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Comunismo: La ocultación del fracaso y los crímenes

Redacción




Ernesto Guevara, un asesino sádico mitificado. /Foto: cubadebate.cu.
Ernesto Guevara, un asesino sádico mitificado. /Foto: cubadebate.cu.

Enrique de Diego

En los que los comunistas no han tenido parangón ha sido en la propaganda. El finalismo historicista les hacía tenaces en sus objetivos y, sobre todo, el abandono de la ética objetiva judeocristiana, de la moral natural, les ha permitido utilizar la mentira sin limitación alguna, tanto para demoler al adversario como para tergiversar u ocultar la realidad.

El hecho -da lugar a esta serie de artículos sobre una ideología que debía estar erradicada, que fracasó estrepitosamente, después de provocar hambrunas y perpetrar crímenes como nunca antes había cabido en la imaginación más perversa y sádica- de que en mi twitter @Enrique_deDiego jóvenes universitarios se presenten como comunistas y funcionen con las categorías mentales periclitadas del marxismo indica con claridad que, desde la caída del Muro de Berlín en 1989, se ha llevado a cabo un exitoso proceso de ocultación. Más aún cuando nuevas formaciones políticas parecen moverse en un terreno tardocomunista.

Es preciso insistir en que el comunismo ha sido la ideología experimentada durante más tiempo, en más naciones de los cinco continentes, y siempre ha sido un fracaso. La idea de que pudo haber fallos personales y que la ideología sigue vigente es una absoluta falacia insostenible. Hay que tener en cuenta que cuando se produjo la consunción de la URSS y del bloque soviético, la expansión del comunismo se encontraba en su momento más álgido: un total de doce naciones africanas, por ejemplo, seguían las pautas de partido único y colectivización soviéticas. No hubo invasión: el comunismo cayó por su propio peso. Más aún, el marxismo era la doctrina dominante y casi oficial de las universidades occidentales, tenía una presencia hegemónica en la cultura y en el periodismo. Puedo dar testimonio de que en la Facultad de Ciencias de la Información, entre los años 1972 y 1977, cuando cursé la carrera, más del 70% de los libros recomendados o mandados para trabajo o como bibliografía para exámenes eran de contenido clara y militantemente marxista. Eran doctrinas oficiales, machaconamente repetidas por el profesorado, que en las sociedades comunistas había pleno empleo, no existía inflación y, por supuesto, nos encontrábamos en la crisis final del capitalismo (se había desatado la crisis del petróleo por la subida de precios de la OPEP).

La caída del comunismo cogió por sorpresa a esa inteligencia media, difusora de ideas, y no se produjo ningún proceso de arrepentimiento. El marxismo, enseñado como ciencia incontestable, justificaba la existencia de las facultades de ciencias sociales. El vacio generado fue llenado por la postmodernidad, a través de las aportaciones de Jacques Derrida, Gilles Deleuze o Giani Vattimo, en el entendido de que puesto que el marxismo era falso, desde ese momento no existía la verdad y todo pasaba a ser relativo, de modo que las sociedades occidentales debían abandonar todo principio, considerado dogmatismo, y debían tender al multiculturalismo. También, en un sentido contrapuesto, el Departamento de Estado USA asumió la absurda tesis de Francis Fukuyama del “fin de la historia” (1992), en un mundo sin problemas graves por el triunfo de la democracia.

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El fracaso del comunismo ha sido hurtado en las escuelas y los medios

Lo que se ha hurtado, de manera general, en la escuela, en la Universidad, en los medios de comunicación, en libros y películas, ha sido el análisis de las causas y el fracaso mismo del comunismo. Mientras cualquier ciudadano occidental tiene una documentación a su alcance importante sobre el Holocausto, y numerosas películas como la exitosa La lista de Schlinder de Steven Spielberg, no tiene en su retina ni una foto, ni un documental, ni documentos sobre el archipiélago GULAG que ha desaparecido de la mentalidad colectiva. Muy pocas son las películas sobre los crímenes soviéticos. Pueden contarse con mucho menos que los dedos de la mano: Katyn, de Andrzej Wajda, y Los gritos del silencio, de Roland Joffé, sobre el genocidio camboyano.

El Che Guevara, asesino sádico

Diferentes naciones consideran delito la negación del Holocausto, pero ninguno ha necesitado establecer en su Código Penal la negación de los diferentes genocidios comunistas, incluidos los perpetrados por Stalin. Por la sencilla razón de que ni tan siquiera se habla de ellos. Ha caído un telón de acero de silencio. Conocemos las instalaciones de Auschwitz, con sus hornos crematorios, pero nada sabemos de las instalaciones de los campos soviéticos. Lucir la efigie del Che Guevara, un asesino sádico, es de buen tono, y saludar con el puño en alto o exhibir la hoz y el martillo no representa rechazo social alguno. Sin embargo, es preciso reiterar que la cifra de crímenes perpetrados por el comunismo se ha establecido en cien millones de asesinados, y esa cifra es muy baja respecto a la real, mientras la del nazismo ronda los seis millones de asesinados. Eso puede explicar que haya jóvenes españoles que consideren el marxismo un sistema de análisis adecuado y el comunismo una ideología que puede volver a experimentarse.

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La ocultación de los crímenes comunistas fue, de hecho, ya una norma cuando se producían, así como el elogio desmedido hacia algunos de los mayores criminales por parte de intelectuales progresistas. Entre los años 1929 y 1934, cuando se estaban produciendo los mayores crímenes de Stalin, los juicios emitidos sobre él fueron ciertamente extraños. George Bernard Shaw escribió queStalin ha cumplido sus promesas en una medida que parecía imposible diez años atrás y por eso me descubro ante él”. H.G Wells dijo que nunca había conocido “un hombre más sincero, justo y honesto. Nadie le teme y todos confían en él”. Emil Ludwig, el famoso autor de biografías populares, llegó a la conclusión de que era un hombre “a quien confiaría fácilmente la educación de mis hijos”. El poeta chileno Pablo Neruda sostuvo que era “un hombre de principios y de buen corazón”.

Incluso los campos de trabajo, con su elevadísima mortandad, fueron elogiados sin fisura. El citado George Bernard Shaw escribió que “mientras en Gran Bretaña un hombre entra en la cárcel como un ser humano y regresa como un delincuente, en Rusia ingresa como un criminal y sale como un hombre común, salvo la dificultad de inducirlo a abandonar el lugar. Por lo que he podido saber, pueden permanecer todo el tiempo que deseen”. Harold Laski elogió las cárceles soviéticas que permitían que los convictos llevasen “una vida integral y digna”. Anna Louise Strong observó: “Los campos de trabajo han adquirido una gran reputación en la Unión Soviética, porque son los lugares en que se ha rescatado a decenas de miles de hombres”. Son sólo algunas perlas de una lista interminable. Este tipo de desmesurados elogios también se han prodigado a Mao o a Fidel Castro.

El Muro de Berlín se derrumbó en 1989. Veinticinco años después, las nuevas generaciones españolas desconocen el fracaso comunista, y por las plazas y las calles muestran su disposición a reeditarlo, en una especie de desquicie basado en una ignorancia fruto de la ocultación.