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Gotas de Rocío, el vino de la cuna de Castilla

Redacción




Redacción.

Empieza el viajero su periplo recalando en el Restaurante Abadengo (947 206 306), en Burgos, preparándose para la visita a esa maravilla de arte e historia del Monasterio de las Huelgas. Se trata de un restaurante cuyo objetivo declarado es conseguir que desee regresar quien traspone sus puertas y se sienta a comer, beber o conversar en un ambiente acogedor. Las especialidades son ensaladas, tostas, de las que hay doce variedades y chuletón. Los jueves, en el menú del día, una excelencia culinaria: cocido castellano.

Satisfecha la andorga, se yergue varado en la historia el Monasterio que fue corte del gran rey castellano Alfonso VIII y la reina Leonor de Plantagenet, digna hija de la belleza de su madre, Leonor de Aquitania, la más hermosa mujer del Medievo, amada y esposa de dos reyes, de Francia e Inglaterra, madre de Ricardo Corazón de León. Por aquí vino Leonor de Aquitanía buscando esposa para el delfín de Francia y se llevó a su nieta Blanca de Castilla, que sería gran regente de los franceses y madre de San Luis.

Desde aquí salieron las mesnadas de los Monteros de Espinosa, las huestes del obispo de Burgos, quien moriría en la batalla, los nobles y las órdenes militares para marchar hacia un horizonte lejano, pasado Despeñaperros para la gran epopeya de Las Navas de Tolosa que decidiría el reino de dos mundos y que pondría dique a la marea integrista almohade y abriría las montaraces puertas de Andalucía a la reconquista. El último episodio del combate fue la carga de tres reyes –Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra– contra el palenque del Miramamolín.

Resulta difícil no emocionarse ante el descanso eterno de Alfonso y Leonor, la esposa que, herida de dolor, lo siguió al postrer viaje. Por aquí aún resuenan los pasos resueltos del arzobispo de Toledo, don Rodrigo Ximénez de Rada, del de Palencia, don Tello Tellez de Meneses, impulsor  del Studium Generale de Palencia, la primera Universidad de España, y con sus bellos atavíos, de los miembros de las grandes casas de la época, los orgullosos Lara, los altivos Fernández de Castro, los Suero de Meneses.

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Las Claustrillas.

El sosiego silencioso de hoy engaña. Hay arreos de batalla, flamear de enseñas, destellos de lorigas y espadas y llegan armónicos cantos de juglares desde las Claustrillas, porque la Corte de Castilla es la de los juglares, favorecidos por la Reina, que llegan desde Provenza, el Languedoc y Aquitania, y desgranan sus romanzas entrelazadas con el canto eterno de la fuente. Porque Las Huelgas es monasterio y corte, que así se asegura la piedad de los monarcas y se aseguran los cimientos del reino en la oración y la liturgia cistercienses.

Sepulcros de Alfonso VIII y Leonor de Plantagenet.

La abadesa de Las Huelgas es todo un personaje. Doña Misol es el mujer más destacada de la Cristiandad. Porta báculo como un obispo, pues sus privilegios son cuasi episcopales. Se dice, con sorna, que de casarse el Papa tendría que hacerlo con la Abadesa de las Huelgas.

Es sólo, para el viajero, un alto en el camino, pues el viajero, que es un enamorado de la Historia de España, tiene como destino la cuna de Castilla, el feraz valle del Arlanza, donde el recio vivir, con la espada cinchada, labrando la tierra, la mirada atenta al horizonte y a la llamarada de la atalaya avisando de la razzia sarracena, hizo de los condes, reyes, y de los hombres, nobles.

Quintanilla del Agua.

El viajero recala en Quintanilla del Agua y lo primero que hace es buscar posada. Se encamina a la Casa Rural La Flor del Almendro y ya al calor de sus muros, pues los inviernos son fieros de brumas y escarchas, se sitúa en el triángulo de historia y arte de Lerma, Covarrubias y Santo Domingo de Silos, el del ciprés milenario que cantara Gerardo Diego.

Por estas tierras y estas casas pasó Rodrigo Díaz de Vivar en su exilio camino de Valencia, hacia la gloria, la historia y la leyenda. Sangre, sudor y lágrimas, el Cid cabalga.

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Pero antes fueron testigos de las cabalgadas de Fernán González, conde de Castilla, y de su hijo Garci Fernández, el de las bellas manos, quien tenía que enguantárselas para no enamorar rendidas a las damas, manos de poeta guerrero.

El Arlanza pasa rumoroso bajo los puentes, entre hileras de álamos cimbreantes cuyas melenas de hojas de verde lujuriante hace ulular a la atardecida el recio viento. El agua es omnipresente en Quintanilla, como lo es el vino. Incluye el término el alfoz de Bascones del agua; esa toponimia castellana que proclama orígenes montañeses en la arriesgada repoblación. Aquí se asentaron, pues, vascos. También es omnipresente el vino.

En San Roque están las bodegas centenarias, y destacando la que mima el elixir de Gotas de Rocío.

No puede dejar el viajero de ir a extasiarse a San Pedro de Arlanza, a unos 20 kilómetros, en el término de Hortigüela.

Esta fue la piedra firme y labrada de Castilla, la referencia espiritual de la primera Castilla de frontera y avanzada y la morada eterna de Fernán González, el cimiento de una historia heroica que se expandería por todo el continente americano. La ruina actual no deja de dar imagen cumplida de la gloria de otrora.

Eran aquellos hombres, libres, y esa libertad les satisfacía tanto que les compensaba de los riesgos de la aventura de la vida. No eran siervos, que no los hubo en Castilla, sino todos caballeros; todos dispuestos a arrancar de la tierra lo mejor y a salir de algara.

Y al calor del llar familiar, en el descanso del guerrero, entonando las viejas canciones de gesta, narraban sus pequeñas y grandes hazañas, calentando sus cuerpos y sus vidas con tragos vivificadores y tonificantes del vino de sus laderas, de los racimos colgantes de los sarmientos retorcidos.

El fuego crepita en la chimenea. Las brasas relucen como rubíes vivos y chispeantes. El viajero llena su copa con vino Gotas de Rocío y percibe cuánto ama la vida.