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La sociedad dual (y 5)

Redacción




Hasta la CEOE está subvencionada. /Foto: fundacionic.com.
Hasta la CEOE está subvencionada. /Foto: fundacionic.com.

Publicamos la última entrega del capítulo «La sociedad dual» de libro «Privatizar las mentes«, de Enrique de Diego, publicado en 1996. Esta crisis sistémica era previsible pero a la casta no le interesaba atajarla porque ella es la causa de la crisis:

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La hipótesis del equilibrio beckeriano implica un interrogante más de fondo: ¿es el Estado de bienestar desmontable? La pregunta tiene una respuesta complicada. El Estado de bienestar es insostenible, pero ¿es desmontable? Esta fórmula ineficiente, que además socava al Estado de Derecho, está poniendo no sólo en peligro la calidad de vida de los ciudadanos sino también la misma democracia. La diferenciación orteguiana entre democracia y liberalismo es excesiva. La democracia atendería a la forma en que se accede o legitima el poder, mientras el liberalismo se referiría a los límites del poder. Desde ese punto de vista puede haber una democracia pervertida, una dictadura parlamentaria o los diversos juegos semánticos que esconden la realidad de la ruptura de los frenos y contrapoderes del poder ejecutivo. Pero si se ve con detenimiento la democracia no puede ser otra cosa que liberal. La adjetivación que se ha venido haciendo de democracia liberal era una forma de diferenciarse del término democracia popular. Es decir, la democracia en su misma fórmula de alternancia en el poder con capacidad para derribar gobiernos pacíficamente con períodos de tiempo marcados, parte de la convicción de que el monopolio del poder deriva en autoritarismo. La pretensión socialista de que su fórmula aporta algún perfeccionamiento a la democracia, señalada en eslóganes cada vez menos utilizados como “socialismo es libertad” o en viejos dichos como “soy socialista a fuer de liberal” de Indalecio Prieto, o en la definición de una democracia económica que habría que imponer al interior de las empresas, como ha desarrollado la escuela de Norberto Bobbio y sus discípulos españoles, no se sostiene. El mismo concepto de Estado de bienestar entraña una concepción ilimitada del poder, que ha de considerar necesariamente como condicionales los tres derechos básicos en los que se basa la democracia: vida, libertad y propiedad.

Por tanto, el desmantelamiento del Estado de bienestar representará una recuperación democrática. En principio el interrogante introduce una evidente contradicción que tiene que ver con el análisis del voto. Según James A. Buchanan, la política funciona como un mercado en el que el voto es el objetivo del intercambio. El equilibrio beckeriano parte de ese análisis de la “public choice”. Es decir, los drogodependientes del Welfare State defenderán con su voto su situación y sus intereses. Desde ese punto de vista parece razonable, e incluso evidente, que el Estado de bienestar se mantendrá electoralmente “siempre que sea posible”. Mientras los políticos intervencionistas –que ocupan el papel de relaciones públicas del Estado tutor- puedan asegurar su mantenimiento, la España que cobra votará a los programas más intervencionistas. Lo que sociológicamente es claro, económicamente es inviable. La depauperización económica a la que somete el intervencionismo a la sociedad, la tensión vital que introduce, lleva a que se provoque el rechazo electoral del régimen.

La primera conclusión, por tanto, es que el desmantelamiento democrático del Estado de bienestar se produce cuando la fórmula ha llegado a sus últimos momentos en los que es incapaz de mantener los privilegios de sus nomenklaturas y amenaza con instalar a la sociedad en un proceso de recesión permanente. Es decir, el Estado se ve obligado a congelar los salarios de los funcionarios, a recortar las subvenciones, a hacer pagar impuestos a los parados, que se recortará el gasto sanitario y la asistencia universal y gratuita, etc. En ese momento se produce una deslegitimación práctica, en la que la confluencia de los votos de los que padecen el Estado con los que temen el derrumbamiento del sistema permiten no una simple alternancia en el poder sino el inicio del camino de recuperación.

