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Primera República (y 3): La conspiración borbónico-canovista: La monarquía de Sagunto

Redacción




Ramón Peralta. Profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense.

La acción de Sagunto supuso el retorno de la Monarquía borbónica con la entronización de Alfonso de Borbón. Pero mucho antes de la jornada del 29 de diciembre venía gestándose la operación restauracionista pretendida por un conglomerado de intereses que vino a organizarse prácticamente en el partido alfonsino. Este partido o grupo político de presión y de poder nace en el momento en que Isabel II abdica en su hijo, el príncipe Alfonso, en junio de 1870. Desde ese momento comienzan las intrigas de la dinastía y de sectores del Ejército con la nítida finalidad de ceñirle la Corona de España pasando por encima del proceso revolucionario-democrático posiblitado por la Gloriosa, que se dirigía hacia la plena nacionalización de los poderes públicos.

Antonio Cánovas del Castillo.

Cánovas asume tardíamente la causa alfonsina, en octubre de 1872, cuando firma un manifiesto inequívoco: «Llegada es la hora que no he querido apresurar por mi parte, aunque la esperase con casi total certidumbre, de que repita lo que durante el periodo de mayor efervescencia revolucionaria me oyeron con calma las Cortes Constituyentes, a saber, «que dentro de mi conciencia no hay más que una sola simpatía y esa simpatía es para el príncipe Alfonso». La respuesta de Isabel II fue inmediata, en una carta enviada a Cánovas el 14 de octubre en la que todavía se manifestaba cierta reticencia sobre la figura de Cánovas sobre el que sentía una clara animadversión. Muy pronto Cánovas ejerce la jefatura del partido alfonsino en el que militan ya, desde comienzos de 1873, destacados jefes militares como los Generales Fernández San Román y Soria Santa Cruz así como el Brigadier de Estado Mayor Domingo Caramés, además de otras personalidades políticas como son los casos de Luis Estrada, Francisco Cárdenas, Manuel Quiroga Vázquez, Saturnino Alvarez Bugallas y Antonio María Fabié, por citar a los miembros del comité que se constituyó para asesorar a Cánovas. Isabel, sin embargo, deseaba otro jefe de la causa pero tras fracasar en su pretensión de atraer al General Serrano a su causa  se vió abocada, en medio de grandes presiones, a conceder a Cánovas plenos poderes en un acto que tuvo lugar el 4 de agosto de 1873 en la residencia parisina de reina depuesta, concesión que aquél aceptó personalmente días después.

Fue en el Ejército donde la causa alfonsina encontró numerosos adeptos, tomando cuerpo progresivamente la idea de un pronunciamiento militar como «acontecimiento decisorio» del proceso restaurador borbónico. El golpe de Pavía el 3 de enero de 1874 fue considerado por muchos alfonsinos el momento clave pero el retraimiento de Cánovas aplazó el mismo. El político malagueño estimaba precipitada la ocasión de la restauración, lo que le granjeó las aceradas críticas de muchos como la del mismo General Martínez Campos que llegó a calificar tal retraimiento de traición a la causa. Pero atento al desarrollo de la República conservadora de Serrano y temeroso también de la posibilidad de la prolongación indefinida de aquel presidencialismo interino, coetáneo del presidencialismo autoritario francés protagonizado por el General Mac Mahon, Cánovas decidió acelerar el proceso restaurador. Así, y aconsejado por él, el príncipe Alfonso firma un manifiesto en los primeros días de diciembre de 1874 respondiendo a las cartas de felicitación recibidas con motivo de su cumpleaños; es el «Manifiesto de Sandhurst», en alusión a la academia militar inglesa en la que se encontraba. Esa carta-manifiesto del príncipe, redactada por Cánovas, se caracteriza por su tono moderado y conciliador, buscando un equilibrio entre el liberalismo político y la tradición monárquica, junto a una clara afirmación confesional que vinculaba la Monarquía a la Iglesia Católica. Alfonso, que se autoproclama como «el único representante del derecho monárquico en España», se define con estudiada polivalencia en los siguientes términos: «Ni dejaré de ser buen español, ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni como hombre del siglo, verdaderamente liberal».

El manifiesto del príncipe Alfonso pretendía actuar como revulsivo entre los miembros del partido alfonsino y muy especialmente entre los militares. A este respecto, el conde de Benalúa relata como la decisión del pronunciamiento se toma los últimos días del año: » Llegó la Nochebuena y una tarde después de la Navidad con secreto y premura llamaron a mi tío (el duque de Sesto), que tuvo una entrevista con un señor que luego supe era (el conde de) Balmaseda (el general Blas Villate y de la Hera, destacado alfonsino), que bajo palabra de honor le confió el propósito suyo y del General Martínez Campos de salir al día siguiente para unirse al general Dabán, que mandaba una brigada del Ejército del Centro».

