
Miguel Sempere.
El Temple –la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, como se denominó, fundada por Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer en 1118 y aprobada en 1128 en el Concilio de Troyes- tuvo una importancia capital en la historia de España, tanto por su contribución a la Reconquista, como por haber abierto la vía por la que transitaron las órdenes hispánicas de Santiago, Calatrava, Alcántara y Alfambra.
Los templarios tuvieron dos frentes de combate: Jerusalén y los Santos Lugares y la península ibérica. De hecho, su primer acto de armas del que queda constancia escrita se produce en Portugal. Fue en septiembre de 1132, viviendo aún el fundador, cuando “vinieron y resistieron a fuerza de armas en Grayana y en la Marcha para defensa de los cristianos” y por ese hecho los templarios Roberto el Senescal y Hugo Rigaud recibieron de manos del conde Ermengardo de Urgell el castillo de Barbará.
Los templarios fueron muy fuertes y activos en Portugal y Aragón, que tuvieron dentro del Temple la consideración de provincias. En Aragón tuvieron fortalezas inexpugnables defendiendo la frontera, como Monzón, Montealegre y Miravet. El Ebro fue un río templario, como frontera natural. También hicieron una contribución fundamental al haber sido los formadores de Jaume I el conqueridor en la fortaleza de Monzón, imprimiendo en su carácter un claro espíritu templario, que se manifestó en las conquistas del Reino de Valencia y las Islas Baleares, donde los templarios, junto a su antiguo pupilo, dieron muestras de su viril heroísmo. Aunque eso es otra historia para contar.
En Castilla redujeron su influencia cuando ante la amenaza de los almohades devolvieron al rey la fortaleza de Calatrava por entender que no tenían capacidad para defenderla. A raíz de ello, surgió la Orden de Calatrava. Pero esa es también otra historia.
Los reinos cristianos valoraron mucho la contribución guerrera de los templarios y se negaron a condenarles cuando el rey de Francia, Felipe el Hermoso y el Papa Clemente V se ensañaron, por avaricia, con crueldad inaudita con la benemérita Orden. Una de las páginas más negras de la historia. En Aragón se tomaron por asedio las fortalezas templarias y con los bienes del Temple se puso en marcha la nueva Orden de Montesa.
La fundación del Temple por nueve caballeros que hicieron en Jerusalén los votos monásticos más el caballeresco de defender a los peregrinos fue un cambio revolucionario, pues los monjes tenían prohibido portar armas. Surgen en el contexto de las Cruzadas, tras la primera exitosa de Godofredo de Bouillon, cuando la Cristiandad, impelida por el Papa Urbano II, contesta a la agresión de los turcos selyúcidas, una tribu asiática convertida al islam que adopta una posición integrista.
Los cruzados se volvían a casa, después de su epopeya, pero algunos deciden dedicar su vida, con inmensa piedad, a la empresa. Ese es el espíritu fundacional de los monjes-guerreros.
El Temple fue una unidad de élite, en la que la obediencia monástica se lleva a la disciplina militar, que ha inspirado a otras muchas. De su preparación da idea el que se considera que cada uno de sus guerreros era equivalente a diez de cualquier otro ejército. En Ascalón entran por la brecha, cincuenta templarios. Hay cargas de varios centenares. No pagaban rescate si eran hechos prisioneros. Y los musulmanes los mataban de inmediato, como hizo Saladino tras la batalla de los Cuernos de Hattin, hecho convenientemente ocultado por Ridley Scott en El reino de los cielos.
No sólo lucharon en tierra, también tuvieron una Marina poderosa y se supone que el uniforme blanco de muchas Armadas es herencia del hábito templario. El más famoso de sus marinos, Roger de Flor, también estuvo relacionado con España, como adalid de los almogávares en Bizancio. Pero esa, desde luego, es toda una epopeya.
Los templarios van a recibir el espaldarazo de la gran figura de la primera mitad del siglo XII, San Bernardo de Claraval. Del celo de San Bernardo da cuenta el hecho de que cuando decide ingresar en el Císter, se lleva consigo otras treinta vocaciones de amigos, sus cinco hermanos y su padre.
San Bernardo escribe su Laudatio: Liber al milites Templi de laude novae militae, el Elogio de la nueva milicia, donde se contiene la espiritualidad templaria.
