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Sobre la ingeniería social (6): La maldita corrección política

Redacción




Guillermo Mas. 

 

Antes de pasar a ver hasta qué punto las conspiraciones de las élites destinadas a implantar medidas de “Ingeniería Social” han configurado el mundo contemporáneo en su historia más reciente, vamos a seguir viendo la deriva ideológica de algunos de los “intelectuales”que han alimentado intelectualmente dichos proyectos.

En el ámbito de la literatura contemporánea, el estudio de autores como Arthur Koestler nos descubre el fundamento teórico que hay detrás del “arte del buen morir” o eutanasia, recientemente implantada en España y que se nos presenta como lo más actual cuando en realidad esa lucha ética ya tuvo lugar décadas atrás, y casi ningún país se dedicó a implantarla. Por su parte, la obra de Knut Hamsun, de Pan a La trilogía del vagabundo, nos descubre la conexión entre eugenesia, superioridad racial y, sobre todo, ecologismo, en relación con el conjunto de ideas heredado y canalizado por el partido Nacionalsocialista Alemán de Hitler, quien tampoco inventó nada nuevo —encontramos en políticos de décadas anteriores un programa similar al de los nazis— aunque sí que supo atraer personalidades geniales como la de Heidegger, la de Carl Schmitt o la de Céline, uno de los grandes novelistas de su siglo reconvertido en panfletista anti-semita. 

En 1960 el novelista y marxista declarado Norman Mailer apuñaló brutalmente a su mujer, que sobrevivió de milagro. Dos décadas después, el filósofo estructuralista Althusser que revolucionó con su trabajo el estudio textual de la obra de Marx, estranguló a su esposa y posteriormente vivió con ello en libertad, como narra en su libro El porvenir es largo. Y Picasso, el comunista millonario, mantuvo un romance a sus 32 años con Marie-Thérèse Walter de 15 años. Como relata la nieta del pintor: “Sometía a las mujeres a su sexualidad animal, las domesticaba, las embrujaba, se las comía y las aplastaba sobre el lienzo. Tras pasar muchas noches extrayéndoles su esencia, una vez que estaban exangües, se deshacía de ellas”. También Foucault, a la sazón drogadicto, sadomasoquista y alcohólico, enfermo de SIDA y amante de “jóvenes efebos” se adelantó a su tiempo con su curioso trayecto ideológico: de la moral relativista de esos totalitarismos blandos a los que denominamos “populismos” a la genuflexión incondicional ante totalitarismos religiosos tan duros como es el islam de Jomeini.

Décadas después, otros muchos autores han tratado de argumentar filosóficamente su odio al género humano. En fechas recientes han destacado intentos como el de Thomas Ligotti que en su libro La conspiración contra la especie humana propone el fin consensuado de la reproducción. Estas nuevas ideologías son una consecuencia del existencialismo, cuyo pilar es el hastío por una vida absurda que merece ser despreciada: el odio a la vida de un relativismo extremo. En palabras del gran G.K. Chesterton: «Quitad lo sobrenatural, y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural«.

El feminismo ha sido una ideología plagada de personajes delirantes: Margaret Sanger, pionera del feminismo, vivió toda su vida dilapidando la fortuna de su marido en proyectos por la emancipación de la mujer. Pero es un caso menor en comparación con el paso por el Hospital Psiquiátrico de personajes tan relevantes como Kate Millet —”El amor es el opio de las mujeres, como la religión el de las masas”— o Shulamith Firestone —quien acuñara el término “servidumbre biológica” en su libro La dialéctica del sexo—. No en vano la locura fue uno de sus temas fetiche. Y muchas de sus conclusiones se basan en mentiras, como las conclusiones manipuladas por Margaret Mead a partir del estudio de la cultura samoana.

En su libro La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper escribía: «Nuestra educación tanto intelectual como ética se halla corrompida, La ha corrompido la admiración del brillo, de la forma en que se expresan las cosas, que pasa así a reemplazar su apreciación crítica (y no solo en la esfera de lo que se dice, sino también en la de lo que se hace). La pervierte la idea romántica del esplendor del Escenario de la Historia sobre el cual interpretamos nuestro papel. Se nos educa para actuar con el pensamiento puesto en los espectadores«. Estudiando las semblanzas de los «grandes intelectuales» de la modernidad comprobamos que rara vez hacen lo que dicen y que casi todo lo que dicen está más pensado para el «Escenario de la Historia» que para su aplicación práctica. Para Popper, la génesis de los totalitarismos se encontraba esencialmente en tres pensadores: Platón, Hegel y Marx; culpables de algunos «vicios» intelectuales todavía vigentes como el historicismo o el irracionalismo subjetivista. De la misma forma, Hugo Ball se remontaba en Crítica de la inteligencia alemana a Lutero y a Kant para explicar un nacionalismo alemán que, más tarde, alumbraría el nacionalsocialismo hitleriano.

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El periodista reconvertido en historiador Paul Johnson explica bien en su extraordinario libro Intelectuales la razón del auge de estos personajes y sus discursos irracionales, acríticos y supuestamente «ilustrados»: «Con el declive del poder eclesiástico durante el siglo XVIII apareció un nuevo tipo de mentor que vino a ocupar el vacío y atraer la atención de la sociedad. El intelectual laico podía ser deísta, escéptico o ateo, pero estaba tan dispuesto a aconsejar a la humanidad sobre el modo en que debería dirigir sus asuntos como cualquier pontífice o pastor. Desde muy pronto, demostró una especial devoción por los intereses de la humanidad y un deber evangélico para que esta avanzara según sus enseñanzas, si bien para la consecución de sus objetivos autoimpuestos se dotó de una aproximación mucho más radical que la de sus predecesores religiosos. No se sentía vinculado a ningún corpus establecido por religión alguna revelada. La sabiduría colectiva del pasado, el legado de la tradición o los códigos preceptivos de la experiencia ancestral podían respetarse mediante una cuidadosa selección o podían descartarse por entero acudiendo al sentido común. Por primera vez en la historia de la humanidad, y paulatinamente con mayor confianza y audacia, el ser humano se atrevió a afirmar que únicamente con sus capacidades individuales podía diagnosticar los males de la sociedad y ponerles remedio. Y más aún, que podía concebir fórmulas mediante las cuales transformar no solo la estructura social sino los hábitos fundamentales del resto de seres humanos. En oposición a sus predecesores eclesiásticos, dejaron de ser siervos e intérpretes de los dioses para convertirse en sustitutos de estos. Su héroe era Prometeo, quien robó el fuego celeste para entregárselo a los hombres«. El dogma al que serían fieles los intelectuales en el futuro sería la «corrección política».

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Los nombres que estudia P. Johnson en su libro resultan bastante elocuentes: Rousseau, Marx, Ibsen, Tolstoi, Hemingway, Brecht, Russell, Sartre, etcétera. A los que, décadas más tarde, el pensador más importante del conservadurismo moderno, el también inglés Roger Scruton, añadiría a Gramsci, Foucault, Hobsbawn, Lacan, Deleuze, Habermas, Said, Zizek o Chomsky. Quizá nadie como el gran Tom Wolfe ha sabido sintetizar la dudosa moralidad de lo “políticamente correcto” y de sus apologetas al afirmar “La llamada corrección política es marxismo desinfectado. Mire esos intelectuales, los supuestamente más cultivados, sometidos a la corrección política, a ese marxismo rococó, porque piensan que no queda bien oponerse a él”. Y sin embargo, la “corrección política ”, la maldita corrección política, es la “hegemonía cultural” —en el sentido gramsciano— de nuestros días.

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