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Blas Gómez Cuartero, mediocridad y traición compulsiva de un don nadie caído

Redacción




Blas de Peñas, en tiempos mejores. /Foto: elplural.com.
Blas de Peñas, en tiempos mejores. /Foto: elplural.com.

Ángeles Mirón

Érase una vez, como empiezan los cuentos de hadas, pero en este caso es el cuento de una pesadilla y un daño gratuito infringido por un mediocre, a la par que traidor compulsivo, llamado Blas Gómez Cuartero, alias Blas de Peñas.

No se le conoce artículo alguno interesante. No se le conoce libro alguno. Ni talento alguno. Ni gracia alguna en la destreza y el manejo de la pluma. Algunos lo consideran abyecto y vomitivo, a mí me da pena, no tiene altura. Por aquel entonces cuando lo conocí, era ya un viejo prematuro, calvo y con una barrigota grotesca, ceñida por unos jerseys lacoste que más bien parecieran prestados.

Mi esposo acababa de ficharlo porque Blas se encontraba en un estado de penuria económica muy notable, con varios hijos, y una mujer con muchas ínfulas, aunque con poca clase y ramplona de linaje y de pedigree. Yo le sugerí que no lo contratase, que le iba a traicionar y que la gente con la que se rodeaba no era agua clara.

Un démi monde alicantino, todos queriendo aparentar lo que no eran. Él me desoyó y las consecuencias para mi familia fueron funestas. Desde que entró a dicho trabajo su única motivación fue la de conspirar contra el talento; un mediocre que ni siquiera tenía estudios ni de bachillerato metido, con abrumador intrusismo, a presidente de la Asociación de la Prensa y vendiendo a todo el mundo que en breve ocuparía el puesto de su jefe.

En ese ir y venir de su culo, porque lo meneaba de un lado para otro con mucha soltura, se fue haciendo con toda la cartera del PP alicantino y del trabajo de los demás, hasta el punto que copiaba el otrosí que como coletilla era obra y estilo periodístico de mi esposo.

En aquella época, yo tenía por los 27 años, estaba recién casada y tenía un hijo de corta edad, que necesitaba mucho a su padre. Él fue tejiendo una manta de mentiras, de trapisondas, de enredos, incluso haciéndome participar a mí, que vivía ajena a todo ese mundo suyo de mierda, cuando consiguió su objetivo, que no era por él solamente, sino porque la mediocridad ascendía a otros como el alcohólico nada anónimo, Joaquín Vila.

Entonces, como hacen las malas personas de baja estofa fue por mí, en la carta que escribió a ABC, arremetió contra mí, sin motivo. Una persona que jamás iba a un acto público. Que yo lo que quería era figurar, que lo que pretendía es que Zaplana me colocara en el Consejo Valenciano de la Cultura.

Todo una ideación de un demente, con unas ganas de hacer daño y de prosperar pisando a los otros, proyectando su miserable esencia vital.

Una mañana de domingo, hacia las nueve, recibí una llamada de un alma caritativa, porque siempre hay alguna, como siempre habrá alguna que le hará llegar lo que más que un artículo es una defensa mía, personal, dejando reposar la ira muchos años, diciendo que escribía en Abc –del que nunca fue delegado- contra mí de que yo había rogado a Zaplana un puesto preeminente en la Administración de cultura valenciana. Ya había conseguido lo que quería, ya no tenía a un jefe brillante e inteligente que le hiciera sombra, ahora ¿por qué quería obsesivamente mi destrucción? ¿no estaría proyectándose él que buscaba un puesto importante para sus hijas, nada brillantes ni preparadas, según diversas fuentes, a las que tiene colocadas en el Ayuntamiento de Alicante, con cargo al contribuyente? Y más valiera que los políticos fueran pensando en ponerlas de patitas en la calle, ahora que Blas de Peñas no es nadie.

Recuerdo que un día, abrumada por problemas, subí a la última planta de El Corte Inglés a tomarme un té y allí encontré a Blas de Peñas sentado en una mesita, gordo como un tudesco, colorado, y con una vieja fealdad, mientras un camarero se deshacía en elogios con él, con un servilismo en estos tiempos de la restauración fuera de lo normal. “Don Blas. ¿ha comido usted bien? Don Blas, ¿quiere una copita?” Dios sabe bien que tuve que contenerme por no ir a la mesa donde se sentaba ese infame y soltarle dos frescas hasta que se le cayera el peluquín.

Pero la vida ya se ha encargado de darle su merecido, de ponerle en su sitio, y darme a mí la satisfacción de ver pasar el cadáver de tan vil enemigo. El otro día, otra alma caritativa me contó que andaba atontado, con la mirada perdida, por los Juzgados de lo Social, desorientado y llevado de la mano de su esposa, que le ha perdonado su sórdida y cutre afición por Rumanía, que le ha hecho arrastrarse hasta el abandono, porque estos personajes malvados y prepotentes –con ánimo de describir- cuando pierden el podercillo, ya son menos que nada. El que es el hazmerreír de Alicante es él, al que nadie saluda ni tiene en cuenta. Así pasa la gloria del mundillo alicantino.