El ambiente conspirativo creado por los alfonsinos, de cuyas actividades concretas tenía puntual noticia Cánovas, se cerraba en torno a esos últimos días del año de manera que la solución del pronunciamiento era asumida por todos. Pero Cánovas, desde su astucia y prudencia características, desconfiaba de tal acción pues él pretendía otro método restaurador que no fuera el golpe de fuerza, aspirando a la proclamación del rey Alfonso por unas Cortes o por un pleibiscito.12  Sin embargo, Martínez Campos precipitó los acontecimientos cuando, reuniendo a los jefes y oficiales de la brigada mandada por el general Dabán, les comunica su intención inmediata de proclamar a Alfonso XII. El General Jovellar, al mando del Ejército del Centro, se adhiere a los pronunciados. Entonces, Martínez Campos entra en Valencia sin oposición ni alboroto alguno mientras que las guarniciones de Madrid decidían no enfrentarse a los insurrectos para no provocar la división en el seno del Ejército.

General Martínez Campos.

El General Serrano confirmaba en aquellas horas, la noche del 29 al 30 de diciembre, el cúmulo de traiciones y deslealtades alfonsinas de las que ya sospechaba mucho antes. Visto que el Capitán General de Madrid, Primo de Rivera, ni se rebela ni obedece, Serrano, que se encuentra en Tudela al frente de las tropas destinadas a poner fin a la nueva contienda carlista, comunica telegráficamente a Sagasta, jefe de gobierno, su propia defección: «El patriotismo me veda que se hagan tres gobiernos en España». Reunido el gobierno en el Ministerio de la Guerra, el General Primo de Rivera comunica a Sagasta la asociación de la guarnición de Madrid a los insurrectos del Ejército del Centro. Es en ese momento cuando Sagasta pronuncia aquellas dignas palabras que podemos considerar el auténtico epitafio de la I República: » Protesto en nombre del Gobierno y de la Nación Española contra el acto de violencia que aquí tiene lugar (….). El Gobierno, pues, se retira no sin antes protestar enérgicamente contra este acto de violencia, cuya calificación abandona a los hombres honrados de todos los partidos, a la conciencia de la hidalga Nación Española y al juicio severo de la Historia».

Nacía la Monarquía de Sagunto, que restauraba en el trono a la dinastía borbónica y ponía punto final a los años de la Soberanía Nacional, sustituida ahora por la del «rey con las Cortes». Cánovas, el político hábil, marginado del proceso revolucionario iniciado en septiembre de 1868, regresaba a la escena política como el «hombre fuerte», el restaurador de una monarquía que otra vez volvería a equivocarse sobre la escena favorable de un régimen que falseaba esencialmente el sentido del liberalismo español y que, caracterizado por la corrupción, el caciquismo y la «falta de pulso» conduciría finalmente a aquélla a un triste final en abril de 1931.

ULTÍLOGO

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1874 es el año de la República unitaria, postrer fórmula de un periodo revolucionario marcado por el ideario de un liberalismo radical tendente a la nacionalización plena del poder, esto es, el origen popular y electivo de los poderes públicos. La opción firme de la soberanía nacional sin componendas ni transacciones espurias condujo primero a la «Monarquía democrática» de Prim, ensayada con Amadeo de Saboya y, luego, fracasada ésta y por su propia lógica, a la República, federal en 1873 y unitaria en 1874. Patria y Libertad son las voces que sintetizan correctamente los principios e ideales de los hombres que protagonizan el Sexenio. El Grito de Septiembre, ¡Viva España con honra!, culminaba en la proclamación de la República en aquella histórica jornada del 11 de febrero de 1873 en que nacía un nuevo orden, una nueva y legítima institucionalidad nacional cuando una amplia mayoría parlamentaria -258 votos contra 32- suprime el último vestigio activo del Antiguo Régimen, la Monarquía.

Sátira del golpe de estado de Martínez Campos.

