El reciente apagón que sumió a España en la oscuridad no fue un accidente imprevisto, sino el resultado predecible de una transición energética mal planificada y de decisiones políticas que priorizaron lo ideológico sobre lo práctico. Según los datos disponibles, esa mañana a las 10:30 se detectaron oscilaciones críticas en la red eléctrica. Las centrales nucleares, alertadas del problema, informaron de un «exceso de generación renovable» que desestabilizó el sistema. A las 12:30, las oscilaciones se intensificaron, afectando especialmente a los reactivos —término técnico que solo conocen los expertos en energía eléctrica— y, como medida de emergencia, se procedió a la amortiguación de los grupos nucleares parados. Concretamente, Almaraz, que tenía un grupo al 70% y otro completamente parado, se vio obligada a desconectarse, lo que llevó al colapso total del sistema.
Las consecuencias fueron devastadoras. Las placas solares, que hoy operaban al 80% durante el apagón, introdujeron oscilaciones adicionales que, al desincronizarse de la red, agravaron la situación y provocaron un «suministro de golpe» que el sistema no pudo soportar. Este fallo en cascada evidenció una verdad incómoda: la red eléctrica española no está preparada para depender tanto de fuentes renovables sin un respaldo robusto. La falta de generadores síncronos, como las nucleares o las térmicas, que estabilizan el sistema, es el núcleo del problema. Sin ellos, las renovables, por su naturaleza intermitente, no pueden garantizar la estabilidad necesaria para un país que necesita energía constante.
El apagón no solo dejó a millones sin luz, sino que expuso las carencias de una transición energética que se ha vendido como un éxito, pero que en realidad es un castillo de naipes. Pedro Sánchez podrá culpar a las renovables —aunque, como se señala, el problema no es su diseño, sino la falta de un sistema de soporte adecuado—, pero la responsabilidad última recae en un programa político que ha desmantelado fuentes de energía estables sin asegurar una alternativa viable. Mientras tanto, hospitales, hogares y negocios sufrieron las consecuencias de un sistema que colapsó porque quienes toman decisiones prefirieron titulares verdes a infraestructuras sólidas.
Este apagón debe ser un punto de inflexión. España necesita un análisis serio y detallado de su red eléctrica, una inversión real en estabilización y, sobre todo, un enfoque que deje de lado las promesas vacías y priorice la seguridad energética. Porque cuando la luz se apaga, no bastan las excusas: hace falta un sistema que funcione.