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Arzobispo Viagnò: Bergoglio habla «con la superficialidad irreverente del ignorante ante una obra de arte»

Redacción




Arzobispo Carlo Maria Vianò.

En un editorial aparecido el 30 de junio de 2022 en el Boletín de Doctrina Social de la Iglesia del Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân, titulado Cancel culture: l’eterno sogno gnostico di ricominciare da zero [Cultura de la cancelación: el eterno sueño gnóstico de empezar de cero], monseñor Giampaolo Crepaldi estigmatizó, con gran claridad de análisis, esa “actitud que privilegia lo nuevo sobre lo antiguo, que hace coincidir la virtud con la adhesión a las novedades históricas y el pecado con la conservación del pasado”, y que consiste en una sistemática y despiadada damnatio memoriæ de todo lo que se opone a laa modernidad. El arzobispo de Trieste escribe: “El progreso quiere que todo cambie, pero no el progreso, que debe permanecer. El progreso debe conservar el progreso como algo indiscutible y nunca criticable, nunca superable, nunca cancelable. Lo mismo ocurre con la revolución: las revoluciones lo cambian todo, pero no la realidad inmutable de la revolución, que sigue siendo absoluta. Incluso la ‘cancelación’ debe cancelar todo, pero la cancelación debe seguir siendo un principio absoluto”.

Esta denuncia pone de manifiesto el retorno de la gnosis anticristiana, no por casualidad aliada de “la propaganda ilustrada y antirreligiosa de la burguesía anglófona y protestante”, fruto de “siglos de desinformación planificada”. A partir de la seudo reforma luterana en adelante, la unidad de la Europa católica ha sido rota por la herejía del fraile alemán y por el cisma anglicano, mostrando de manera inequívoca cómo las revoluciones civiles (que podríamos definir como herejías políticas) encuentran su propia base ideológica en previos errores doctrinales y morales.

Este valiente examen de monseñor Crepaldi se detiene, al menos aparentemente, en la Cultura de la cancelación en la sociedad civil, mientras pasa por alto la no menos grave que se persigue con obstinación tetragonal en el seno de la Iglesia Católica, a partir del Concilio Vaticano II. Esto confirma que la apostasía de las naciones cristianas, que ha logrado eliminar sistemáticamente cualquier rastro de cristianismo del cuerpo social, necesariamente tuvo que ser precedida por una análoga remoción del pasado en el cuerpo eclesial, a lo que debía corresponder la imposición de lo nuevo como ontológicamente mejor y moralmente superior, independientemente de sus fundamentos, de las intenciones de quienes la impusieron y sobre todo de la valoración de sus consecuencias. San Pío X definió el Modernismo como la herejía que deriva de este error filosófico: lo nuevo como bien absoluto, en tanto nuevo. Y ello a pesar de la evidencia de los efectos desastrosos que la cancelación del pasado de la Iglesia -doctrinal, moral, litúrgico y disciplinario, pero también cultural, artístico y popular- podría provocar, como previsiblemente sucedió.

El Concilio erigió la novedad y el llamado progreso a norma, pero no se limitó a esto: sus artífices tuvieron que cancelar el pasado, porque la simple comparación entre novus y vetus repudia la bondad del primero y la condenación del segunda, en razón de los resultados que determina. La misma reforma litúrgica fue “desinformación planificada”: en primer lugar, por haberla impuesto sobre la base de una mentira espuria, es decir, que los fieles no comprendían la celebración de los ritos en latín; y en segundo lugar, por el hecho de que la lex orandi se convirtió en una expresión de una lex credendideliberadamente desvinculada de la ortodoxia católica, incluso su negadora. El principal instrumento de la propaganda progresista y de la Cultura de la cancelación aplicada en el ámbito eclesial fue precisamente la liturgia reformada, tal como lo hizo la seudo reforma luterana, que eliminó progresivamente del pueblo cristiano esa herencia de fe, de tradiciones y de gestos cotidianos de los que siglos de catolicismo vivido había impregnado la vida de los fieles y de las naciones.

