La fiebre por Bad Bunny ha llegado como plaga bíblica, y miles de almas despistadas ya están rascándose los bolsillos para pagar entradas que valen más que un riñón en el mercado negro. La gira del conejo malo aterriza en 2026, y parece que la gente ha perdido el juicio, hipnotizada por un espejismo de reguetón que, francamente, es un insulto al buen gusto. ¿En serio están dispuestos a soltar cientos de euros por escuchar a un tipo que canta como si le pisaran un pie, con letras que parecen escritas por un adolescente en un ataque de hormonas?
Primero, lo obvio: Bad Bunny canta horrible. Su voz es un lamento nasal que parece un gato atrapado en un callejón. No hay técnica, no hay alma, solo un chillido monótono que te perfora el cerebro. Si esto es “música urbana”, que alguien llame a los bomberos, porque es un incendio de basura. Y luego están las letras, si es que se les puede llamar así. Pobrísimas, vacías, un refrito de clichés sobre fiestas, mujeres y dinero que no dicen nada nuevo. Bad Bunny no tiene nada que ofrecer más allá de un ritmo pegajoso que se te mete en la cabeza como un virus.
Pero lo peor no es eso. Lo peor es la adoración ciega, la locura colectiva que lleva a la gente a pagar 200, 300, 400 euros por verlo en estadios gigantes donde el sonido es un eco infame y la experiencia es más cercana a un ganado en estampida que a un concierto. ¿Qué tiene este tipo que hace que los jóvenes (y no tan jóvenes) pierdan la cabeza? Hay quienes dicen que Bad Bunny tiene un pacto con el diablo, que su éxito no es natural. Basta con ver sus shows: rituales oscuros disfrazados de luces neón, letras que glorifican el hedonismo más vacío.
Bad Bunny no es un artista, es un producto. Y los que corren a sus conciertos no son fans, son víctimas de una fiebre que los lleva directos a la tumba. Personas que piden créditos, que callan ante la inflación descontinuada, para poder publicar que estuvieron en sus redes sociales. España tiene una cultura propia y no necesita exportar los excrementos de Puerto Rico.