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Análisis: Pedro Sánchez, el apaciguador supersticioso y su Gobierno de fracasos

Redacción




Enrique de Diego.

La historia, que es maestra, es clara y abrumadora, sin excepción, respecto a que el apaciguamiento solo lleva a enormes y calamitosas catástrofes. El momento estelar, y trágico, en que esa lección se manifestó de manera indubitable tuvo lugar en la Casa Parda –la sede central del Partido Nazi- los días 29 y 30 de septiembre de 1.939, cuando el premir británico, Chamberlain, y el primer ministro francés, Daladier, se trasladaron, de urgencia, a Munich para entrevistarse con Adolf  Hitler y Benito Mussolini, ante la crisis desatada en Checoslovaquia por la minoría alemana en los Sudetes. La prima donna aparente de la reunión fue Mussolini, quien se lució con su dominio de los cuatro idiomas, pero quien consiguió alcanzar con facilidad sus objetivos fue Hitler desmembrando la república checa.

La historia ha dejado en una desmerecida nota a pie de página a Chamberlain y Daladier ocultados por la fortaleza y el heroísmo de Winston Churchill y Charles de Gaulle, pero en ese momento tanto Chamberlain como Daladier gozaron de una desbordante popularidad que hoy es difícil de comprender. Sus cámaras parlamentarias les aplaudían, los medios de comunicación les apoyaban sin fisuras y a Chamberlain le fue a recibir una multitud que le vitoreó cuando él les dijo que la paz estaba salvada para una generación.

Ellos apostaron por el diálogo, insistieron en que era preciso dialogar y asumir riesgos, quizás hacer concesiones para salvaguardar el bien supremo de la paz. Hitler había dejado siempre claros sus objetivos: “Desde el principio mi programa fue abolir el Tratado de Versalles. Lo he escrito miles de veces. Ningún ser humano ha declarado o registrado con más frecuencia que yo lo que deseaba”. Chamberlein y Daladier consideraron que se le podía apaciguar mediante el diálogo. La reunión de Munich fue un desastre moral. Hitler transmitiría a sus colaboradores que sus adversarios eran “gusanos”. Desmoralizado ante la debilidad de los líderes de las potencias legítimas, el jefe del Estado Mayor alemán, Ludwig von Beck presentó la renuncia para no participar en la guerra inevitable. Había esperado la fortaleza británica y francesa para intentar un golpe que nunca pasó de la imaginación.

Insisto, de nuevo, Chamberlain y Daladier fueron inmensamente populares y durante unos meses gozaron del reconocimiento entregado e irrestricto de sus pueblos transidos de una capa evanescente de emotividad que ocultaba un fuerte depósito moral de cobardía. Tras Checoslovaquia, que sirvió para rearmar a la Wermachdt con su potente industria armamentística, vino Polonia y el mundo se asomó al abismo de la guerra comprendiendo, a la carrera, que el apaciguamiento había sido un error descrito con precisión en el Diccionario como claudicación.

Pedro Sánchez ha accedido a la presidencia del Gobierno, de manera tortuosa, por la puerta de atrás democrática, con la parafernalia y la verborragia de los apaciguadores, proclamando las virtudes taumatúrgicas del diálogo, de forma que, contra toda lógica, dos personas y grupos en las antípodas, con políticos y formaciones que han dado el paso al golpe de Estado, y que se sitúan en la “legitimidad” de la astracanada del 1 O, basta con sentarse para llegar a acuerdos. A los cardenales renacentistas cuando se dilataban en elegir Papa se les retiraba la comida para que entraran con prisas de hambre en razón.

El secretario general del PSOE empeorará las cosas cuando saque de la chistera el conejo del federalismo –superado por el lastre autonómico- y trata de convencer a una nación, de la que buena parte lo tiene ya por traidor y felón, de que hay que reformar la Constitución para vestir al Frankestein de la nación de naciones. La situación está muy mal, desde luego. En la Cataluña profunda, esa que por mor de una ley electoral delirante, impone sus atavismos tribales, pero puede empeorar y Pedro Sánchez está dispuesto a conseguirlo con la mejor de las sonrisas y con esa vacua moderación formal de los apaciguadores.

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La trampa está anunciada: elevar el Estatuto catalán a norma constitucional; es decir, meter por la puerta de atrás una Constitución catalana, y dar a Cataluña consideración de comunidad nacional. Una traición en toda regla, que llevará al rearme de la derecha -José María Aznar lo mejor que haría sería estarse callado- y exigirá dar a los patriotas lo mejor de sí mismos.

Carmen Calvo. /Foto: abc.es.

