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Carta del Editor: Elogio de la Santas Cruzadas

Redacción




Enrique de Diego.

En estos tiempo malistas (buenistas), páganos y satánicos, las Santas Cruzadas tienen mala prensa y han sido denigradas hasta el hastío, pero se presentan ante nosotros como la epopeya que fueron, como la exaltación de virilidad y de fervor religioso en la que participaron nobles, que dejaban su vida de comodidades para luchar el honor de Dios, en las que participaron reyes como Luis VII de Francia, Conrado III de Alemania, Federico Ausgusto II de Francia, Federico I Barbarroja, de Alemania, que perdió la vida. San Luis IX de Francia, que también la perdió, y la ganó en la otra vida imperecedera, y el gran Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra.  Dejaron atrás sus pompas y vanidades, su vida regalada, y fueron a luchar por la señal de la Santa Cruz, nimbados con el emblema de la Cristiandad.

El contexto en el que se porducen es el expasionismo islámico de los turcos selyúcidas que conquistan Asia Menor, poniendo en riesgo todo el Imperio Bizantino, la añorada Constantinopla con esa joya que es la Catedral de Santa Sofía, se expanden por Siria y Palestina, hasta conquistar Jerusalén, cortando el incesante flujo de peregrinos a los Santos Lugares, sometiéndoles a torturas, muerte y horrores.

El nuevo basileus del Imperio Romano Oriental, Alejandro Comneno pide ayuda al Papa Urbano II ante el peligro y el terror musulmán. El 27 de noviembre de 1095, Urbano II en un encendido discurso llama a los cristianos a tomar la Cruz de Cristo y a seguirle a Él. La multitud se arrodilla y grita al unísono con voz fuerte: Dieu lo volt! (Dios lo quiere). Allí mismo se juramentan para ir a tierras lejanas e ignotas. El Papa concede indulgencia plenaria por los pecados, quienes mueran serán mártires de la fe.

Por todos los rincones ese grito decidido de Deus lo volt! resuena y gentes de toda condición sienten la llamada a ser soldados de Cristo, desde Pedro el ermitano con las clases populares hasta nobles que dejan la berroqueña tranquilidad de sus magníficos castillos para ponerse en marcha a un futuro más que incierto de penalidades, sacrificios, hambre y sed por terrenos áridos y desérticos, como el belga Godofredo de Bouillon, el occitano Raimuno de Tolosa y el italiano Bohemundo de Tarento. Inflamados de fe, con la cota de malla de su esperanza, con la fortaleza de su elevado espíritu, consiguen lo imposible y Jerusalén y los Santos Lugares vuelven a ser el lugar donde peregrinar bajo el signo salvador de la Cruz.

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Casi todos los supervivientes vuelven a sus tierras. El reino de Jerusalén -donde Godofredo de Bouillon sólo quiso ser nombrado Defensor del Santo Sepulcro y no reinar donde reinó en la Cruz el Rey de Reyes- siempre tendrá el inconveniente, la fragilidad de un pequeño número de valientes que permanecen.

En 1118 se producirá el milagro de la fundación por Hugo de Payns y otros nueve compañeros de la Orden del Temple cuya finalidad es proteger las vidas de los peregrinos. En el Concilio de Troyes, con el espaldarazo del gran San Bernardo de Claraval, se constituye la Orden, que pronto prsperara y será un bastión del reino de Jerusalén. San Bernardo los ensalza sin medida y el santo de Claraval -llevó consigo a 33 amigos al cenobio para profesar como monjes cistercienses- se emociona ante los nuevos monjes-soldados:  «pero que una misma persona se ciña la espada, valiente, y sobresalga por la nobleza de su lucha espirtual, esto sí que es para admirarlo como algo totalmente insólito», «mas los soldados de Cristo combaten confiados en las batallas del Señor, sin temor alguno a pecar por ponerse en peligro de muerte y por matar al enemigo», ya que «no es necesariamente debamos matar a los paganos si hay otros medios para detener sus ofensivas y reprimir su violenta opresión sobre los fieles. Pero en las actuales circunstancias es preferible su muerte, para que no pese el cetro de los malvados sobre el lote de los justos, no sea que los justos extiendan su mano a la maldad».

Seguirán al Temple, la Orden Hospitalaria, que defenderá heroicamente la decisiva isla de Malta del asedio de los turcos otomanos con sus temibles jenízaros del sultán Suleyman el magnífico, y en España, la Orden de Santiago, con su novedad de admitir miembros estrechos y casados, lo que asegurará nuevas levas entre sus vástagos, la de Alcantará, y la de los bravos soldados de Cristo de Calatrava, cuya magnífica carga de los 300 contra cientos de miles de almohades he recreado con emoción devota en mi novela histórica «Las Navas de Tolosa».

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Precedentes las Órdenes Militares de las unidades de élite modernas; unidades de élite con una preparación castrense exhaustiva; se consideraba en su tiempo que un templario valía por diez en el combate; sólo era vencer -hincados de rodillas en los días de victoria repitiendo «Non nobis, Domine, non nobis, sed nominem tuo da gloria»- o morir. pues la Orden no pagaba rescate por quienes caían prisioneros. Los musulmanes, conscientes de su valía en el campo de batalla, como el sanguinario Saladino dio a cada uno del Temple y del Hospital a un ulema para que lo degollaran, para exterminar a aquella «raza inmunda», tras el desastre de los Cuernos de Hattin.

Cruzada que se extendió a las tierras ibéricas, en auténtico canto a la unidad de España, incluido Portugal, como relata vibrante el gran arzobispo de Toledo, don Rodrigo Ximénez de Rada, en su obra magna «Hechos de España», con la gran victoria de Las Navas de Tolosa, conseguida por los tres reyes, Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón, y el gigante -medía más de 2 metros- enarbolando sus letales mazas de guerra, Sancho VII el Fuerte, comandando la costanera derecha, con sus montañeses del Valle del Baztán y las milicias concejiles de mi añorada Segovia.

Fueron tres siglos, del XI al XIII, del año 1096 al 1272, en que aquellos hombres dieron la batalla por el honor de Dios. Es ejemplo para los tiempos que corren porque la llama de la Cruzada nunca se ha extinguido.