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La guerra de los medios

Redacción




Donald Trump, un antes y un después. /Foto: cnn.com.
Donald Trump, un antes y un después. /Foto: cnn.com.

Enrique de Diego

El día 22 de enero, en su primera visita tras la toma de posesión, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump afirmó que “los periodistas son algunas de las personas más deshonestas que existen en la tierra”. Y se refirió a que estaba o tenía una “guerra” con los medios.

El diagnóstico, aunque duro, era ajustado a la realidad. El mismo día de la toma de posesión, la CNN emitió un reportaje de pésimo gusto sobre la hipótesis de lo que sucedería si ese día era asesinado Donald Trump. Y días antes, con una base que ofende a cualquier deontología, se afirmaba que Rusia tenía capacidad de chantajear a Trump por un vídeo de contenido sexual durante la celebración del concurso de Miss Universo en Moscú. Hay otras muchas cuestiones, como una campaña planteada por todos los medios en un clima de acoso y derribo o el que a Hillary Clinton se le filtraran con anterioridad las preguntas de los debates.

Hay una guerra desatada, en efecto, y va a ser prolongada y sin cuartel. Los medios no soportan una presidencia alejada de la corrección política que se ha convertido en su pseudoreligión más que su línea editorial, por la que mienten y manipulan sin ningún límite moral, pues se creen autorizados para ello. Los periodistas tienen escasa importancia, pues son como pequeños ejércitos privados que siguen las órdenes de sus magnates.

Hay que retrotraerse hasta Richard Nixon para encontrar un clima de enconamiento similar. Cuando Nixon llegó, en 1969, a la presidencia la consigna en todos los consejos de redacción es que había que acabar con él. Desde el primer momento, se manifestó la tendencia a negarle legitimidad. Nixon, consciente de esa inquina, advertía a su equipo: “Recuerden que la prensa es el enemigo. Cuando se trata de una noticia, ningún periodista es un amigo. Son todos enemigos”.

Richard Nixon fue uno de los presidentes más exitosos de la historia de los Estados Unidos y uno de los que más ha cumplido su programa y su palabra. Abrió las relaciones con China orientando la política exterior hacia el Pacífico, sacó a la economía del caos en el que la habían sumido John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson y, sobre todo, sacó a Estados Unidos del atolladero de Vietnam. En cuatro años redujo las fuerzas norteamericanas en Indochina de 550.000 a 24.000 y el gasto en la guerra descendió de 25.000 millones de dólares anuales con Johnson a menos de 3.000 millones. El 27 de enero de 1973 se firmó en París el final de la guerra

Ninguno de estos claros éxitos modificaron lo más mínimo la férrea oposición de los medios. Estos habían sido enormemente condescendientes con las fallas y corrupciones de las administraciones demócratas y ayudaron a crear el mito de la Casa Blanca como Camelot con Kennedy.

El 3 de noviembre de 1969, Nixon pronunció un discurso muy celebrado en el que pidió apoyo para su política exterior a quienes denominó, “ustedes, la gran mayoría silenciosa de mis conciudadanos norteamericanos”. De manera similar, Donald Trump se situó en el discurso de su toma de posesión en comunión directa con el pueblo, al que el establishment ha despojado de todo poder.

En la campaña de 1972, Nixon se sintió muy complacido cuando los demócratas designaron candidato a George McGovern, quien asumía la agenda de la corrección política sin resquicio. Nixon dijo a sus colaboradores: “Tenemos aquí una situación en la que los medios de difusión del régimen del Este finalmente tienen un candidato que comparte casi en la totalidad de sus opiniones”, puesto que “la tendencia ideológica real del New York Times, el Washington Post, el Time y Newsweek, así como la de las tres redes de televisión, se orienta hacia la amnistía, la droga, el aborto, la confiscación de la riqueza (a menos que fuera la que les pertenecía), los incrementos masivos de subvenciones, el desarme unilateral, la reducción de nuestras defensas y la rendición en Vietnam”, de modo que “el país descubrirá si lo que los medios de difusión estuvieron defendiendo durante estos últimos cinco años representa realmente el pensamiento de la mayoría”.

La victoria de Nixon fue abrumadora. Se impuso en el colegio electoral por 521 a 17 y obtuvo el 60,7 por ciento del voto popular. Pero eso excito más los ánimos de los medios. Un poderoso editor dijo: “tiene que haber sangre. Tenemos que lograr que nadie piense en hacer nuevamente nada, ni aun algo parecido”. El objetivo era modificar el resultado electoral que, por alguna razón metafísica, se consideraba ilegítimo y se utilizó un caso de espionaje político chapuza en el Hotel Watergate, en la sede del partido demócrata, para provocar un clima de histeria moral. La campaña del Washington Post atrajo la atención de un juez severo y con afán de protagonismo, John Sirica que puso en marcha un auténtico terrorismo judicial: aplicó a los ladrones sentencias provisionales de cadena perpetua para obligarles a aportar pruebas contra miembros del Gobierno.

La caza de brujas fue brutal, y en buena medida irresponsable, pues en ningún momento se tuvieron en cuenta los intereses de la nación. Quienes más pagaron las consecuencias fueron los habitantes de Indochina, pues Estados Unidos se desentendió de velar por el cumplimiento del Tratado de Paz y se produjo la invasión y genocidio generalizado, que en Camboya superó todos los récords, incluso de la imaginación humana. En agosto de 1974, Richard Nixon dimitió para evitar el desgaste a la presidencia de un largo proceso de impeachment. Fue lo más parecido a un putsch de los medios de comunicación.

Ahora el hueso es más duro de roer. La guerra ha sido aceptada. El portavoz de la Casa Banca en su primera comparecencia ha retado a que la prensa también tendrá que rendir cuentas. Algunas cosas han cambiado. Están las redes sociales. El twitter de Donald Trump se ha convertido en una referencia mediática, en todo un medio de comunicación. Y tiene, como dijo en la última rueda de prensa antes de tomar posesión, un micrófono.

La cuestión es que no es la guerra de Trump contra los medios, ni de los medios contra Trump, sino contra todo lo que representa; entre otras cosas, su rechazo a la decadencia de Estados Unidos a manos de la corrección política. Es decir, los ciudadanos han de sentirse amenazados por una tiranía mediática y reaccionar, no ser meros espectadores. Esa situación, aún con mayor gravedad, se da en España. Hay que dejar de comprar sus periódicos, entrar en sus digitales y alimentarles; hay que cortarles los suministros; hay que fortalecer medios alternativos, no esperando a que se hagan grandes, sino haciéndolos grandes. Esa es la propuesta y la llamada de Rambla Libre, ese es su sentido.