AYÚDANOS A COMBATIR LA CENSURA: Clicka aquí para seguirnos en X (antes Twitter)

FIRMA AHORA: El manifiesto contra el genocidio de los niños


Atardecida en Bernardos con María Coronel

Redacción




Enrique de Diego.

Era un atardecer, intenso y bello como mucho otros en la localidad segoviana de Bernardos. Las nubes esculpían caprichosas y extrañas cabalgadas de briosos corceles y airosas caballeros con espadas en llamas surcando el cielo. María Coronel dejó un momento la rueca con la que se entretenía y se ensimismó con el espectáculo de la naturaleza. Hasta ella llegaba atenuada el rugido del crecido Eresma por el deshielo. Los molinos y los batanes amortiguaban su cadencia.

Era María Coronel una belleza entrando en la madurez, con los ojos almendrados y el pelo moreno, de facciones agradables y pómulos salientes, la nariz aguileña, recordatorio de su ascendencia hebrea.

Ermita de la Virgen del Castillo, Bernardos.

Su padre, Iñigo López Coronel, al bautizarse y trocar el apellido Seneor, evitando la prohibición de no poseer tierras. había ido adquiriendo en 1499,  1501 y 1502, siendo ya regidor de Segovia, de manera sistemática lotes de tierra en las aldeas de Bernardos y Miguel-Añez: una obrada aquí, media obrada allá, cuando no solares en otra parte; compró viñedos, campos, baldíos, dehesas boyales, prados, ejidos, montes, un poco en todas partes, hasta convertirse en uno de los más ricos propietarios de tierras en Castilla. Para luego perderlo todo en la represión ulterior a la derrota de Villalar, cuando la saña imperial se cebó en los comuneros, de cuya Junta de Comunidades fue Tesorero.

Refrescaba ya. La naturaleza invitaba a la nostalgia. De las casonas de Bernardos por las chimeneas se expandía un olor penetrante a morcilla y a chicharrones. Su mente, ajena a tales exquisiteces culinarias, voló hacia tiempos más hermosos cuando era una joven y veía llegar a la Corte en todo su esplendor. Una leve sonrisa apuntó en la comisura de sus labio al rememorar la entrada triunfal, galana y apoteósica, en Segovia, del amor de su vida: Juan Bravo.

Año de la Encarnación del Señor de 1504

Los claros clarines, fanfarrias, chirimías y redobles de tambores anunciaron la llegada de la comitiva de Isabel por la plaza del Acueducto. Iba la reina a caballo, con airoso y animado cortejo, rodeando Santa Columba enfilando por la Calle Real. La ciudad toda se había echado a la calle para ver el espectáculo. Segovia era una ciudad viva, extrovertida, que vivía en la calle, laboriosa e industrial, que gustaba de todo lo grandioso y bello.

La industria textil empleaba a más de 20.000 personas que procesaban más de 40.000 arrobas por año; poseía una importante industria de sombreros de origen muy antiguo, el trabajo del cuero y las papelerías. Todo ello ofrecía un pueblo bullicioso que por nada del mundo se perdería ver la galanura de la Corte con su suntuosidad.

Se arremolinaba el gentío a ambos lados de la calle, en los ventanales, hasta que no cabía un alma. María Coronel se acordó como, una niña apenas, su mirada asombrada ante tantos caballeros en sus monturas con sus gualdrapas. Pero, fuera de toda duda, las curiosas miradas femeninas, y algo menos la de los forzudos pelaires y los labriegos de San Lorenzo, se fijaron en aquel cotino tan galán, envuelto en ropajes de seda de vivos colores, de músculos torneados, que llevaba en el hombro un extraño pájaro, de relucientes colores, y emitía voces humanas e imitaba el sonido retumbante de los tambores: aahhh, rataplán. Era la comidilla de las miradas asombradas. Era un loro traído de las Indias, que entonces encendía la imaginación de los segovianos llenando su testuz enfebrecida de una fuente inagotable de aventuras y nuevas conquistas.

