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Agenda 2030 y coronavirus: La amenaza del cientifismo

José Antonio Bielsa Arbiol




En una era de flagrante proliferación de los sujetos acríticos e irreflexivos, atrapados en la espiral del silencio y en la que la tiranía de los «encefalogramas planos» devino común divisa, las sectas y sus adherentes se han venido caracterizando por su abierta complicidad en la mentira, hasta tal punto que ya no necesitan debatir, siquiera disimular, la impostura que con tan mala fe defienden. Una de las macro-sectas más potentes de la posmodernidad, auténtico movimiento del espíritu herido, es la de los cientifistas. Pero, ¿cómo logró imponerse tamaño credo? Repensemos antes de nada el cientifismo, caracterizándolo.

Es un hecho manifiesto que las actuales e insistentes campañas de desinformación habidas sobre una falsa sucesión de «pandemias por coronavirus» (sic), y con ellas la proliferación de lobbies de presión para implantar entre las masas su discurso del miedo y el sí a la vacunación masiva (que la Agenda 2030 tan alegremente alienta), han traído consigo el resurgir de un grotesco espécimen público: el cientifista. Conviene pues definir a éste para asumir su peligrosidad manifiesta.

De entrada, el cientifista no cuestiona, meramente reafirma por la vía de la imposición y la descalificación de quienes disienten, la necesidad de una sumisión del mundo a las agendas plutocráticas, con las que misteriosamente su identificación es plena.

En consecuencia, el cientifista no es sujeto activo y crítico, sino vocero político incapacitado para la tarea del bien-pensar; así, para él o ella la “ciencia” es una cuestión política, no necesaria-mente práctica. El grueso de los cientifistas, masa ruidosa, serían incapaces de calcular una ecuación de segundo grado. Los mentideros de las redes sociales, condicionados por la abyecta prensa canallesca, alimentan este tipo de narrativas miméticas con facilidad insospechada: en España, tal masa acrítica alcanza niveles preocupantes.

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(…)

El cientifista, sea socialdemócrata o liberal, basará siempre sus argumentos en dogmas superficialmente asimilados. Su escuela es la secta cien-tifista; su meta, el culto a la propia vanidad envilecida. Su campo de reflexión apenas rebasa la obviedad más aparente, vaciada de cualquier liga-mento reflexivo. El progreso indefinido de un Con-dorcet redivivo es su credo reblandecido y finalmente totalitario.

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Cuando lleva bata blanca y se presenta como parte de la casta sacerdotal, el cientifista es alguien asido a intereses innombrables (las mafias farmacéuticas y los centros de creación de significado dimanan sabrosas justificaciones pecuniarias). Tan sólo una hipocresía a prueba de bombas (o la mala fe de una profesión instrumentalizada) permiten sostener semejante discurso por largo tiempo.

(…)

Por todo ello, la ciencia no puede suministrar ninguna verdad absoluta, por cuanto está a sujeta a reformulaciones perpetuas. Su explicación de los fenómenos tan sólo debe dar respuesta a hechos concretos, experiencias aisladas y repetidas en laboratorio, y por tanto expuestas a criterios de falsabilidad legales.

La ciencia legítima no puede ni debe servir a intereses políticos, ni a propósitos alevosos me-diatizados por el capital privado (lo desembolse un Bill Gates de tres al cuarto o la mismísima Cabra de Mendes). Ni la OMS es el Paráclito, ni la casta sa-cerdotal de los tecnócratas vestidos de blanco puede definir ningún «dogma de fe científico».

Este artículo es un extracto del libro Agenda 2030: Las trampas de la Nueva Normalidad de José Antonio Bielsa Arbiol y publicado por Letras Inquietas

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