La Cultura de la cancelación está inevitablemente allí donde lo nuevo debe ser aceptado acríticamente y donde lo antiguo -descartado como “viejo”- debe ser olvidado, porque no se cierne sobre el presente como una severa advertencia. Y no es casualidad que la novela 1984 de George Orwell presagiara la censura ex post de la información, llegando a corregir las noticias del pasado en función de la cambiante utilidad presente. Por otra parte, la presencia de un término de comparación, por sí sola, manifiesta una diferencia que estimula el juicio, cuestiona el dogma del progreso, muestra tesoros de ayer que nadie podría replicar hoy, precisamente porque fueron el resultado de un mundo que el presente rechaza a priori.

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Pero si en las últimas décadas los seguidores del “progresismo católico” -expresión que en sí misma ya es un oxímoron- han trabajado para socavar la Tradición y sustituirla por su antítesis, en estos diez años de “pontificado” bergogliano la Cultura de la cancelación ha adquirido las connotaciones de una furia ideológica, que va desde la moral de la situación de Amoris lætitia hasta el ecologismo neomalthusiano de Laudato si‘ y el ecumenismo masónico de Fratelli Tutti, pero también se manifiesta en la descarada remoción de los signos exteriores, desde las vestiduras litúrgicas hasta las insignias y títulos papales, para llegar, con Traditionis custodes y Desiderio desideravi, a la cancelación sustancial de la Liturgia apostólica, a la que el Motu Proprio Summorum Pontificum había reconocido un interludio de relativa libertad, después de cuarenta años de ostracismo.

Y es Cancelación de la cultura en todos los sentidos, tanto por las modalidades de implementación, como por los fines que se plantea, como por la ideología subyacente y por el denominador común que une a quienes la promueven. Operación subversiva, ciertamente, porque se vale de la autoridad de la Iglesia para demoler a la Iglesia misma, subvirtiendo el fin que le es propio, así como se usurpa la autoridad del Estado contra los intereses de la Nación y el bien común de los ciudadanos.

“A veces traer algún encaje de la abuela está bien, pero a veces. Es para rendir homenaje a la abuela, ¿no?”, afirmó Bergoglio. Y lo hizo con esa superficialidad irreverente que muestra el inculto frente a una obra de arte o a una obra maestra literaria cuyo valor ignora. O, mejor dicho, propio de quien conoce bien su valor, pero teniendo que ofrecer chatarra y pacotilla como alternativa, no puede recurrir a otra cosa que al descrédito y la burla. Liquidar los tesoros invaluables de doctrina y espiritualidad de la Liturgia apostólica con simplificaciones de las redes sociales –“el encaje de la abuela”- traiciona la conciencia de no tener argumentos, y explica el porqué de tanta intolerancia hacia algo que una persona de buena fe también se vería impulsado a preservar, custodiar y comprender.

Quienes aún persisten en refutar individualmente los “actos de magisterio y gobierno” de Jorge Mario Bergoglio no quieren tomar nota de una tremenda y dolorosa realidad, que significativamente encuentra su contrapartida en el mundo occidental. El cual, como siempre sucedió, toma el ejemplo de la Iglesia, ayer inspirándose en el bien y hoy en seguir el mal. De nada sirve pues rebatir ese documento o esa declaración, escandalizándose de lo que puedan representar respecto a la Tradición católica: la Cultura de la cancelación -como expresión de un pensamiento gnóstico y revolucionario- es ontológicamente enemiga de la razón, incluso antes que de la Fe. Y quien denuncia los daños incalculables de esta operación criminal de remoción y condenación del pasado, aunque sea simplemente mostrando el estado desastroso de las parroquias y comunidades religiosas, no parece darse cuenta de que son precisamente esos daños lo que se quería obtener conscientemente. Caen en el engaño de quienes, con motivo de la psico pandemia, se sorprenden de que ante la presencia de graves efectos secundarios y de “enfermedades repentinas”, causados evidentemente por el suero experimental, las autoridades sanitarias no prohíban la distribución de la llamada “vacuna”, cuando es evidente que tenía que servir -como nos explicó el señor Gates- para reducir la población mundial en un 10-15%.