Montaba Juan Bravo un caballo alazán al que hacía moverse de un lado a otro, entusiasmando a la concurrencia y extrayendo vaharadas de amores a las damiselas casaderas. Juan Bravo triunfó en Segovia nada más llegar. Juan Bravo y Segovia se quisieron desde el primer momento. Se preguntaban unos a otros quién era aquel cotino tan rumboso. Los más enterados de las cosas palaciegas daban razón del joven doncel: había nacido en Atienza de donde su padre Gonzalo Bravo de Laguna era alcaide y él estaba destinado a heredar el cargo, pero muerto en la guerra de Granada, siendo Juan Bravo de poca edad, no pudo aspirar al puesto. Su madre era de la renombrada y poderosa familia de los González de Mendoza. Y su tío era Juan de Ortega Bravo de Lagunas, obispo de Ciudad Rodrigo, Calahorra y Coria, que lo había favorecido situándole en la Corte de cotino, paje que servía para el lucimiento del cortejo de la Reina y se formaba al tiempo en las artes de la guerra. Provenían los Bravo de Laguna de Berlanga del Duero, en cuya Colegiata yacía Gonzalo.

No se habló de otra cosa en Segovia que de Juan Bravo y su elegancia y su loro. Así que las mejores familias se pelearon por hospedarle en sus mansiones, como era costumbre hacer con la Corte, repartiendo a los componentes de la comitiva en los casones de los patricios. Le tocó en suerte hospedarle a Diego del Río, una de las mayores fortunas y regidor de Segovia, que no soltó la presa hasta matrimoniarle con su hija Catalina, con la que tuvo seis hijos, hasta que murió en el parto.

A María Coronel se le escapó un suspiro añorando aquellos tiempos venturosos y alegres cuando siendo una niña sintió el aleteo del primer amor, fugaz y fuerte sentimiento, al verle entregado a otra mujer. No fue hasta 1519, cuando enviudó, que pudo ser suyo por muy tiempo. Su hermana mayor, temerosa de los riesgos para la existencia de tenía el parto, decidió meterse a monja, mientras aquel cotino que llegó a Segovia y la conquistó de inmediato, como a ella, se hizo valer regateando en la dote. Aún recordaba su cuerpo viril y ardiente en el amor del que le nacieron dos hijos. Gustaba mucho de la cetrería y cuidaban sobremanera los palomares de Bernardos. Todo eran recuerdos teñidos por la tragedia.

 

María Coronel se aprestó a la labor para evitar que la invadiera la tristeza. Corrigió a su hija Andrea para que hiciera bien la labor. Y, de inmediato, se ensimismó con aquel atardecer rojo que la embrujaba, tomando su mente hacia los tiempos pasados llenos de dolor.

Año de 1520 de la Encarnación de Nuestro Señor

Todo sucedió demasiado rápido. El rey Carlos, sin tener en cuenta las tradiciones, la honra y la economía de Castilla, parecía dispuesto a depredarla concediendo rentas y sinecuras a los nobles flamencos de su corte, algunos que ni iban a pisar aquellas tierras. Se celebraron Cortes en Valladolid y se allegaron los procuradores de las 18 ciudades con representación y se le dijo al rey que «nuestro mercenario es», que ellos le pagaban y que respetara más a la reina Juana, recluida en Tordesillas, «como a reina y señora de estos reinos». Pero Carlos sólo pensaba en la gloria de ser emperador y convocó Cortes en Santiago y luego, ya con un pie en el barco para emprender viaje, en La Coruña.

NO TE LO PIERDAS:   ¡Un demócrata denuncia fraude en las primarias de Georgia!

Se reunió el Concejo en San Miguel y su padre, Iñigo López Coronel, y Juan Bravo, del que dependía la gente de ordenanza, estaban agitados con cómo se sucedían los acontecimientos. Había de continuo reuniones en las que los rostros preocupados se mostraban dispuestos a no transigir, a no votar el nuevo impuesto que se destinaría a comprar y sobornar a los electores alemanes, hundiendo así a Segovia en la miseria. Se votó enviar con el mandato de negarse de todas, todas como procuradores de la ciudad a Rodrigo de Tordesillas y Juan Vázquez del Espinar, pero intranquila Segovia, conocedora de las artimañas de la Corte y del fulgor del dinero, y el efecto que la codicia tiene en la decisión de los hombres, se envió con ellos a espías para mantener informado al Concejo y los peores presagios se cumplieron. Llegaron noticias sombrías de que los procuradores habían traicionado el claro mandado de votar negativamente y en el último momento habían cambiado de sentido el voto.

