Guillermo Mas.
A nivel cultural, la génesis de la Ingeniería Social se encuentra en el “Mayo del 68” parisino. En líneas generales trasladaron la teoría de la lucha de clases y de superestructuras económicas al ámbito de lo sexual introduciendo en ello el estudio del subconsciente como determinante de la voluntad: el hombre como “ser deseante”. Al tiempo, determinaron que esa misma voluntad ingobernable a la par que incontestable lo determina todo, por encima del sexo biológico o del derecho natural. Con ello implantaron una auténtica “revolución antropológica” encuadrada en una “cultura de la muerte” cuyo fin es “la negación de la condición humana” en la que “el hombre sin atributos” musiliano puede auto-configurarse seleccionando sus propios complementos como si de un objeto más del mercado se tratara. Lo ha explicado muy bien Adriano Erriguel en su libro Pensar lo que más les duele (2019): “Mayo del 68 inauguró una época inédita: la transgresión como dogma y la nueva rebeldía como nueva ortodoxia. Una rebelocracia que exalta sus propias contradicciones, las comercializa y las fagocita. Mercado global, domesticación festivista y educación para el consumo: los signos definitorios de nuestra época. En ese sentido, mayo de 1968 fue una revolución para acabar con todas las revoluciones”.
La tragedia consiste en haber dejado atrás la lucha colectiva, de clases, que pugnaba por unas condiciones laborales y sociales mejores, a cambio de una lucha individual en la que cada uno debe escoger aquella superestructura que atente contra su psique y sus sentimientos (emotivismo). En otras palabras, pasaron de lo económico a lo cultural, razón por la que muchos representantes de la llamada «derecha alternativa» usan el término de “marxismo cultural” para referirse a ellos, aunque el propio Adriano Erriguel rechace dicha etiqueta. Añade Erriguel que tampoco es un pensamiento con signo político definido: “Conviene tenerlo claro: el legado ideológico de 1968, lejos de cualquier contenido subversivo es hoy transversal a la derecha y a la izquierda; por eso parece difícil que la izquierda pueda patrimonializarlo, o que pueda circunscribirlo a su particular acervo sentimental. El legado de 1968 es el sistema. Sus valores informan la totalidad del espacio público y delimitan los contornos del debate legítimo, de forma que todo lo que quede fuera de esos límites cae en el terreno maldito de la reacción, del populismo o de las fobias. Para entenderlo basta con observar la evolución de la derecha occidental durante las últimas décadas, caracterizada por una interiorización progresiva de los valores de 1968 como conquista irrenunciable del género humano”.
Como escribieron Engels y Marx, los autores del Manifiesto del Partido Comunista (1848), “Todo lo sólido se desvanece en el aire. Todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”. Lo que vino después fue una época que, en palabras de Nietzsche, se encuentra desorientada, desamparada y desasosegada: “¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No vamos como errantes a través de una nada infinita? ¿No nos persigue el vacío con su aliento? ¿No hace más frío? ¿No veis oscurecer, cada vez más, cada vez más? ¿No es necesario encender linternas en pleno mediodía? ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿Nada olfateamos aún de la descomposición divina? ¡También los dioses se descomponen! ¡Dios ha muerto y nosotros somos quienes lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaremos, nosotros, asesinos entre los asesinos? Lo que el mundo poseía de más sagrado y poderoso se ha desangrado bajo nuestro cuchillo. ¿Quién borrará de nosotros esa sangre? ¿Qué agua podrá purificarnos? ¿Qué expiaciones, qué juegos nos veremos forzados a inventar? ¿No es excesiva para nosotros la grandeza de este acto? ¿No estamos forzados a convertirnos en dioses, al menos para parecer dignos de los dioses? No hubo en el mundo acto más grandioso y las futuras generaciones serán, por este acto, parte de una historia más alta de lo que hasta el presente fue la historia” (La gaya ciencia, 1882).
Las consecuencias de esa “transvaloración de todos los valores” las vio el sociólogo Zygmunt Bauman con una lucidez extrema: “En resumidas cuentas, la vida líquida es una vida precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante. Las más acuciantes y persistentes preocupaciones que perturban esa vida son las que resultan del temor a que nos someten desprevenidos, a que no podamos seguir el ritmo de unos acontecimientos que se mueven con gran rapidez, a que nos quedemos rezagados, a no percatarnos de las fechas de caducidad, a que tengamos que cargar con bienes que ya no nos resultan deseables, a que pasemos por alto cuándo es necesario que cambiemos de enfoque si no queremos sobrepasar un punto sin retorno”. Y la pregunta es, ¿lo hemos pasado ya? ¿Acaso nuestros enemigos han tomado el control de forma irrevocable? Intentaremos responder a esa cuestión y a otras similares en los próximos artículos de esta serie.