El nuevo Gobierno: una colección de fracasos con voracidad fiscal

El poder tiene su erótica y sus pesebres de publicidad institucional para los adictos, así que en horas veinticuatro se han tornado las estrictas adulaciones sin disminuir la adhesión inquebrantable. Sobre el nuevo Gobierno de Pedro Sánchez se han dicho lindezas del tipo de que está formado por “pesos pesados”, que ha sido conformado teniendo en cuenta “equilibrios”. En realidad, se trata de una colección de fracasos bien conocidos por su voracidad fiscal. Carmen Calvo y Margarita Robles le dan un aroma zapaterial de infausto recuerdo. Carmen Calvo es autora de una de las frases más estúpidas de la España reciente: «el dinero público no es de nadie«. María Jesús Montero recala en Hacienda desde el cortijo andaluz con pasión por el impuesto de sucesiones. Carmen Montón, valenciana, es presentada como el “azote de la medicina privada” pero se oculta que ha hundido la Sanidad valenciana en la falta de calidad y que protagonizó un sonoro caso de nepotismo: está casada con Alberto Hernández Campa. El 29 de diciembre de 2015 Hernández Campa fue nombrado gerente de Egevasa, empresa mixta de la Diputación -participada por Aguas de Valencia-, con un sueldo de 59 000 € anuales. La vicepresidenta del Consejo Valenciano Mónica Oltra cuestionó este nombramiento y lo consideró «ni ético ni estético». El marido de Montón renunció finalmente a la gerencia de la empresa pública.

Carmen Montón. /Foto: gacetamedica.com.

Los miembros del Gobierno pertenece a dos de los biotipos infecciosos de las pestes más letales: el político profesional y el buen salvaje socialdemócrata. Buen salvaje socialdemócrata: aquel que nunca reconoce errores y ante el fracaso de su política considera inevitablemente que se debía haber intervenido más y haber confiscado más. Vienen malos tiempos para las exhaustas y depauperadas clases medias. Un gobierno de pesos pesados…fiscales y parásitos. Curriculums de funcionarios que no han creado en su vida un solo puesto de trabajo, pero se las han arreglado para destruir muchos con enorme dosis de verborragia bienpensante y de estomagante y asfixiante corrección política. Era difícil hacerlo peor que el PP, cuya degeneración hacia la mediocridad era patente, pero todo indica que el gabinete Sánchez se muestra animoso para batir todos los récords.

Maxim Huerta.

Hay cierta pedantería mediática en el equipo. Lo del astronauta Pedro Duque parece, en principio, una ocurrencia. Y lo de Maxim Huerta en Cultura un ejercicio de banalización y relativismo cultural.

Se trata de una pandilla de inútiles buenos salvajes socialdemócratas que van a pretender que los madrileños paguen sus sucesiones como los andaluces; es decir, que se arruinen si un familiar suyo muere y heredan. Madrid ha de oponerse con todas sus fuerzas pues el impuesto de sucesiones, de este Gobierno sin hijos, es la extinción de las clases medias. Once mujeres y seis varones que aman tanto a los pobres que los crean por millones. Y alguna estupidez gloriosa como eso del Alto Comisionado contra la pobreza infantil, que queda muy bien para los titulares de un día, pero que no hará más que aumentar la pobreza infantil al incrementar el número de parásitos.

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La única incógnita es José Borrell, odiado por los separatistas, y sin duda una cabeza brillante, aunque no ordenada, que parece la coartada del modelo federalista.

Es un Gobierno que viene de un pacto incestuoso con los separatistas y que nace fracasado. No han hecho otra cosa toda su vida que subir impuestos y arruinar a las sociedades y es lo que van a hacer.

La superstición de los mentirosos

Decía Gilbert K. Chesterton que cuando no se cree en Dios, se termina creyendo en cualquier cosa. En estos primeros compases, lo más destacable y destacado ha sido el gesto laicista de Pedro Sánchez –dicen los entendidos que el saludo con Rajoy en el Congreso fue el de dos masones- de prometer con su mano puesta en la Constitución de 1.978. Sin duda, la fe es un don de Dios y no se puede imponer a nadie sus creencias, pero el gesto en su obscenidad me parece un ejercicio de superstición. Prometer por la Constitución no obliga a nade; es gesto fatuo de circunstancias. La superstición de Sánchez es superlativa si se tiene en cuenta que uno de sus objetivos es reformar el texto sobre el que reposa su mano. Es la suya una promesa en vacío precedida de un alud de mentiras, como cuando él y Ábalos juraban y, sobre todo, perjuraban que nunca irían a una moción de censura con los separatistas. He aquí lo que dijo José Luis Ábalos, el mismo que presentó en la moción de censura como candidato a Pedro Sánchez: “Los independentistas no pueden ser en ningún caso aliados nuestros, ni para una moción de censura. Nos apremiaron a que fuera antes del 1 de octubre y no encontraron más que nuestro rechazo, porque nosotros no tenemos tal ansia de gobernar acuenta de la unidad de nuestro país. No es posible presentarse a una moción de censura con esos apoyos”. ¿Qué vale la palabra de estos supersticiosos laicistas? Nada.

Otrosí: En el amplio y desvertebrado colectivo de víctimas de la Ley Integral contra la Violencia de Género se ha enquistado un pequeño grupo que se ha venido dedicando a perpetrar estúpidas campañas de aislamiento y demolición personal. Ese grupo, entre los que hasta ahora se contaba el ex militar Chefy Corredoira, cuyo afán de protagonismo es enfermizo, se está diluyendo en el descrédito. No ha dejado de hacerme gracia que desde ese ámbito hayan difundido la foto de uno de mis momentos heroicos en el pasado: protestando ante Ferraz contra el nefasto Zapatero, cuando reconvine a una UIP por su cacheo violento a una adolescente y un compañero suyo se abalanzó sobre mí como un completo macarra, procediendo a detenerme para ocultar su fechoría. El Juzgado dictaminó que aquella detención había sido una detención ilegal, un abuso de autoridad y le puso al policía una multa de 20 euros.