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Arzobispo Carlo Maria Viagnò: La Iglesia está eclipsada por el Sanedrín

Redacción




Arzobispo Carlo Maria Viagnò.

Israël es tu Rex, Davidis et inclyta prolesTú eres Rey de Israel, de la noble estirpe de David. En estas solemnes palabras del antiguo himno a Cristo Rey encontramos a la Santa Iglesia identificada con Israel, al pueblo de Dios con el pueblo elegido.Plebs Hebræa tibi cum palmis obvia venit: cum prece, voto, hymnis, adsumus ecce tibi: el pueblo judío vino a tu encuentro con ramos de olivo: he aquí que también nosotros estamos ante ti con oraciones, votos y cánticos.

Debería causar consternación ver cómo el triunfo de Cristo, recibido en Jerusalén como el Hijo de David, aclamado como Aquél que viene en nombre del Señor, habrá de mutar en el transcurso de unas pocas horas en el violento alboroto de la multitud ante el Pretorio, en los gritos, los insultos, los tormentos de la Pasión y, finalmente, en la muerte del Rey de los judíos en el madero de la Cruz. Una consternación que proviene de la consideración de lo cambiante que es la masa del pueblo, en su propensión a dejarse manipular por el Sanedrín y por los ancianos del pueblo, en su facilidad para olvidar -casi como si nunca hubiera sucedido- el tributo de honores, de palmas y de ramas de olivo, los mantos tendidos en el camino al paso del Señor.

No sabemos si entre los pueri Hebræorum estaban también los que luego se burlaron del Salvador moribundo en la cruz. Pero sí sabemos que eran judíos como judíos eran los Sumos Sacerdotes, los escribas, los guardias del templo y los que gritaban crucifíquenlo ante Jesús flagelado y coronado de espinas. Y eran judíos los Apóstoles que huyeron, judío fue Simón Pedro que negó a Cristo tres veces, judías fueron las Mujeres piadosas, judío fue el Cirineo, judío fue José de Arimatea.

Pero si una parte del pueblo judío, a pesar de las Profecías y de las intervenciones de Dios en virtud de la Antigua Ley, llegó a enviar a la muerte al Mesías prometido, debemos preguntarnos si esta traición no puede repetirse en una parte del nuevo Israel, la Iglesia, cuando vemos a fieles católicos, pero sobre todo a miembros de la Jerarquía que, como los fariseos y los dirigentes del Sanedrín en tiempos de Cristo, siguen gritando crucifíquenlo, o repitiendo quia non novi hominem [porque no conocemos a ese hombre] (Mt 26, 72).

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El pueblo. No en el sentido latino de populus -una sociedad que se da leyes y las cumple-, sino de vulgus, es decir, gente sin identidad, que no tiene conciencia de derechos y deberes, que es manipulable, inconsciente de su propia herencia y de cuál es su destino profanum, insensible a lo sagrado.

Si observamos lo que sucede en la Iglesia, en la crisis que la aflige, en la apostasía que corrompe a la Jerarquía y a los fieles, los acontecimientos del Domingo de Ramos parecen olvidados, mientras están vivos frente a nosotros los horrores de la Pasión y de la Crucifixión. La Iglesia que ayer celebraba los triunfos de Cristo y predicaba el Evangelio parece hoy eclipsada por el Sanedrín que acusa al Hijo de Dios de blasfemo, por los Sumos Sacerdotes que exigen su muerte. La sociedad que ayer era cristiana grita furiosa su Tolle, tolle, escupe en la cara al Salvador, se burla de sus tormentos, quiere eliminarlo. Los escribas y fariseos de hoy parecen decididos a poner guardias para vigilar la tumba en la que yace la Iglesia, como si quisieran evitar la resurrección que los desmentiría. Los mismos discípulos del Señor huyen, se esconden, niegan haberle conocido para no ser excluidos y marginados, para no aparecer a contracorriente, para no contradecir a los poderosos. Y, al mismo tiempo, tantas Pías Mujeres, tantos Cirineos, tantos José de Arimatea, burlados e insultados, ayudan a la Iglesia a llevar su cruz, permanecen a sus pies con la Virgen y San Juan, buscan un lugar donde depositar ese Cuerpo Místico a la espera de verlo resucitar.

La traición de hoy no es menos dolorosa que la que tuvo que sufrir Nuestro Señor; la passio Ecclesiæ no es menos dolorosa que la de Su Cabeza; la desolación y el abatimiento de quienes contemplan a la Domina gentium expuesta al deshonor de sus propios ministros no es menos desgarrador que los sufrimientos de la Mater dolorosa. Porque el odio que movió en ese entonces a los verdugos es el mismo que mueve a los verdugos de hoy, y el amor de los buenos judíos que reconocieron al Mesías es el mismo que el de los buenos cristianos que aún hoy ven perpetuarse su agonía.

Yo les liberé de la esclavitud de Egipto, y ustedes pagan a vuestro Salvador crucificándolo -cantamos en los Improperios. Yo les di la Misa, y ustedes la sustituyen con un rito que Me deshonra y aleja a los fieles. Les he dado el Sacerdocio, y ustedes lo profanan con ministros herejes y fornicadores. Les he hecho firme contra los enemigos, y ustedes abren de par en par las puertas de la Ciudadela, corren a su encuentro, los honran mientras se preparan para destruirlos a ustedes. Les he enseñado las verdades de la Fe, y ustedes las adulteran o las silencian para complacer al mundo. Les he indicado el camino real del Calvario, y ustedes siguen el sendero de la perdición, de los placeres, de la perversión.

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Popule meus, quid feci tibi? aut in quo contristavi te? responde mihi! ¡Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿en qué te he afligido? respóndeme! ¿No son aplicables estas palabras a tantos católicos, a tantos prelados, a tantas almas a las que el Señor, como al pueblo judío, mostró mil y una veces su amor conmovedor? ¿No hemos de temblar ante la sola idea de llegar a ser cómplices de la traición a Cristo y a su Iglesia, que de Cristo perpetúa el Sacrificio incruento en nuestros altares? ¿de cuáles de sus méritos infinitos es ministro y dispensadora hasta el fin del mundo? ¿de cuáles de sus milagros es testigo, predicadora de su Palabra y guardiana de su Verdad?

Meditemos, queridos amigos, dónde se sitúa nuestra alma inmortal en esta feroz batalla que sacude al mundo desde sus cimientos. Si estamos entre los flageladores, torturando la santísima carne del Redentor, o si ponemos nuestro corazón a disposición para recibir ese Cuerpo adorable. Si nos rasgamos las vestiduras ante la proclamación de su divinidad, o si nos inclinamos como el Centurión frente al Salvador que muere por nosotros. Si estamos entre los que agitan a la turba contra el Hijo de Dios, o entre los que testimonian su gloriosa Resurrección. Porque esta alma nuestra, por la que Nuestro Señor derramó Su Sangre y dio Su Vida, permanece inmortal tanto en la bienaventuranza eterna del Paraíso como en el tormento eterno del Infierno.

La contemplación de la Pasión de Cristo y en su Cuerpo místico nos sacude de nuestro letargo, nos arranca de la esclavitud del pecado, nos impulsa al heroísmo de la santidad. Que la Sangre derramada no caiga sobre nosotros como condena, sino como saludable lavado de Gracia. Que así sea.

 

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

2 de abril de 2023

Domingo II de la Pasión o Domingo de Ramos