Amaneció el 29 de mayo de 1520 con los ánimos altamente caldeados. Se celebró en la Iglesia del Corpus-Christi la reunión anual de los cuadrilleros, encargados de la recaudación de los impuestos locales. Se comentaba en los corrillos a viva voz lo sucedido en La Coruña y se renegaba de la traición de los procuradores que habían labrado arteramente la ruina de la ciudad. Se censuraba al corregidor, representante del rey, que cobraba por no hacer nada pues no se le veía pisar la ciudad y de la rapiña de sus colaboradores que ahora se dispararía. Cuando tuvo la mala fortuna de la actitud provocativa de un funcionario subalterno del corregidor  llamado Hernán López Melón que se engalló y amenazó a los concurrentes de que iba tomar nota de quienes hacían esos comentarios para hacérselos pagar. Se encresparon más los ánimos, se crisparon los puños y se alzaron las voces llenándose de improperios:

– Cabrón, mal nacido, ¿quién te has creído tú para amenazarnos?

Y vino a prender la yesca otro de los subordinados de Melón que hizo como si en efecto tomara nota de los más levantiscos, momento en que se agitaron los cuerpos y zarandeándolos, les echaron mano, les dieron de puñadas, y descargando toda la mala bilis acumulada, arreándolos de golpes, magullándoles todo el cuerpo, les llevaron a los dos en volandas, atravesando la ciudad, hasta las Eras, más allá del Santo Cristo del Mercado, a donde llegaron muertos de la paliza, y decidieron colgarlos cabeza abajo, como perros traidores.

Santo Cristo del Mercado.

No pararon ahí los incidentes, que el día 3o de mayo, Rodrigo de Tordesillas, desoyendo los avisos de la prudencia, sabedores de su altísima corrupción, como se demostró por la contabilidad real, se dispuso a dar cuenta al Concejo de su cambio de actitud y de voto. Tenía lugar la reunión como era habitual en la Iglesia de San Miguel y pugnaba el pueblo honrado y encrespado por, con picos y todo tipo de herramientas, abrir un boquete para asistir a la reunión con ánimo justiciero, mientras Rodrigo de Tordesillas se empeñaba en con no se qué legajos dar cuenta de la traición a la voluntad clarísima de la Comunidad y Tierra cuando se los arrancaron de las manos haciéndolos mil pedazos, y le tomaron y le sacaron a empujones y empezaron a darle golpes produciéndole todo tipo de heridas y no se sabía de dónde salió, si de una garganta o de todas al unísono, dijeron:

– ¡A las Eras con él! ¡Démosle su merecido!

Y le llevaron casi en volandas por toda la ciudad, hasta que al llegar cerca de Santa Olalla la multitud cayó en mientes de que no tenían soga para colgarlo, y entonces una segoviana recia desde una ventana les tiró una soga:

– Por cuerda no ha de faltar.

Se animó de nuevo el lúgubre cortejo con la saña que tenían al puñetero, mas a la altura del Convento de San Francisco salió el abad, hermano de Rodrigo de Tordesillas, con la capa pluvial y el Santísimo para pedir clemencia, y por un momento dudó la comitiva, porque dijeron los frailes que debía confesarse de sus pecados, que habían de ser muchos, y concedió la muchedumbre, y allí, tras una montaña de maderas, se puso a recibir el Sacramento de la Penitencia, mas pareció que tardaba mucho y alguien gritó:

– ¡Que le dejan escapar!

Volvió el griterío, le agarraron fuertemente y llegó muerto de la paliza soberana que le dieron y le colgaron junto a los otros dos. Y el otro procurador, Juan Vázquez del Espinar, salvó la vida porque, más prudente, se abstuvo de comparecer.

Ni su padre, ni su esposo, ni los regidores, ni el patriciado, ni las fuerzas vivas de la ciudad propiciaron ni participaron en los linchamientos, y de hecho los más aguerridos y violentos se ausentaron de la ciudad, pero aquello fue una llama tras otra hasta que ardió Medina del Campo y toda Castilla fue un incendio. Y quien encendió la tea fue Ronquillo que se acercó con el ejército imperial a asediar Segovia y la ciudad no soportó la afrenta de verse así tratada y salió la ciudad entera al mando de un pelaire llamado Antón y luego, más en orden, tuvo que salir Juan Bravo con la milicia segoviana, y puso en fuga a Ronquillo y su hueste, que tuvieron la desfachatez de allegarse a Medina a requisar la artillería del reino que allí se guardaba y no queriéndola entregar, pues sabían que era para atacar Segovia, tan hermana de Medina, tan ligada a sus ferias, prendieron fuego a los barrios para entretener a los vecinos y así hacerse con la artillería, con tan mala fortuna que ardió Medina como la pólvora y con ella todo asomo de paz. Había empezado la guerra de las Comunidades.

