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Lo que callé sobre José María Ruiz-Mateos (4): Teresa Rivero: una condena hasta la muerte

Redacción




Ignacio Fernández Candela. Escritor.

Los años pasados al lado de José María Ruiz-Mateos, derrotado por la traición de sus díscolos hijos, me impregnaron de una nauseabunda percepción de artificiosidad que caracteriza a esta familia dominada por el sectarismo religioso y la relatividad de la moral y la decencia. No se libra nadie: ni Begoña Ruiz-Mateos y su marido Biondini a un lado, ni el resto al otro ocultando la verdadera naturaleza del sablazo a Nueva Rumasa. Unos por defecto congénito y otros por contagio o afinidad, son los culpables de un desastre mayúsculo que se sobreentiende al observar quién es Teresa Rivero y las consecuencias de su existencia.
Resulta difícil comprender la robótica constancia de inhumanidad que percibía en estos seres, criados en el propósito de la abyección que paradójicamente adjudicaban a la voluntad de Dios. Pertenecer a una secta respetada, pese a sus incontables trapos sucios, conlleva esa falsedad que transforma las actitudes más rastreras en designios divinos.
Durante el tiempo que pasé en las trincheras del desprestigio junto al empresario, siendo su mano derecha y concitando el recelo de cuantos vieron en peligro sus planificaciones secretas o botines codiciados por la situación de conflicto, me vi obligado a tratar con los flancos traicioneros de su entorno familiar; a escuchar la quejumbrosa  dilección no correspondida hacia sus hijos y sus miedos por la seguridad personal cuando fueron despedidos los guardas nocturnos; a lidiar con el abandono que justificó su enfermedad degenerativa y le convirtió  en el chivo expiatorio e indefenso de las arbitrariedades de los vástagos aliados con el demonio de la avaricia, el enemigo de un padre batallador, para ser enterrado en vida junto a miles de Inversores extraviados cruelmente en un laberinto que el empresario jamás ideó.
Al margen de la discusión de lo que pudo o no suceder, debería ser sintomático de deshonra e inhumanidad el nulo interés de los que perjudicaron la vida de miles de personas, para interesarse acaso moralmente por los damnificados. No hay peor acusación resolutiva sobre los causantes  de este crimen que la indiferencia atroz de esta familia que sigue viviendo con estipendios abundantes en tanto otros se suicidan y son presos de la ruina definitiva, sin que los culpables de sus desgracias hayan dado mínimamente la cara o brindado la mínima empatía por una situación dolorosa e irreversible, según muchos, para las esperanzas de los dañados.
Percibí hasta el hartazgo un infierno con apariencia civilizada porque en Alondra vivía también la mujer de Ruiz-Mateos. Existen muchas causas para comprender la impiedad del mundo, pero una de ellas es lacerante y carcome la razón de la coherencia cuando se intenta entender desde un prisma de honesta lógica: el ego de los seres que perciben la vida con saña depredadora, insensibles a las necesidades ajenas; abstraídos de egolatría el mal es una oportunidad para beneficiarse y nutrirse de la desgracia ajena. El egoísmo es causa de fatalidad, de la malicia congénita de quienes obran sin conciencia y al arbitrio de una moral sin remordimientos. Muchos han llegado a la conclusión de que Teresa Rivero respondía a los cánones de una sociopatía caracterizada vilmente por la indiferencia ante el dolor del prójimo. Un dolor provocado por ella misma y que se acentuaba con sus viles reacciones que en más de una ocasión me obligaron a enfrentar contra su insidia supurado, harto de indignación y repugnancia.
José María Ruiz-Mateos fue por libre en sus intentos denodados por encontrar soluciones al drama de los Inversores. Nadie más de la familia quiso ayudarnos y en esa negación hallé la culpabilidad de los ausentes, junto a las numerosas pruebas que me llevaron a dirimir el secretismo sobre las responsabilidades del desastre. Las largas conversaciones con el empresario me dieron la clave para entender la realidad ajena de las pesquisas de los medios de comunicación. Mi dificultad estribó en defenderlo públicamente sin poder descubrir la verdad de los acontecimientos, de la ruina y de la hecatombe. Solo podía batallar por las soluciones para enderezar la nefasta situación. Una tragedia para muchas personas que invirtieron sus ahorros desconociendo que la herencia empresarial se había repartido hacía muchos años, dependiendo las decisiones directivas del empresario de las gestiones erráticas y datos desvirtuados que fueron llevando al Grupo Nueva Rumasa a la segura devastación ocultándolo al padre. Pero él no consideró una bestia negra al conjunto de los hijos que lo traicionó, sino al ser que le torturaba a diario mermándole el ánimo vital hasta el punto de anular sus ganas de vivir.
Muchas veces encontraba preso de excitación al empresario repitiendo que su mujer estaba loca y quería verlo muerto. En todo caso se trataba de una locura taimada pues era muy consciente la celadora de su poder destructivo, negando a veces mínimas reservas alimenticias a un hombre que era vigilado sin dejar de restregarle su condición de fracaso y de ruina para una familia que parecía vivir muy bien y sin merma económica pese a todo lo sucedido. Acaso se cubrieron bien las espaldas antes de anunciar la catástrofe.
Teresa Rivero era temida por su recalcitrante soberbia no exenta de ramalazos de violentas reacciones que intentó practicar contra mí, obligado a frenar sus ímpetus con severas órdenes, tal cual tratara con un ser que perdiera consciencia de su civilidad y mostrara su rostro más feroz tras sus enfurecidas intenciones coercitivas. Nunca me asustó su presencia amenazadora. Alguien que cuando habla no mira a los ojos y se pierde en el limbo de la paranoia murmullando no se sabe qué imprecaciones al infinito, no es de fiar.

