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José Ferrándiz Lozano o la miseria del PP alicantino

Redacción




Enrique de Diego.

En aquel Abc de Alicante que dirigí -fue toda una referencia y un éxito total de aumento de ventas y publicidad- escribía un tal José Ferrándiz Lozano. Lo hacía en «La Cara del Moro«, sección de opinión que logró notable predicamento. Era y es Ferrándiz un hombre de Blas Gómez Cuartero, alias Blas de Peñas, ese falsario que se hacía pasar por periodista y que usurpó durante tiempo el puesto de Director de Comunicación de la Sindicatura de Agravios, en la que fue colado como administrativo de archivos, de lo que tampoco tiene ni remota idea. Ferrándiz Lozano era un colaborador de relleno, por si alguien enviaba tarde su colaboración, en una sección en la que los puntales eran Pedro Zaragoza, Agatángelo Soler y Miguel Signes, tres figuras. Ferrándiz Lozano nunca decía nada. Sus columnas eran insustanciales, vacuas, melifluas y prescindibles. De estilo romo y garbancero. Nunca dijo nada relevante y nunca con buen estilo.

Ferrándiz Lozano estaba, dentro de la extinta Caja de Ahorros del Mediterráneo, vendida por un euro para vergüenza eterna de Alicante, al frente de la Casa Museo Azorín de Monóvar. Todo muerto egregio produce una caterva de mediocres que viven parasitando de su memoria. Es el caso. Siento veneración por el maestro Azorín por la belleza de su estilo escueto y su rico léxico, su total y obsesivo perfeccionismo, y porque, en los lejanos tiempos de juventud periodística, era una impresión orgullosa entrar en el antiguo Abc de Serrano, 61 y pasar por la vieja redacción, donde se habían conservado impolutas mesas y sillas, y en cuyas decoradas paredes estaban reflejados los nombres de aquellos periodistas legendarios, con especial énfasis en el gran José Martínez Ruiz.

El clan monovero que vive de la inmensa gloria local, ajena, no ha heredado ni la sabiduría, ni el talento, ni el manejo de la pluma del pequeño filósofo. Cultureta de opereta. Nada me sorprende más en este Alicante catatónico, desideratum de los fastos de otrora y de la avariciosa corrupción rampante, que la exultante mediocridad reinante en la «casa de la primavera«, en frase feliz de Wenceslao Fernández Flórez, que explica, si bien no justifica, que una patente nulidad como José Ferrándiz Lozano denigre por una parte el nombre de Azorín -del que ha hecho una insulsa recopilación de sus tiempos parlamentarios- y por otra el de Juan Gil-Albert, presidiendo el organismo que ostenta su nombre, dependiente de la Diputación.

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El Instituto Juan Gil-Albert es hoy la proyección de José Ferrándiz Lozano. Una calamidad. Se consume en su propia inactividad. Nadie sabe en Alicante a qué se dedica ni para qué sirve, al margen de que el clan de Monóvar, en el que el manifasero Rafael Poveda, unas veces neonazi, otras pancatalanista, las más pepero y ahora oteando al sol que más calienta de Ciudadanos, se crea su propia falacia de intelectualidad garrula y paleta. Alicante es hoy un páramo cultural, un yermo.

Tras 25 años de convenio con la Editorial Planeta -compra de los favores de Atresmedia por el cenital pozo de resentimiento Eduardo Zaplana, así pasa la gloria del mundo- y 45.000 euros de dotación, el Premio Azorín no se ha hecho un hueco, ni tan siquiera ha abierto una fisura. Da para una hortera noche de Falla para políticos provincianos y alicortos -o César o nada, del Papa Borgia, dicho que ha devenido, mejor, en césar y nada– que pasa sin pena ni gloria.

Estoy hablando de una provincia señera que ha dado glorias literarias imperecederas como Gabriel Miró, el gran prosista que destila fragancias mediterráneas y aromas de pastel de monjas en su excelsa escritura, Miguel Hernández, el inmenso poeta de la sencillez y el pueblo, de las cebollas de Cox y de la elegía a Ramón Sijé, y ese inconmensurable Azorín, enamorado de la austera y parda Castilla, tierra absoluta de cielo absoluto, con el acompañamiento de otros dos grandes como Rafael Altamira o Juan Gil-Albert. ¿Qué ha quedado de todos ellos en estas generaciones que sestean en la tarde pragmática y dulzona apoltronados en su aurea mediocritas y enfangados en su estéril endogamia? ¿Quién o quiénes, qué figura o qué escuela han cogido el relevo para hacer fructificar todo lo sembrado con tanta brillantez y generosidad? ¿Acaso el recopilador mediocre José Ferrándiz Lozano, corta y pega? ¿Ese Rafael Poveda estudioso de los llibrets de Monóvar? ¿El atocinado Blas de Peñas, mentor de Ferrándiz a lo que se ve, perdido en la nimiedad senecta de su pasión rumana? ¿O el patibulario manchego Pedro Nuño de la Rosa, gorrón espirituoso de restaurantes? ¿Qué escuela de periodismo y literatura ha surgido del diario Información, antes tan franquista y siempre al servicio del poder, que lo reparte, sea el que sea, gratis los jueves?

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Alicante está hundida en la mediocridad y Ferrándiz Lozano es su paradigma. No es su gloria, sino su miseria; la del PP alicantino. La proyección de la mediocridad en la que está atenazado el PP alicantino en su marcha a la deriva hacia los rompientes de la costa, cuando los más avispados oportunistas lo dan por amortizado y cuando la gran contribución de Lozano a la cultura es intentar comprar unos cuantos jueces y fiscales de virtud frágil con un departamento jurídico. El problema del PP ya no es la corrupción, que también -ahí está el dinosaurio santapolero Miguel Zaragoza declarando en los juzgados por perdonar alquileres a un hospital privado del que su hermana cobraba la coima por no hacer nada-, sino la mediocridad, la incapacidad para resistirse a la fatalidad y para plantear un horizonte mínimamente ilusionante; burócratas sin redaños ni textura vital, aspirantes a jubilados, viejos prematuros, miasmas y detritus de épocas gloriosas e infectas.

Si el PP alicantino tuviera, al menos, instinto de supervivencia -el élan de Henri Bergson,  fuerza vital- la primera medida que adoptaría sería destituir a Ferrándiz Lozano y abrir las ventanas de la Gil-Albert a la gente sedienta de cultura.