Virginia Montes.
Receq Tayyip Erdogan ha desarrollado una teoría conspirativa –lo propio de mentalidades paranoicas- para explicar la crisis monetaria turca. Ciertamente, el detonante de los últimos hundimientos de la lira ha sido el anuncio de aranceles al aluminio (20%) y el acero (50%) por parte de Donald Trump, pero la economía turca ya tenía una posición de debilidad previa con bajos intereses para favorecer una burbuja inmobiliaria.
Erdogan ha amenazado con buscarse nuevos aliados, lo que ha de entenderse como una disposición a salir de la OTAN, donde hoy en día es un aliado incómodo, y volver su mirada hacia Rusia. Sus relaciones con Vladimir Putin –gaseoducto por medio- son buenas, aunque más allá de lo comercial el neosultán turco, que juega al liderazgo suní, se encontraría yendo de la mano del protector del chíi ismaelita Bashar Al Assad.
La segunda amenaza es su disposición a descartar el dólar en sus transacciones internacionales, aunque esto es un brindis al sol, porque es muy probable que nadie quiere comerciar con una moneda tan volátil como es hoy la lira turca.
La inyección de 6.000 millones de dólares por el Banco Central turco para mantener la lira no ha tenido efectos balsámicos. La lira siguió depreciándose. Pero junto a la respuesta económica, Erdogan ha entrado en un pánico que le ha llevado a exigir que los turcos saquen sus dólares y euros y compren liras –para perder dinero- a amenazar a los empresarios.
Turquía se ha convertido en un lugar del que la inversión extranjera, fundamental, huye. La megalomanía y el fanatismo de Erdogan son dos elementos de inestabilidad. Se ha dedicado a financiar un partido islamista proturco en Holanda y las mezquitas más integristas de Austria. Es un personaje histriónico que no genera confianza. Erdogan es el problema de Turquía y no la solución.