Enrique de Diego.
De todas las maravillas que atesora Segovia, mi preferida es el Monasterio de Santa María del Parral, imponente a orillas del Eresma, vega feraz regada por mil manantiales. No en vano dice el dicho popular ancestral que de «los huertos de El Parral, paraíso terrenal».
Hablar de El Parral es hablar de la Orden Jerónima, españolísima, que lo fue todo en la historia de España durante cinco siglos hasta que llegó garbancera e inmisericorde la exclaustración del torpe masonazo de Mendizábal. Durante un siglo estuvo deshabitado del rezo de los monjes, de su cuidada liturgia, desposeído de sus maravillosas obras de arte, como el Jan Van Eyck, «La fuente de la gracia» o «el triunfo de la Iglesia sobre la Sinagoga», ahora en el Museo del Prado.
Hoy aún los monjes jerónimos elevan sus catos gregorianos con el Monasterio de El Parral como último reducto del hábito blanco y pardo de paño grueso o vil, abandonado el Monasterio de Yuste. Aquellos monjes que renunciaron por humildad colectiva a la canonización de sus miembros, que dicen la Misa del Alba por el alma de Enrique IV, que escucharon de Isabel la Católica la confesión sacramental, acompañaron a Carlos V en su retiro de Yuste y recogieron de manos de Felipe II su sueño de Imperio católico.

El 15 de octubre de 1373 Pedro Fernández de Pecha, un antiguo cortesano de alto rango en los reinados de Alfonso XI, Pedro I y Enrique II, que había sentido la llamada de Dios a vivir en intimidad con él, adorándole en el Santo Sacrificio de la Misa, recibió la bula Salvatoris humani generis de manos del Papa Gregorio XI. La casa madre quedó erigida en San Bartolomé de Lupiana, en tierras cerca de Guadalajara. Ahora el antiguo monasterio grandioso desfallece medio en ruinas, aunque conserva su magnífico atrio renacentista, que a falta de monjes rezando y paseando, se dedica a ruidosas celebraciones de bodas.
Los jerónimos eran muy buenos administradores, buenos ganaderos, magníficos arquitectos y hombres doctos. San Pedro Abanto, más allá de Nuestra Señora de la Fuencisla, era una dependencia monacal dedicada a las labores del campo. Porque en la Regla Jerónima, «expresión de pobreza es que la Comunidad viva del propio trabajo. No solo es medio normal para subvenir nuestras necesidades sino que también ayuda a conservar el equilibro interior». Tres jerónimos fueron nombrados virreyes por el Emperador Carlos, cuando quiso poner orden en las Indias, porque se entendía de su honestidad en la gestión.
En 1477 se empieza a edificar el Monasterio de El Parral por iniciativa de Enrique IV. En el altar mayor están los sepulcros de Juan de Pacheco, marqués de Villena, y de su esposa María de Portocarrero. El impresionante catafalco para el enterramiento de ambos y sus vicisitudes está prolijamente narrado en mi novela histórica «El último rabino». Una placa aledaña al Monasterio se hace eco de la leyenda de que habiendo quedado a batirse en duelo con otro, al aparecer éste acompañado de dos, se le ocurrió al marqués la treta de decir que si el que me lo tiene prometido me cumple su palabra seremos dos para dos. Y ante el desconcierto, el marqués dio cuenta de los tres.
El juego de luces de la nave central, desde la oscuridad al esplendor del retablo y el altar mayor está al servicio del máximo decoro del Santo Sacrificio del Altar. Al ara se subía por siete peldaños y cuando se alzaba la Sagrada Forma los rayos del sol se reflejaban en ella a través de las ventanas de alabastro. Con esta maravilla acabaron los cambios ulteriores al Concilio Vaticano II.
Aquí estuvo Fray Hernando de Talavera, según la costumbre de la Orden de tomar por apellido el lugar de origen del fraile, confesor de Isabel la Católica, prior del Convento del Prado, en Valladolid, quien la hizo ponerse de rodillas porque este es el Tribunal de Dios y aquí cumplía el fraile sus funciones.
El Parral fue testigo del agitado reinado de Enrique IV, que dejó en su testamento que los monjes ofrecerían por la salvación de su alma la primera Misa del día. Dotó al Monasterio con la reliquia de la espina dorsal de Santo Tomás de Aquino.
La capilla del Descendimiento, que se llama también capilla del Crucifijo o del Calvario, perteneció a la familia Coronel-Solís. La fundó Abraham Seneor que adoptó el nombre cristiano de Hernán Pérez Coronel, fue el judío más importante de Castilla en tiempos de Isabel la Católica. Muchos de los familiares están enterrados en esta capilla. Entre otros, Pablo Coronel y María Coronel, segunda esposa de Juan Bravo.