Enrique de Diego.
Permítame, Señoría, que le muestre mi respeto y mi admiración. Su voto particular es un monumento de pericia jurídica, de amor apasionado al Derecho, de ejercicio de racionalidad e insobornable honradez. Debería ser texto obligatorio en todas las facultades de Derecho. Es, sobre todo, una brillante y esplendorosa –con ese esplendor de la verdad- defensa de la presunción de inocencia y, por eso, Señoría, Ricardo Javier González, en lo que toca, se lo agradezco infinito en el corazón.
Me viene a la mente la escena bíblica en la que Yahve, en diálogo, con Lot está dispuesto a salvar la ciudad del justo castigo si en ella se encuentra, al menos, un hombre justo. Estamos de enhorabuena porque España tiene un justo, un hombre justo que es usted, Señoría.

Le hubiera sido fácil unir su voto a la fabulación de los otros dos magistrados. Eso le hubiera evitado complicaciones o bajonazos tan ruines y rastreros como el del ministro de Justicia, Rafael Catalá. ¡Dónde hay Ministerio de Justicia es que no hay división de poderes! También le hubiera sacado a usted del punto de mira de las histéricas linchadoras que, antes creíamos sus monsergas de que eran amantes del diálogo. Sí, claro, mientras no las llevas la contraria, entonces se ponen la careta del coronel Lynch y vociferan como fieras ansiosas de sangre.
Pero ha tenido usted, Señoría, el valor y la decencia de defender la verdad de los hechos y el civilizatorio y sacrosanto principio de la presunción de inocencia. ¿Qué es una sociedad sin presunción de inocencia para sus miembros? Un campo de exterminio con una justicia inquisitorial y prostituida.
Es ya tremendo que dos magistrados hayan llegado al desafuero, al desprecio del Derecho de condenar por un delito que ninguna de las partes pidió y del que los acusados no pudieron defenderse. Pero es que no ha habido delito alguno, como usted demuestra con lógica demoledora. Si todas sus sentencias son de esta ejemplaridad deslumbrante tómese el tiempo que precise. La Patria tiene una deuda inmensa contraída con usted, porque nos ha prestado a todos un gran servicio. Animo a todos a leer con unción reverencial ese magnífico voto particular, ese monumento del Derecho, que honra al sentido universal de lo que es justo.
La verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero. Usted, Señoría, es Agamenón; Rafael Catalá, al parecer, ha sentado plaza de porquero.
Gracias, de corazón, Señoría. Es usted un justo.