Al primer lugar al que fueron las milicias segovianas fue a la Transierra, a liberar a aquellos segovianos que habían sido reducidos tan justamente a la condición de siervos, a los Sexmos de Casarrubios y de Valdemoro, donde fueron recibidas las huestes de Juan Bravo como libertadores, entre el entusiasmo popular. El castillo de Chinchón, símbolo de la opresión, fue derruido hasta los cimientos.

 

María Coronel se aplicó de nuevo a la rueca y estuvo un tiempo entretenida en la labor, pues le hacían daño los recuerdos. Hasta su olfato llegaban el fuerte olor que desprendían las casas a morcilla recién hecha. Habían parado ya los batanes y los molinos y en la quietud de Bernardos volvieron los recuerdos:

Vinieron de Toledo al mando de Juan Padilla y de Madrid, a las órdenes de Zapata, para juntarse con los segovianos, a cuyo frente estaba su hombre, Juan Bravo, el más recio y gallardo, y se unieron en El Espinar, y aquello fue el delirio, el desbordar de las pasiones, y las gentes, sobre todo las féminas, gritaban «¡Comunidad! ¡Libertad!», y les trataban como lo que eran, como a héroes y las mujeres parecían querer marchar con ellos a la guerra, hasta que los hombres se mosquearon mucho y trazaron una raya y les dijeron a sus hembras que si pasaban de allí que se olvidaran de ellos, que ya no tenían casa ni maridos, y sólo así se sosegaron las pasiones de aquellas segovianas entusiasmadas.

NO TE LO PIERDAS:   La diseminación de la timo vacunación es real, así lo prueban documentos de Pfizer y Moderna
La reina Juana.

 

María Coronel recordaba las conversaciones de Juan Bravo, como rezongaba por la falta de profesionalidad del ejército, porque las huestes no duraban mucho en pie de guerra, que se iban cuando había que cosechar, a la siega y la molienda, y hablaba de la traición de los procuradores y, visto con perspectiva, todo se perdió por el amor al hijo de la reina Juana, que tan mal luego la pagó, y entonces, sin objetivo político, todo se desvanecía, aunque en Ávila se reunieron algunos representes de las ciudades para elaborar la Ley Perpetua, la primera que vio la historia de los pueblos, como ansia de libertad, poniendo límites a la autoridad regia y vallas fuerte a los derechos de los súbditos, pero sin que Juana estuviera dispuesta a asumir su puesto de Reina, con todas sus consecuencias, todo se desvanecía, a pesar de todo estuvieron a punto de vencer cuando tomaron los comuneros Torrelobatón.

Castillo de Torrelobatón.

Pero forjaron una tregua que sirvió para que los nobles se fortalecieran con más lanzas y más gente de armas, y el ejército comunero se debilitara con muchos soldados que abandonaban sus puestos y otros, como los de Madrid, cansados de esperar su soldada, se retiraron en masa. Los imperiales les iban a copar en Torrelobatón donde no tenían víveres para sostener al ejército, así que salieron hacia Toro y el 23 de abril del año de la Encarnación de Nuestro Señor de 1522, con una lluvia que les calaba los huesos y un barro que les impedía maniobrar la artillería, la caballería realista se lanzó sobre el desfallecido y desordenado ejército comunero y dejó las campas de Villalar teñidas de sangre. Juan Bravo fue de los pocos que hizo frente al enemigo.

Allí estaban entre los ganadores el almirante de Castilla, el condestable, el duque de Medinaceli, los condes de Haro, Benavente, Alba de Liste, Castro, Osorno, Miranda, Cifuentes, los marqueses de Astorga y de Denia y una multitud de gentileshombre que no tardarían en reclamar recompensas y pensiones por su participación en la batalla final. Pero antes tuvieron que saciar su sed de sangre. El 24 de abril, un tribunal formado por los jueces Cornejo, Salmerón y Alcalá, de infausta memoria, juzgó y condenó a la pena máxima a los tres principales capitanes del bando comunero: Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado.