Percibí el temor en la mirada del empresario cuando me repetía que le intentaban envenenar para quitarlo de en medio. Una noche, cuando ya estaba acostado después de un largo día de trabajo al frente de su despacho, como el capitán que no abandona el barco durante el hundimiento buscando numerosos modos de salvar la situación, me señaló el cajón de la mesilla hacia su izquierda y me invitó a que sacara lo que buscaba. En mi mano tuve la pistola eléctrica que se aseguraba de tener cerca al pensar que podían atentar contra él. José María Ruiz-Mateos era consciente de lo que estaba en juego mientras él permanecía con vida: los múltiples intereses y vesanias encubiertas y al descubierto. Los fuegos cruzados de la codicia, donde yo a su lado era una molestia tan gravosa como le consideraban a él mismo, se prodigaban con demasiados frentes abiertos soportándolos en solitario. Amenazas, querellas, humillaciones fueron constantes en mi haber honesto por dirimir y defender a un hombre enfrentado con el fin de sus días. De ahí los muchos perjuicios cosechados por ampararlo pública y privadamente; escudarlo frente a la maldad que él temía noche tras noche, hasta que con cada amanecer se guarecía a la luz de un nuevo día después de aterrorizarle las imprevisibles horas nocturnas. Él quería que yo durmiera en Alondra y habló de habilitarme un dormitorio, pero las negativas de su mujer imperaban para mayor miedo de sus sospechas que me transmitía a modo de vital desahogo. Por su angustiosa soledad no fueron pocas las madrugadas en que me llamaba para que acudiera a sopesar ideas que se le ocurrían por resolver la pesadilla de los Inversores  así se tranquilizaba y procuraba consuelo en sa soledad del guerrero que le devoraba los ánimos.