En realidad, no querer considerar la relación entre causa y efecto es consecuencia del rechazo de todo el sistema lógico y filosófico occidental, que es esencialmente aristotélico y tomista. Ya que un pensamiento desviado sólo puede ser aceptado en la irracionalidad ciega y en a obediencia servil. Incluso si, en retrospectiva, los artífices de la revolución tienen un plan muy lúcido y lógico, que sin embargo no pueden declarar abiertamente, ya que es subversivo y criminal.

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La Iglesia profunda y el Estado profundo se mueven en forma paralela y sincronizada, porque lo que los mueve es el odio a Jesucristo. La matriz anticrística reside en el engaño, que es la marca del Mentiroso: un engaño que comenzó por hacer creer a Adán y Eva que su desobediencia los haría semejantes a Dios, cuando en realidad ellos habían sido creados “a imagen y semejanza de Dios”, precisamente en el adecuarse libremente al kosmos divino impreso por el Creador en las criaturas y en la creación. El mismo engaño lo encontramos en el hacer creer que el hombre puede negar a Dios y rebelarse sin consecuencias contra Su Ley, cuando Satanás primero, pecando de soberbia, fue condenado por toda la eternidad. El mito de la libertad es una mentira, de la cual la licencia y el libertinaje son falsificaciones. El Estado laico es una mentira, que niega el Señorío de Cristo Rey en la sociedad. El ecumenismo es una mentira que pone al mismo nivel la Verdad de Dios y el error en nombre de una paz y una fraternidad que no pueden existir fuera de la única Iglesia de Cristo, la Santa Iglesia Católica. Es una mentira haber erigido el progreso como un bien absoluto, porque lo que se considera un bien es en realidad un mal que repercute en los individuos ya la sociedad, tanto secular como espiritual. Es mentira vender como una conquista del pueblo algo que una élite de conspiradores ha decidido imponer a las masas, con el único propósito de dominarlas y conducirlas a la perdición.

 

Por eso, frente a las tonterías bergoglianas, que celebran apodícticamente los éxitos del Vaticano II y los logros de la Iglesia posconciliar a pesar de la presencia de una gran crisis, cualquier comentario es superfluo. Lo que se nos vende como el último descubrimiento de la modernidad -desde la ideología de género hasta el neomaltusianismo sanitario- es vieja chatarra ideológica que tiene como único fin alejar de Dios a las almas, de modo que en el adagio Mal común mitad alegríase resume la acción maléfica del demonio, envidioso de que a las criaturas dotadas de alma y cuerpo les fuera concedida por la Providencia la Redención que los ángeles, como espíritus puros, no tenían. Una Redención realizada a través de la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, perpetuada en sus frutos por el Cuerpo Místico de Cristo, la Santa Iglesia.

Bergoglio acusa de gnosticismo y pelagianismo a quienes no pueden aceptar la idea de un Papa gnóstico y pelagiano, para quien el bien no consiste en adecuarse al modelo de perfección querido para nosotros por el Dios Creador y Redentor, sino a lo que cada uno cree que es. Pero esto, al fin y al cabo, no es otro que el pecado de Lucifer, el Non serviam erigido como regla moral.

Bien ha hecho entonces monseñor Crepaldi en resaltar la matriz anticrística de la Cultura de la Cancelación; pero este análisis, válido y verdadero para lo que sucede en el mundo civil, debe extenderse también con valentía al mundo católico, en el que existe indiscutiblemente desde que el Concilio Vaticano II erigió en ídolo lo nuevo y transitorio, negando dos mil años de Tradición fundada sobre la Palabra de Dios y sobre la enseñanza de los Apóstoles y de los Romanos Pontífices. La furia ideológica de Bergoglio es sólo la consecuencia lógica de esas premisas, y el hecho de que un masajista pueda diseñar el logo gay friendly del Jubileo 2025 (aquí) es sólo la funesta confirmación de una metástasis en curso.

Exhorto a mis Hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes y fieles a comprender este aspecto fundamental de la presente apostasía, porque nada bueno podemos hacer para convertir a la sociedad civil y restaurar la Corona real a Cristo, hasta que esa Corona sea usurpada dentro del Iglesia de sus enemigos.