“Corrió por todo el mundo la noticia de que no ha mucho nació una nueva milicia precisamente en la misma tierra que un día visitó el Sol que nace de lo alto, haciéndose visible en la carne”.
Aspira “esta milicia a exterminar ahora a los hijos de la infidelidad en sus satélites actuales, para dispersarlos con la violencia de su arrojo y liberar también a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David su siervo”.
“Es nueva esta milicia. Jamás se conoció otra igual, porque lucha sin descanso combatiendo a la vez en un doble frente: contra los hombres de carne y hueso y contra las fuerzas espirituales del mal. Enfrentarse sólo con las armas a un enemigo poderoso, a mí no me parece tan original ni admirable. Tampoco tiene nada extraordinario –aunque no deja de ser laudable- presentar batalla al mal y al diablo con la firmeza de la fe; así vemos por todo el mundo a muchos monjes que lo hacen por este medio. Pero que una misma persona se ciña la espada, valiente, y sobresalga por la nobleza de su lucha espiritual, esto sí que es para admirarlo como algo totalmente insólito”.
“El soldado que reviste su cuerpo con la armadura de acero y su espíritu con la coraza de la fe, ése es el verdadero valiente y puede luchar seguro en todo trance. Defendiéndose con esa doble armadura, no puede temer ni a los hombres ni a los demonios. Porque no se espanta ante la muerte el que la desea. Viva o muera, nada puede intimidarle a quien su vida es Cristo y su muerte una ganancia. Lucha generosamente y sin la menor zozobra por Cristo; pero también es verdad que desea morir y estar con Cristo porque le parece mejor”.
“Los soldados de Cristo combaten confiados en las batallas del Señor, sin temor alguno a pecar por ponerse en peligro de muerte y por matar al enemigo. Para ellos, morir o matar por Cristo no implica criminalidad alguna y reporta una gran gloria. Además, consiguen dos cosas: muriendo sirven a Cristo y matando, Cristo mismo se les entrega como premio, Él acepta gustosamente como una venganza la muerte del enemigo y más gustosamente aún se da como consuelo al soldado que muere por su causa. Es decir, el soldado de Cristo mata con seguridad de conciencia y muere con mayor seguridad aún (…) No peca como homicida, sino –diría yo- como malicida, el que mata al pecador para defender a los buenos (…) No es que necesariamente debamos matar a los paganos si hay otros medios para detener sus ofensivas y reprimir su violenta opresión sobre los fieles. Pero en las actuales circunstancias es preferible su muerte, para que no pese el cetro de los malvados sobre el lote de los justos, no sea que los justos extiendan su mano a la maldad”.
“Cuidan mucho de llevar caballos fuertes y ligeros, pero no les preocupa el color de su pelo ni sus ricos aparejos. Van pensando en el combate, no en el lujo; anhelan la victoria, no la gloria; desean más ser temidos que admirados; nunca van en tropel, alocadamente, como precipitados por su ligereza, sino cada cual en su puesto, perfectamente organizados para la batalla”.
“Pero lo más consolador y extraordinario es que, entre tantísimos como allí se marchan, son muy pocos los que antes no hayan sido unos malvados e impíos; ladrones y sacrílegos, homicidas, perjuros y adúlteros. Por eso, su marcha acarrea de hecho dos grandes bienes y es doble también la satisfacción que provocan: a los suyos, por su partida; a los de aquellas regiones, por su llegada para socorrerlos. Es una ventaja para todos: para unos, porque los defienden; para los otros, porque se libran de ellos”.

Tras estos extractos de la Laudatio –que termina con reflexiones espirituales sobre cada uno de los Santos Lugares-, sólo dos pinceladas de unos hombres que velaban al Santísimo antes de la batalla. Cuando entraban en combate, lo hacían recitando el Salmo 2, que empieza: “¿Por qué se amotinan las gentes y los pueblos trazan planes vanos?”. Y en los días de victoria, sobre el campo de batalla regado por la sangre de los hermanos –“un hermano ayudado por el hermano es como una ciudad amurallada”, dice la Biblia-, rodilla en tierra, rezaban con humildad:
Non nobis, Domine, non nobis, sed Nominem tuo da gloriam.
No a nosotros, Señor, sino a tu Nombre da la gloria.