En la conciencia de aquellos representantes de la nación en las Cortes estaba presente el fracaso del reciente experimento saboyano así como, y muy principalmente, la permanente intromisión de la Corona en el desarrollo de la España Constitucional. Efectivamente, ya desde los primeros momentos de nuestro ser constitucional, la Monarquía decidió mediatizarlo, determinarlo constantemente en la dirección de sus intereses hasta hacerlo imposible en la práctica, y así es como el liberalismo español encontró en la Corona un obstáculo permanente. Fernando VII, de infausta memoria, lo primero que hace tras retornar a España desde su vergonzoso refugio de Bayona es anular toda la obra de los patriotas que, asumiendo la soberanía nacional a partir de la rebelión de las Juntas Provinciales y luchando contra el invasor hasta su expulsión, sentaba las bases constitucionales de nuestra moderna nacionalidad (Constitución de 1812). Todo su reinado, caracterizado por la arbitrariedad, es un caos político, social y económico en el que late la lucha constante entre absolutismo y liberalismo. Su hija y sucesora, Isabel II, resultaba el «mal menor» para los liberales españoles, sobre todo teniendo en cuenta la alternativa, esto es, el hermano de Fernando, Carlos, que iba a ser la cabeza del movimiento que lleva su nombre, pura reacción absolutista, clerical y antinacional. Pero el apoyo a la causa isabelina tendrá como compensación regia el constante entrometimiento en los poderes constitucionales de la propia reina y de su camarilla, ese esperpéntico mosaico humano compuesto por confesores, monjas, amigotes y amantes, camarilla constituida en verdadero poder ejecutivo. El régimen de corrupción generalizada que, representado por la reina, se enquistaba en el ser constitucional de España, se desplomaría en 1868 con la acción decidida de lo más íntegro de la milicia; Prim, Serrano y Topete, como triunvirato rector apoyado por muchos otros oficiales y ciudadanos, se pronunciaron contra aquel estado de cosas y lanzaron un grito revolucionario y patriótico, Glorioso para el pueblo español, que así adjetivó aquella acción cuando un horizonte de ilusión y esperanza se abría ahora para todos.

El liberalismo español suponía la fuerza propulsora del cambio modernizador de la sociedad, actuando como hace la forma sobre la materia, imprimiendo el moderno carácter «constitucional» sobre el ser nacional. Aquella élite consciente se sentía dotada de la energía necesaria para transformar adecuadamente, ahora sí, la estructura jurídico-política de la sociedad hispana como factor decisivo de un proceso de regeneración colectiva que hiciera de España una nación de ciudadanos libres, próspera, culta y desarrollada situada al frente de la moderna comunidad internacional junto a ese reducido y selecto grupo de naciones occidentales. La Constitución de 1869 refleja el ideario de la nueva dirección política : soberanía nacional, separación efectiva de los poderes del Estado junto a su control y origen popular, la garantía de la personalidad libre concretada en el reconocimiento de los derechos individuales inherentes a la misma, derechos ilegislables, inalienables y absolutos14, y la descentralización concretada en las instituciones locales arraigadas en el tejido social y en nuestra tradición nacional, es decir, Ayuntamientos y Diputaciones como órganos autónomos para la gestión de los propios intereses municipales y provinciales.

El asesinato de Prim, el hombre fuerte de la Revolución de Septiembre, en un complot perfectamente organizado con premeditación y alevosía, desbarató el proyecto de lo que se llamó «Monarquía democrática», en la que el rey, retirado del ejercicio del poder, resulta un mero símbolo integrador y moderador. Cuando tras dos años de triste reinado del candidato de Prim, Amadeo de Saboya, escasamente popular y carente de sólidos y significativos apoyos políticos, abdica, queda entonces el paso franco a la República, República que llega avalada por la legitimidad popular (11 de febrero). Se ha descalificado a esta primera República Española afirmándose que era la obra de un reducido grupo de políticos e intelectuales situados al margen de la realidad del país sociológicamente caracterizado por una mayoría  «clerical y monárquica». Pero no podemos olvidar que un régimen político también y fundamentalmente resulta de la acción decidida de una minoría seleccionada y consciente que, en el caso de la I República, procede plenamente del pueblo español al que representaba constitucional y democráticamente. Podemos afirmar que los gobernantes republicanos españoles, Figueras, Pi y Margall, Salmerón , Castelar y Serrano, fueron los primeros «españoles» propiamente dichos que dirigieron la nación desde los tiempos de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, sucedidos por una larga lista de reyes absolutistas de origen foráneo, ya fueran primero Habsburgos y luego Borbones.

