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Esperanza Aguirre, la ceguera de la vanidad

Redacción




Esperanza Aguirre, la financiadora de Losantos. /Foto; RTVE.es

Enrique de Diego

Esperanza Aguirre, entre lloros patéticos, resalta que ella no se ha llevado un euro a casa. Bien, las empresas de su esposo han recibido más de tres millones de euros de subvenciones. Menos da una piedra.

Hay que buscar una explicación a que Esperanza Aguirre estuviera rodeada de mierda y no se enterara, a que toda la corrupción del PP naciera y creciera en Madrid –y se extendiera con inusitada fuerza a Valencia- a la sombra de la que gustó de ser llamada la lideresa. Gürtel, Púnica, Granados, González, espías para saber dónde trincaba el otro, bolsas de basura en Colombia. Mientras Esperanza Aguirre se mantuvo fuerte, toda esa corrupción que supuraba por todas las costuras, que era silenciada por los medios, pagados precisamente desde el Canal de Isabel II –donde se han lucrado Francisco Marhuenda-La Razón, Federico Jiménez Losantos, el mantenido, y Julio Ariza, quien llegó a fichar a Ildefonso de Miguel-. Pero esa corrupción era conocida. El enriquecimiento de los dos vicepresidentes era clamoroso. No se puede estar todo el día trabajando con alguien y no enterarse de lo bien que le va. Cristina Cifuentes, por ejemplo, sabía que Francisco Granados era un chorizo y así se lo dijo a Roberto Centeno. Y me consta de personas que fueron a Esperanza Aguirre a decirle la corrupción que había a su alrededor. Y que el agua de Madrid se había convertido en un lodazal se sabía, pero los medios lo ocultaban porque la corrupción política no tendría sentido sin la complicidad rentable de la corrupción mediática, porque ya no hay periodismo sino tráfico de influencias.

¿Es tan tonta Esperanza Aguirre como indican los hechos? Sí. Lo que hace explicable, aunque no justificable, esta inmensa estupidez supina de la absurda plañidera en ese absurdo de que todos la han engañado es que Esperanza Aguirre es una vanidosa superlativa con un sueño: ser presidenta del Gobierno, al que ha supeditado todo. Ser la Thatcher española. Y ese sueño de vanidad ha sido alimentado por sus corifeos a los que les salía muy rentable una adulación, a la que ella era completamente sensible, sin ninguna autodefensa.

Porque, en otro caso, el poder omnímodo del que disfrutó, de que nada se hacía sin su consentimiento, casa mal con este inmenso engaño del que ahora pretende ser la víctima. Esperanza Aguirre no quería ver ni saber cómo se financiaba el partido que presidía ni los actos de campaña en los que participaba. Estaba emborrachada de sí misma, dejando hacer a sus vicepresidentes, al tiempo secretarios generales del partido. Le venía muy bien su ceguera; quería estar cegata.

Puede ser posible que no se enterara de nada porque solo se veía a sí misma y solo gustaba de los halagos, de las fidelidades perrunas de quienes le decían –poniendo el cazo y practicando el liberalismo egipcio- que estaba destinada a gobernar España. La vanidad es la efusión de la estupidez y Esperanza Aguirre ha sido una vanidosa irrestricta que ha terminado batiendo el récord de la estulticia.