Esta es la situación existente ahora mismo en España. Según un informe del Consejo de Cámaras de Comercio, en 1979 el gasto de las Administraciones Públicas ascendió a 4,1 billones mientras que en 1993 ese gasto alcanzó los 27,3 millones, según los últimos datos oficiales. Si se elimina el efecto de la inflación se puede observar que ese gasto se ha más que duplicado y ha registrado un aumento medio anual del 6 por 100. Este ritmo de aumento ha sido sensiblemente superior al propio crecimiento de la producción nacional (1,2 por 100 de media) por lo que el peso del gasto público en la economía española “ha aumentado espectacularmente desde el 31,1 por 100 del PIB en 1979 al 46,2 por 100 en 1992” y sigue avanzando en los años 1993 y 1994 hasta situarse en torno a la mitad de la riqueza nacional. Obviamente este aumento de la presión del Estado ha conllevado un incremento de la presión fiscal. Los ingresos de las Administraciones públicas han pasado de suponer el 29,1 del PIB en 1979 al 42 por 100 en 1992. Un aumento de los ingresos públicos que se explica fundamentalmente por el incremento de los impuestos, tanto indirectos como directos. Aun así, y a pesar de que este esfuerzo fiscal de los contribuyentes ha sido muy importante y el más elevado de todos los países de la CE, los ingresos de las Administraciones han sido insuficientes para cubrir el aumento de gastos, por lo que se ha originado todos los años un déficit que ha crecido en términos medios anuales entre 1979 y 1992 en el 4,2 del PIB. Este déficit a su vez ha provocado un endeudamiento de las Administraciones Públicas que si en 1979 era del 16,1 por 100, en 1992 llegó al 47,4 por 100 del PIB y, según las últimas estimaciones, se habrá situado en torno al 54 por 100 en 1993; es decir, más de la mitad de la riqueza nacional.

Por tanto, la presión de las nomenklaturas se hace ya ineficaz. Las consideraciones de que las bolsas de voto subsidiado o de presencia del Estado son “conquistas sociales” pierden sentido: empiezan a ser contemplados como gastos suntuarios. Las clases medias se empobrecen y el nivel de vida general decrece. Sólo la minoría política que ha legitimado su progreso en alianza con los poderes financieros, esquema típicamente socialdemócrata de sociedad cerrada –basta leer a Ludwig von Mises para entender el fenómeno de la beautiful people no como una anécdota de las revistas del corazón sino como un elemento esencial de la evolución sociológica del intervencionismo- presenta una situación económica de mejora. Lo que se produce, por tanto, es un privilegio que resulta ofensivo, tanto para los que han de sufragar con sus impuestos ese stablishment como para los que ven frustradas sus expectativas de mejora por una expoliación que resulta ya imposible. El primer síntoma de la ruptura es la revuelta fiscal: el mensaje de los ciudadanos a los políticos de que no será respaldada ninguna política que represente aumento de los impuestos. Ese mensaje ya ha sido lanzado por la vía práctica en España: el Estado recauda proporcionalmente cada año menos impuestos. Por tanto, tiene menos que repartir. Los mensajes contra el Estado de bienestar son siempre crecientes. No existe posibilidad de reforma interna de ese modelo de Estado. Sin las confusiones de las mentalidades macroeconómicas, es sencillo percibir que la extensión del Estado no plantea ya un problema de inversiones sino de mantenimiento. Los innumerables edificios públicos que pueblan nuestra geografía urbana consumen ingentes cantidades de dinero público, pero necesitarán más en el futuro. Mientras aumenta el gasto en los ministerios dedicados a captar el voto, se anuncian impuestos sobre las infraestructuras.

Entre las numerosas víctimas del Estado de bienestar se encuentra precisamente el propio Estado, que se ve sometido tanto a una pérdida de prestigio como a una creciente ineficacia. El Estado omnipresente transmite en su autoritarismo la imagen de un torpe expoliador. Uno de los retos del futuro será recrear el Estado y recuperar el Estado de Derecho.

El equilibrio beckeriano es metafísicamente imposible, pero la prolongación de los efectos negativos del mantenimiento del sistema pueden darse si las diversas fuerzas políticas apuestan simplemente por la reforma. Es decir, en un momento dado se cataliza el descontento hacia una fórmula que no funciona y cuando el Estado es incapaz de mantener el voto cautivo. La misma dinámica del Estado de bienestar lleva a una confrontación entre los sectores productivos y los improductivos. El fin del Estado de bienestar viene marcado por un “fin de ciclo” electoral, en el que el colapso del sistema para favorecer a los instalados es derribado en las urnas por la confluencia de tres sectores: a) los que viven del sector privado y ven en peligro su misma subsistencia; b) los desencantados del sistema que ven frustradas sus expectativas; c) los jóvenes que al acceder al mercado laboral, y al mercado del voto, se encuentran con una fórmula rígida en la que no caben más en el ya depauperado festín de los fondos públicos. Esa confluencia de sectores se ha iniciado en España. La experiencia de las otras naciones indica que cuando la alternativa se niega a gestionar el régimen y ofrece el desmantelamiento del sistema no sólo se produce la derrota electoral de los partidos favorables al Estado de bienestar sino su práctica desaparición. En otro sentido, España no será una excepción, aunque las condiciones históricas han favorecido que en nuestra nación el intervencionismo haya sido más profundo y se haya instalado más en estructuras y mentalidades.