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El buen salvaje socialdemócrata

Redacción




Pedro Sánchez. /Foto: ideal.es.

Luis Bru

Convencido de la pureza de sus intenciones, ilusionado con la moralización de la vida social, el socialdemócrata suele ser reacio a la autocritica y corto de miras para la realidad. Dado que su objetivo es transformarla, los fracasos en la gestión no suelen traducirse en un cambio de política sino en su intensificación.

Chasqueado permanentemente por la ley de los “efectos perversos” que obtiene las consecuencias contrarias a las buenas intenciones, el buen salvaje socialdemócrata cree que esos efectos negativos son fruto o de no ha hecho todos los esfuerzos necesarios –porque el socialismo suele pertenecer más al mundo de la voluntad que al de la razón- o de que existen en la sociedad fuerzas que se resisten al cambio. Por tanto de hace preciso un mayor esfuerzo personal y una mayor intervención del Estado. Si aumentando la presión fiscal se produce un incremento de la “economía sumergida” y se obtiene una menor recaudación, la solución del buen salvaje socialdemócrata será extender la inspección fiscal para combatir el fraude y aumentar la presión fiscal. Cuando ambas medidas incrementen los males, la respuesta será la misma, porque la socialdemocracia procede de la progenie del despotismo y suele tender al totalitarismo. Es, como ha dicho Ralf Dahrendorf, un totalitarismo light.

El socialismo también es ineficaz para obtener la paz social, que se constituye en uno de sus objetivos preferentes. En primer lugar es coactivo respecto a los individuos. Es decir, hace violencia frente a la función empresarial y la iniciativa. Su misión y su justificación es redistributiva: quitar a unos para dar a otros. Por tanto en esencia es violenta y establece un principio de confrontación. Nada nos permite asegurar que a quien se le quita considere que no es justo ni tampoco que quien recibe se muestre satisfecho con la justicia del reparto. Unos pueden considerar que se establece una penalización del esfuerzo personal, y otros que la injusticia se mantiene. La convivencia social se establece como una presión hacia el Estado que redistribuye, para que modere su expoliación o para que incremente sus prebendas. La visión estática de la riqueza que es inherente al socialismo hace que se difunda una psicología según la cual el mayor trozo de tarta de algunos se traduce en una ración más exigua para los demás. Se generaliza así el “síndrome del agravio” que enfrenta a unos grupos con otros, a unas ciudades con otras y a unas regiones con las de al lado.