Ignacio Fernández Candela.
España conserva, a pesar de las apariencias, su fiereza frente al enemigo. En tanto parece aletargada pero le basta un revulsivo moral, un puntual acontecimiento que agote la paciencia, para sacar las garras.
Mientras las majaderías de este desgobierno criminal tienen inaudita continuidad, sin la desobediencia civil que debería organizarse careciendo de fisuras ideológicas, los ciudadanos se adaptan esquivando las normas, cuando no las leyes, con predisposición de supervivencia. Son muchos los que encuentran moralmente necesario prescindir de obligaciones impuestas por un conjunto delictivo que ha secuestrado el Gobierno de España. Solo tienen que observar el circo de simios que se han apoderado de los ministerios, para comprender que desobedecer se convierte en un deber civil a falta de una asonada popular que los arranque a patadas electorales de las poltronas. Aunque ni siquiera existen garantías democráticas con estos delincuentes que han intoxicado todas las instituciones. De mal en peor, no existe gobierno más nefasto en Europa ni santa e indigna paciencia que la del español del siglo XXI. ¿Hasta cuándo?
Cuesta creer que tan dilatada carrera diabólica de estos miserables de Satanás no vaya a devengarles consecuencias. No se contempla la impunidad para tanta malignidad. Así se me da a entender cuando hablo con los colectivos perjudicados por el arbitrario desorden social y político que trajo el fraude Sánchez, con visos de estafa propios de la delincuencia común. Lo llaman genocida, asesino, ladrón, estafador, mentiroso, traidor… lo de «hijoputa» puede darlo por hecho cuando exhibe su caradura en público; según la gente harta, todo apelativo es válido por sus inacabables siembras de cizaña y extensible a la piara que hocica en el mismo lodazal socialcomunista. No son pocos los que aplicarían en extremo la excepcionalidad de las leyes considerando la radical situación de desgobierno, responsable incluso del genocidio que mató a nuestros seres queridos, por decenas de miles.
De modo pacífico todavía, se oye un unísono rechinar de dientes si bien la desesperación irá impulsando el resentimiento hacia La Moncloa, ubicación del mal representado por el doctor cum fraude acompañado por una mesnada de carroñeros que fuerzan una crisis económica, basada en la exterminación del Estado de bienestar y la clase media que meritoriamente durante décadas lo hizo posible. A tenor de cómo son recibidos allá donde van estos farsantes, pronto los servicios de seguridad se las tendrán que ver con la severa ira de los honrados ciudadanos arruinados por el tiránico desdén de unos forajidos, vulgares estafadores políticos, a los que puede estallarles una revolución social que bulle incipientemente en las calles. La gente no disimula el hartazgo con la tragedia para además aguantar la chulesca actitud de unos miserables, retratos de la bajeza más vulgar, que son cada día menos soportables cuando atentan a propósito contra la seguridad vital y las economías de millones de personas conscientes de los daños irreparables que les han causado.