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Pedro J, el último lameculos y el más lacayo del globalismo

Redacción




Enrique de Diego.

Sin quizás pretenderlo, en «Agatha Ruiz de la Prada, mi historia», actúa de notaria de algo sumamente importante porque, a través del innombrable, e incidentalmente de Juan Luis Cebrián y de Luis María Anson, ha hecho la disección de la degeneración de lo que un día se llamó periodismo y ahora no es más que la cloaca de propaganda globalista, en franco descrédito, como las furcias mediáticas, tal que las tilda el gran César Vidal.

De esa forma, por debajo de la espuma de la literatura fácil de lectura y de los retazos de vida en carne viva y de sinceridad abierta en canal, el libro alcanza el nivel de categoría y requisitoria. Dice Agatha del innombrable -voy a hacer como ella, por una vez lo nombraré- que «a casa podía venir quien fuera, y al día siguiente si el innombrable tenía que publicar algo malo de esa persona, lo hacía. No sólo no le temblaba el pulso, sino que disfrutaba, le gustaba hacer sufrir, que todo el mundo estuviera a sus pies».

En esa etapa, Pedro J nada entre dos aguas, es contrapoder y quiere tener influencia. El periodismo, una idea romántica, ya fenecida, a la que rendimos culto yo y otros dos o tres, ha de ser contrapoder, la trinchera arriesgada a cara de perro contra la arbitrariedad y el abuso de poder del tirano. Pero ahora el innombrable no da exclusivas, ni tan siquiera da noticias, sino meras apariencias, porque se ha hecho sumiso a lo políticamente correcto, a lo que le ha ayudado su Cruz que es la corrección política en su indigencia mental y en su tosca y chusca intolerancia.

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Pedro J ya no sirve para nada, se ha corrompido hasta los tuétanos, en el sentido de que ha trocado su función, que ya no es ni por asomo la de periodista, sino  la de lameculos, gusto con sarna no pica, del globalismo. Uno más y, por ende, inservible para el sistema que le echa sus migajas y él las recibe con ladridos sordos. Cuando se ha necesitado como el comer un periodista, cuando se ha asesinado a la gente con engaños, con el coronavirus agrandado por los medios a coro de la charca en la medieval peste negra, cuando se han pisoteado todos los derechos personales en confinamientos absurdos y delirantes, cuando se ha asesinado a 114.000 personas, ancianos sobre todo, porque los mandaba el protocolo, porque había que convertir las residencias de ancianos y las UCIS en un remedo de los campos de exterminio, cuando con las timo vacunas se ha producido una sobremortalidad pavorosa, que afecta sobre todo a jóvenes y personas de media edad, cuando sucumbe una joven de 15 años futbolista del Sporting Club de Huelva, Pedro J ha callado como una puta babilónica, traicionando al público indefenso al que se debía y traicionándose a sí mismo, convirtiéndose en la voz de su amo, en un payaso baboso. Y por ello merece ser juzgado en el tribunal de la Historia y hallado falto de peso.

Incluso tiene El Español -su empresita, como la define Agatha- una sección, Enclave ODS, dedicada a hacer publirreportajes de la satánica agenda 2030, convenientemente patrocinada por la Fundación La Caixa, presidida por el miembro supernumerario del Opus Dei, Isidro Fainé, en pleno desnorte y desquicie. El innombrable hace siempre de felpudo de las élites satánicas, sin pena ni gloria. No es el primero, sino el último de los lacayos adiestrados. Triste epitafio para una vida sin sentido, que naufraga en el absurdo del servilismo como el mayordomo de Lo que queda del día. 

Ágatha Ruiz de la Prada, mi historia, La Esfera de los libros, Madrid, 2021, 323 páginas.