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Recuerdo aquella vez que Susana y yo  encontramos las tomas de los medicamentos cambiadas en el pastillero, después de que apareciera un familiar inesperado que entró en el cuarto para marcharse después de estar con él cinco minutos. Recuerdo tanto que certifico el temor padecido en indefensión absoluta, abandonado a su extrema suerte que yo procuraba proteger.
El día a día era hostil y desalmado. Un día Albert Castillón comprobó la amenaza diciendo literalmente ante las cámaras de Espejo Público que no solo había sido mordido por Nico, nobilísimo perro que no simpatizaba con extraños, sino también por Teresa Rivero. No exageraba el periodista sobre ese carácter agresivo que incluso un día estuvo a punto de atropellar a una periodista cuando embistió con el coche a la Prensa que esperaba fuera.
En una ocasión, ante la presencia de José María que no daba crédito a la escena, la mujer se me abalanzó y me arañó la cara al intentar quitarme el móvil. Hablaba con la delegada alemana del proyecto de pago y con el dedo índice delante de su cara la obligué a retroceder diciéndole que cualquier persona trabajadora del Servicio tenía más dignidad que ella. La llamé hipócrita sin misericordia y le espeté que no esperara angelitos en el cielo tocando las campanillas cuando ella fuera sino abisales demonios con los que estaba familiarizada. Lo cierto es que ya eran muchos años soportando su violencia psicológica contra un José María Ruiz-Mateos indefenso y expuesto a todo tipo de vejaciones diarias.
Sirva como muestra de su indeseable condición la tortura practicada contra los trabajadores de Alondra 2, que además habían sido víctimas de la estafa de los pagarés, cuando los hijos habían recogido sus dineros como inversores días antes de declarar la quiebra del Grupo. Una intención estafadora en toda regla y usada en detrimento de los asalariados, a los que arruinaron en última instancia y conocedores de lo que se avecinaba.
El trabajo fue denodado, con el frenético ritmo público y privado impuesto por las violentas condiciones derivadas del escándalo Nueva Rumasa; acaso imprevisible en función de los muchos acontecimientos que conllevó la búsqueda de soluciones para pagar a los inversores. Pero además fui testigo de las múltiples aberraciones que cada día observaba en aquel cubil en que se convertía la residencia, cuando llegaba la causa de sus desesperaciones que él cargaba resignadamente como una cruz conyugal; un auténtico yugo para su resistencia vital.
Recuerdo a aquella cocinera que me traía la comida al despacho, donde yo permanecía la mayor parte del día además de prodigarme en el de D. José María-cuando no acudía a las cuatro de la mañana, llamado por el empresario para que le organizara reuniones con los directivos de la gran banca (eso es otra historia)- ; me llevaba una bandeja a escondidas de Teresa Rivero quien me negaba hasta un misérrimo café. Aquella cocinera de gran corazón y su marido habían trabajado durante años para la familia Ruiz-Mateos. Un día D. José María se enteró de que vivían en un cuarto piso sin ascensor. Pensó que cuando fueran mayores implicaría muchos problemas y les aleccionó para que vendieran el piso y se compraran otro con mejor accesibilidad. En tanto él pagaría la hipoteca del nuevo y podrían invertir en los pagarés de Nueva Rumasa. De ese modo perdieron su segura vivienda-que aun siendo cuarto piso y con ascensor les daba techo para la jubilación-y el dinero invertido.
Otro día la buena mujer tuvo un accidente al caer por las escaleras de acceso a zona de sótano donde estaba un salón ocupado por la matriarca, la capilla y zona de despachos, y se lesionó la muñeca. Teresa Rivero aprovechó para despedirla sin atender a otras razones que la de la inutilidad para el trabajo, como literalmente se lo comunicó. Arruinada y sin sustento salarial con el pretexto frío de la inutilidad. Así las gasta la marquesa.
Más tarde en la casa de Rigel-residencia a donde se trasladaron en Pozuelo- otra empleada probó la hiel de este ingrato ser. A esta trabajadora se le adeudaban sesenta mil euros de los infectos pagarés y su cometido estaba en la cocina. Cuidaba, junto a Susana Álvarez-una apoderada que jamás ganó un euro con su labor de lealtad al empresario y que conjuntó todo tipo de daños abandonada también a la suerte desagradecida que le propició la familia- y yo, del empresario cuando había sido abandonado a su suerte. Siendo molesta para Teresa Rivero la acusó de robar sesenta mil euros que ella se guardaba, y no teniendo ya drama encima aquella persona de moral exquisita se vio despedida en la calle y acusada injustamente de haber robado un dinero que ella seguramente jamás tocó.
Siempre me ha costado comprender la esencia que en esta familia habrá de perdurar como una maldición, generación tras generación, al ser la cómoda hipocresía la más salvaje de las dolencias capaz de provocar tanto perjuicio a las víctimas de estos comportamientos incivilizados. Maldición para los demás. Entiendo tamañas vilezas contemplando al personaje en esa sustancia tóxica del recuerdo que convierte a esta mujer en una maldición para sí misma y para su degenerada herencia maternal.
Lo cierto es que miles de personas viven su infierno de cada día mientras los ejecutores de sus singulares pesadillas progresan ávidamente justificando el abandono de los damnificados con la cría de su progenie. No se sienten culpables de ningún infierno teniendo alas económicas para volar como ángeles lejos de las llamas que a otros abrasan a diario. Es por esa hipocresía sectaria de misa diaria que suceden estas aberraciones sin justicia; como la que estila una Teresa Rivero que en el verano del 2015 se llevó a su víctima para que muriera de resignación, abandono emocional y fracaso frente al peor de los enemigos que había permanecido, desgraciadamente, a su lado.
Afortunadamente, la condena solo duró hasta que la muerte los separó. Tan dignamente.
En próxima entrega radiografiaré a cada uno de sus hijos varones. No es fácil ponerse en el lugar de ellos. Es verdad que crecieron en un ambiente disciplinario que pudo inspirar las mayores rebeldías. Irresponsables rebeldías que costaron la desgracia de muchas personas inocentes.