Virginia Montes.
Francia sobrevive, a duras penas, de milagro. Todo es como un desquicie general. El terrorista que estrelló su coche contra un furgón policial, muriendo, tenía licencia de armas y nueve de ellas legalizadas. El 19 de junio, a doscientos metros de donde fue asesinado Xavier Jugelé, Adam Djaziri, estrelló su Renault Mégane contra un furgón que transportaba una decena de gendarmes. Después de incendiarse con el impacto, el vehículo del agresor ha seguido unos metros antes de quedar parado con una impresionante llamarada.
Asfixiado, quemado, Adam Djaziri fue sacado del vehículo por las fuerzas del orden para constatar su muerte. A su lado, dos bombones de fas, un fusil de asalto kalashnikov, dos pistolas automáticas Glock y mucha munición. Y una carta destinada a su cuñado en la que afirmaba pertenecer a Daesh. Una barba que crece, mujeres con burka, cuatro hermanos. «Era una familia sin problemas», afirma el alcalde. Pero en su domicilio se encontró un auténtico arsenal -nueve armas- para «la preparación de una acción violenta», según la investigación policial. «No estaba al corriente. Mi hijo hacía tiro deportivo, todo estaba declarado y legal», afirma el padre.
Difícil que su progenitor no participara de sus intenciones. El terrorista estaba inscrito en un club de tiro, como alguno de los asesinos de Bataclan. Una denuncia de Interpol proveniente de Túnez en 2014 fue ligeramente atendida: en un control en un viaje entre Grecia y Turquía adujo que tenía armas por motivos profesionales, pues comerciaba con joyas.
A pesar de ser conocida su radicalización, siguió en posesión de la licencia y de las armas. Había sido llamado a comparecer ante la Policía, pero no tenía ninguna intención de ir. Hay todo un fallo sistémico que se llama estupidez. ¿Hasta cuándo?