Aquella  República suponía el desarrollo completo del ideario nacional-liberal que caracteriza a nuestro constitucionalismo decimonónico. Evolución inmediata del régimen constitucional de 1869, del que se reivindicaba muy especialmente su Título I relativo a los derechos y libertades, consistía a su vez en su perfeccionamiento nacional-popular, pues se atisba claramente la constitucionalización de unos poderes públicos originados en la elección popular (Gobierno y Cortes Generales), separados y controlados constitucionalmente, un sistema liberado ya de la preocupante presencia del monarca, en puridad totalmente innecesaria ya. Pero fue la aventura federal la que lastró decisivamente el porvenir de la República, al insertar en nuestro decantado ser constitucional una formula político-territorial  incompatible con el mismo, insoportable, siendo como era aquel ser resultado de una antigua tradición representativa e institucional que hacía del todo innecesario el recurso al federalismo. Éste se basa en la consideración previa de un conjunto separado de territorios autónomos, independientes, que deciden llegar a un pacto a través del cual crean un a nueva institucionalidad común. Así sucedió con los Estados Unidos de Norteamérica, trece territorios que eran plenamente autónomos tras conseguir su independencia de la metrópoli británica; entonces, deciden mediante el pacto constitucional (Constitución de 1787) fundar una nueva realidad soberana, el Estado federal, a partir de los Estados federados. Pero la estructura federal en España supone un absurdo conceptual cuando la existencia de un pueblo soberano, el pueblo español, descartaba tal organización en una nación multicentenaria. El error, no sin embargo bien intencionado, de Pi y Margall y otros muchos republicanos, abocaba al caos político-territorial, pues la aplicación estricta del principio federal presuponía, exigía, en puridad, como hemos visto, la soberanía de los distintos entes territoriales que deciden constituir la Federación. El resultado concreto fue la insurrección cantonal o levantamiento violento de muchos municipios de mayoría federal, el ente político-territorial básico, que reclamaban su independencia como «cuestión previa» a todo orden federal nacional. El gobierno autoritario de Castelar se dirigió principalmente a restablecer el orden público, a superar el caos de aquella insurrección motivada desde la  misma coherencia federal pero absolutamente estéril y negativa desde la consideración nacional. Y ésta es la que por la lógica de la supervivencia se impuso con Castelar, ya seriamente desengañado de su federalismo original. Pero la insistencia de los federalistas provocó la caída de Castelar y de nuevo el Ejército salió a escena y antes de aceptar un nuevo gobierno federalista decidió la formación de otro de concentración nacional.

El gobierno de orden dirigido por el General Serrano y apoyado por los principales partidos del régimen constitucional a excepción de los federales, se presenta como la única salida viable de una República atropellada y superada por el «federalismo práctico» de los cantones sublevados, sublevación que va adoptando a menudo un cariz socializante, acompañada además por el levantamiento carlista del norte y por la insurrección de los independentistas cubanos. La reconducción autoritaria del periodo federal-revolucionario era la condición sine qua non para la supervivencia del régimen republicano, de un régimen político que ahora, en 1874, se caracterizaría en buena medida por el ideario programático contenido en el citado manifiesto del Partido Republicano Democrático.

La República Española era plenamente viable cuando en la vecina Francia, verdadero referente político y cultural de la España decimonónica, se consolidaba la III República a partir del intervalo autoritario del Presidente Mac Mahon. Efectivamente, la primera ocasión de una República  Constitucional al hispánico modo fue 1874; una República unitaria, donde el pueblo español, portador de derechos políticos plenos, es el soberano único e indivisible; presidencial, con un Ejecutivo fuerte a partir de la elección popular directa de su jefe dentro de un esquema de separación concreta de los poderes públicos todos de origen popular electivo (sufragio universal); y municipal, esto es, asumiendo el principio de descentralización del poder desde la autonomía efectiva de los municipios, reunidos en la instancia intermedia de las provincias históricas, determinadas por el Decreto de 30 de noviembre de 1833 y, concebidas constitucionalmente como comunidad de municipios.

La República es el punto culminante del proceso constitucional español iniciado en 1808 y dirigido por un liberalismo nacionalizador, y que supone, esencialmente, la superación de la mediatización monárquica, la posibilidad de la libertad personal sin cortapisas espurias con el ejercicio efectivo y en plenitud de los derechos civiles y políticos, la garantía de la propiedad privada en el marco de un régimen de amplia libertad económica y de una descentralización económico-administrativa del poder a partir de la institucionalidad territorial propia de Ayuntamientos y Diputaciones, sólidamente arraigada ya en nuestra sociedad, referente además de la responsabilidad popular en la vida de los mismos.

Pero la posibilidad de aquella República Constitucional, vislumbrada aquel año de 1874, desprestigiada y ninguneada muy a propósito por los beneficiarios de la Restauración, sería eliminada de cuajo por su principal y lógico detractor, la Monarquía borbónica, auxiliada inestimablemente por Antonio Cánovas del Castillo, el gran falseador del liberalismo español y director de esa fantasmagoría política, utilizando las palabras de Ortega y Gasset, en que se convirtió su régimen. De todos modos, durante los largos años de la Restauración muchos de los principios y de las soluciones del Sexenio serían incorporados por los gobiernos turnistas. Pero, con todo ello, el problema esencial quedaría pendiente y la cuestión nacional-republicana volvería a plantearse en medio de una nueva circunstancia al agotarse por completo el crédito del nuevo periodo monárquico.