Al redoble del tambor, cuando la voz atimplada del alguacil leyó la sentencia, al escuchar Juan Bravo que se les tildaba de traidores, estalló y no pudo contener su arrebato:

– ¡Alto ahí! Traidores no, amantes de la Comunidad y de sus libertades.

A lo que terciando Juan de Padilla dijo:

– Señor Juan Bravo, ayer era día de pelear como caballero y hoy de morir como cristiano.

Dio entonces Juan Bravo un paso al frente, pidiendo ser decapitado el primero pues no quería ver a sus amigos y compañeros de armas morir.

Allí, en Villalar, se perdió la esperanza abierta de una rebelión, en la que como dijo uno de sus más tenaces enemigos, el almirante de Castilla, «Estos quieren ser reyes. Ya no hay nombre de rey»-

 

Eran recuerdos muy tristes y amargos para María Coronel. Dos gruesas lágrimas se desprendieron de sus lacrimales y corrieron por sus mejillas.

– ¿Lloras, madre?

– No, es nada. Es que refresca. Se hace noche, Ve recogiendo.

 

El 18 de mayo una cédula había autorizado a Jerónimo de Frías a exhumar el cuerpo de Juan Bravo de la Iglesia de Villalar para ser enterrado en Segovia, pero sus enemigos no le iban a dejar descansar en paz ni después de muerto, pues le siguieron temiendo en la ultratumba y lo que significaba. María Coronel quiso rendir homenaje al héroe amado por todos. Al frente del cortejo marchaban hombres llevando crucifijos, miembros de cofradías, vestidos de luto y con antorchas en las manos. Por todas las calles corrían mozas, sus cabellos estaban revueltos y lanzaban continuos gritos de dolor:

Doleos de vos, pobrezitos, que éste murió por la Comunidad.

En un momento dado, por temor al tumulto o para provocarlo, unos traidores cuyo nombre no merece recordarse arremetieron contra el cortejo fúnebre provocando la confusión y la desbandada.

Entonces vino un tiempo de penurias para María Coronel. La dura represión se cebó en ella y sus bienes, confiscados los de su padre, Iñigo López Coronel, y los de Juan Bravo. Entonces empezó su batallar más ingrato, en el que contó con el apoyo de su tío, maese Pablo Coronel. Reclamó en primer lugar 5.000 florines en concepto de la dote de su madre, que obtuvo por sentencia del 10 de octubre del año de la Encarnación de Nuestro Señor de 1523. El 21 de abril del mismo año había recuperado la suma de 800.000 maravedíes las propiedades de su padre, y el 4 de febrero del año de la Encarnación de Nuestro Señor de 1524 rescató contra la suma de 400.000 maravedíes la casa de Iñigo López Coronel poseía en Segovia, parroquia de San Miguel, pared con pared de la de Andrés Laguna. Quedaba por recuperar aún otra parte de la herencia: la mitad de los derechos de recaudación del servicio y montazgo, privilegio que los Reyes Católicos habían concedido a Iñigo López Coronel el 15 de junio del año de la Encarnación de Nuestro Señor de 1493, que éste había cedido a su hija en concepto de dote en 1519 cuando contrajo matrimonio de Juan Bravo. El comisario encargado de los litigios sobre los bienes de los represaliados se negó a aceptar esta petición; doña María apeló el 29 de febrero de 1524, ganando el nuevo proceso el 14 de agostó de 1526.  Su segundo marido, Fadrique de Solís, solicitó la inmediata ejecución de la sentencia, que fue confirmada el 26 de octubre de 1526. La herencia del poderoso Iñigo López Coronel escapó así al fisco en su totalidad, a excepción del regimiento de Segovia, que Juan Bravo había recibido al casarse con doña María.

No se sabe a ciencia cierta donde está enterrado Juan Bravo, el héroe comunero, capitán de las milicias de Segovia, aunque se le supone en la localidad segoviana de Muñoveros, donde la familia de su primera esposa tenía propiedades. María Coronel descansa en el monasterio jerónimo de Nuestra Señora del Parral.