueblo todo”): un hilo invisible, esencialmente espiritual, simbólico y arquetípico al tiempo, separa las buenas formas de gobierno de las malas o viciosas/degeneradas: si las primeras aspiran a buscar y consolidar el bien común, las segundas pretenden socavarlo, buscando sólo el bien particular de “unos pocos” (es decir, las castas políticas y sus cabecillas pomposos); esto bien puede aplicarse a los más diversos sistemas políticos, lo que vendría a explicar el hecho obvio de que las monarquías, tarde o temprano, degeneren en tiranías; las aristocracias, en oligarquías… y las democracias, en demagogias (o partitocracias como la española). El problema, como se ve, es estructural y por tanto connatural al fenómeno humano.

En el actual caso político español, los frutos putrefactos del Régimen del 78 han dado lugar a un ineficiente aparato burocrático, parasitario y desquiciante, capitaneado por unas mafias políticas desalmadas y mediocrísimas, donde las más incompetentes nulidades humanas se han arrogado poderes que jamás les hubieran sido otorgados en otros regímenes menos mostrencos y viciados que el Régimen del 78.

Todo esto ha sido diestramente planificado, desde la sombra, por medio de una operación de desarme psicológico de gran alcance y terribles efectos. Es un hecho constatado que la dejación de funciones políticas y morales trae consigo el mal de la indiferencia colectiva, ese eventual “accidente” surgido en periodos de estabilidad y acomodo: el Régimen del 78, sin ir más lejos, se sustentó desde sus comienzos sobre las infraestructuras vinculantes de la Era de Franco, con una amplia clase media consolidada en el nuevo estado de bienestar, de cobertura social y cultural católica. Cuarenta y seis años después, la matriz masónica subsistente ha logrado fagocitar la totalidad de la realidad para crear algo completamente nuevo y congraciado con lo que ontológicamente podemos llamar “la huida del Ser”.

El artefacto vertebrador, el mecanismo de arranque por así decir, ha sido un pretexto legitimador en forma de Carta Magna. Así, mientras la amnésica España de hoy (la cual apostató sin pestañear) traga y calla cuanto los gerifaltes de Bruselas le imponen, los sucesivos gobiernos de paja dicen apelar a la Constitución, al orden constitucional, al Estado del Derecho “que nos hemos dado”, o a cualquier otro pretexto sin conexiones válidas con la realidad. Hay, resta decir, un nuevo dogma de fe democrático-totalitario en marcha, una obediencia que traiciona los principios mismos de la masonería en la que presuntamente diría inspirarse este Nuevo Orden.

La España de 2024 somatiza su gravísima crisis de identidad en tres grandes entes disolventes, aunque podrían ser muchos más: 1) la impune casta política (o “casta parasitaria”, como la definió Enrique de Diego en su notable ensayo dedicado al asunto); 2) la mafia periodística (cuya vileza y corrupción al abrigo de la mentira absoluta no conoce límites); y, por sobre todo, 3) la Finanza Internacional, la cual dirige a placer la descomposición del Estado Nación mientras se frota las manos sobre un enorme reguero de sangre… a mayor gloria del Gobierno Mundial.

Esto trae consigo una inversión en todos los órdenes: la víctima, humillada en beneficio del victimario; el propietario, degradado en beneficio del okupa; el autóctono, depreciado en beneficio del foráneo “ilegal”; etcétera. Estas corrupciones, propiciadas por los parias políticos (la hez de la política coronada) y sus palmeros mediáticos, decimos, han trastornado la esencia natural del Estado: éste (el Estado), de estar al servicio de la Nación (España), ha pasado a servirse de ésta… para sus fines más inconfesados, de naturaleza alevosamente criminal, incluso genocida a vista de pájaro.

Tras el calculado montaje del Concilio Vaticano II, la otrora España católica se bajó del carro de la Tradición secular, subiéndose al trenecito eléctrico del progresismo postcatólico. Esta deriva fue relativamente breve, pues en apenas medio siglo la apostasía total de la población cuajaría una de las premisas de esa seudoreligión sin dogma que es la francmasonería especulativa: la total “libertad de conciencia” (sic). La conciencia, empero, había sido absorbida por el sumidero de la moral violentada.

Hoy por hoy, y a falta de una filosofía política consecuente que defender, la ideología del actual político profesional fluctúa entre un nihilismo transhumanista plegado a los dictados de la Agenda 2030, de una parte, y el constitucionalismo “conservador”, de la otra. Del primero poco cabe añadir: es una oda mortecina a la muerte del cuerpo (y del espíritu), una deconstrucción sin arquitectónica sustentante. Del segundo, todo queda consabido, pues el constitucionalismo, al no arraigarse a la Patria en cuanto motor de la Tradición (es decir, al prescindir de sus más hondos deberes para con Ella), no es lo suficientemente fuerte como para resistir a los envites del tiempo, y quienes antaño defendían espada en mano el “Sacrosanto Texto” que lo ampara, descubrirían tiempo al tiempo que esa Constitución no es sino una “Constituta” (sic), la cual acoge grietas alarmantes y contradicciones insalvables, y que sus fautores sólo eran funcionarios privados de la clarividencia que toda misión de orden superior signa sobre los verdaderos políticos. Así, la lectura textualista de la Carta pronto se vuelve difusa, y lo que otrora parecía claro, de la noche a la mañana se nubla, resultando ininteligible al cabo de unos pocos años.

Fieles a sus poltronas, la ideología constitucionalista del político profesional ha terminado por engendrar otra ideología hermana, no menos sofística: el anticonstitucionalismo. Entre ambas tendencias, aparece cual mediocre aliado el reformismo constitucional; este reformismo no es tanto una síntesis en clave dialéctica hegeliana como un imposible compromiso entre el cero y la nada. Si el típico anticonstitucionalista “de extrema izquierda” acusa al Texto de todos los males existentes en “este país”, y el reformista “de centro” prescribe que, pese a ellos, todavía puede garantizarse el flotamiento de la embarcación poniendo algunos parches que paralicen temporalmente el naufragio, el constitucionalista “de corte conservador” sonríe cabizbajo y, como contrariado, se resigna a dilatar en el tiempo esta coyuntura. ¡Y a seguir mamando del bolsillo del contribuyente!

El constitucionalismo, desde los tiempos del mismísimo Estagirita, siempre ha apuntado bajo, o muy bajo: su obsesión ha sido esa tendencia a la abstracción, a soslayar los exclusivismos autóctonos anteponiendo un modelo arquetípico humanamente inexistente; tales simplificaciones, sobre el papel y dilatadas en el tiempo, resultan traumáticas en el plano empírico, y acaban por mostrar su muy real talón de Aquiles. Y es que todo sistema democrático amparado en una Constitución, antes o después, termina por degenerar; es ley natural, fiel reflejo de la humana imperfección que pudre todas las cosas, sobre todo cuando el ideal del Caballero Cristiano ha sido pulverizado y barrido del “horizonte de sucesos”, que diría un astrónomo meditativo. La solución a estos problemas comienza donde concluye este artículo… La pregunta crucial es: ¿cuándo?