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Pelayo, nuestro padre

Redacción




Monumento a Pelayo. /Foto: asturiasenimagenes.com.
Monumento a Pelayo. /Foto: asturiasenimagenes.com.

Enrique de Diego

Tras la derrota de Guadalete, en el año 711, el reino godo se derrumbó. Sólo un hombre resistió a la marea islámica: Pelayo. Un héroe contra todo un imperio.

La invasión musulmana (de árabes y bereberes, que pronto entrarían en conflicto) a las órdenes de Tariq, general del califa omeya de Damasco Walib I, con su lugarteniente Musa, se produjo en un momento de intensa putrefacción del reino de los godos. Los hijos de Witiza, al que había depuesto Rodrigo, y que comandaban las alas del ejército, se pasaron, en medio de la batalla, al enemigo, que había atravesado el Estrecho merced a la traición del gobernador de Ceuta, el maldito conde don Julián, vengador del honor de su hija.

Sin principio de legitimidad

El rey don Rodrigo murió en la batalla. Puesto que la monarquía visigoda era electiva, no había heredero, ni familia real propiamente dicha; nadie en torno al cual aunar esfuerzos bajo el principio de legitimidad. Egilona, la viuda del monarca, fue tomada -botín de guerra- como esposa por el hijo de Musa, Abd al-Aziz.

Nobles godos, como Teodomiro y los Casio, se acomodaron al nuevo orden. Los Banu Qasim serían los señores de Zaragoza, si bien una rama terminaría generando, andando el tiempo, el reino de Navarra.

Pero en estos albores de sangre y desolación del siglo VIII todo el mundo ha claudicado. El eficaz entramado de calzadas romanas hace que sea rápido el despliegue musulmán por toda la península ibérica. Nada quedará del esplendor del reino de los godos. Nada de aquella magnificencia y hermosura de la capital Toledo, considerada la ciudad más bella del mundo, junto con Constantinopla. Sólo quedarán para la posterioridad escasos vestigios: unas pocas iglesias, casi ermitas, en lugares recónditos, preservados en su soledad piadosa de la saña destructora islámica: San Juan de Baños (Baños de Cerrato-Palencia), San Pedro de la Nave (San Pedro de la Nave-Almendra, Zamora), y pocos más. Una devastación. También el tesoro escondido, en Guarrazar (Toledo) de la orfebrería regia, que muestra la elegancia y la exquisitez del arte godo.

El arzobispo de Sevilla, don Opas –indigno detentador de la sede del gran San Isidoro, el de las Etimologías, enciclopedia de su tiempo, y la Alabanza a España-, de la familia Witiza, aparece en el bando de los vencedores como colaboracionista. Por supuesto, los sarracenos no van a cumplir su mendaz promesa de entronizar a uno de los hijos de Witiza. Han venido para quedarse.

Nadie resiste en España. Don Rodrigo Ximénez de Rada explicará, en el siglo XIII, que el reino estaba podrido de pecado y desangrado de guerras intestinas; degenerado el clero lujurioso y enfrentados los nobles codiciosos. Y todo reino dividido contra sí, será desolado, como dice la Biblia.

Un espatario, un noble de segundo orden

Pelayo se refugia en Asturias, donde posee tierras. Consta un viaje suyo a Córdoba, la capital del nuevo orden de la media luna. Por lo demás, carece de relevancia y legitimidad para encabezar una rebelión.

Pelayo es un espatario, un miembro de la guardia del rey, con el que ha estado en la batalla de Guadalete. Noble, de segundo orden. Su nombre, de raíz griega, sugiere a algunos procedencia étnica hispanoromana. En cualquier caso, desde Leovigildo y Recaredo, todos forman parte de España como un solo cuerpo.

Los árabes han puesto como gobernador de Gijón a Munuza. Y Munuza se encapricha de la hermana de Pelayo. Así que cuando éste viaja a Córdoba, Munuza la rapta y la desposa. Es un conquistador y toma lo que quiere.

Treinta “comedores de miel”

Es ese detonante personal el que lanza a Pelayo a la rebelión montaraz, una senda de sacrificio y privaciones. Son muy pocos los que le siguen. Nada más que una treintena –algunas mujeres, entre ellos- frente a todo un imperio que cruza los Pirineos y toma Narbona. Los cronistas musulmanes les llaman “comedores de miel”. Como los osos, se alimentan de las colmenas, y de lo que cazan. Viven, perseguidos, a la intemperie; en lo más frondoso e intrincado de los valles umbríos, en lo más escarpado e inaccesible de los montes astures; durmiendo al raso, en húmedas cuevas, sin un techo de paja para guarecerse en el crudo invierno. Pelayo resiste contra toda esperanza. Es una tenue llama. En el siglo XIV, el cronista musulmán Ibn Jaldún lo tildará de “asno salvaje”. Pelayo no cede en su empeño, con una fortaleza de ánimo impresionante, con una fuerza de voluntad de titán.

Poco a poco, el ejemplo cunde. Las tribus de la Asturias central van estableciendo lazos con aquel loco heroico y sus comedores de miel. Empiezan a verle con admiración y simpatía. Ya no son treinta. Ya son hueste, un puñado de valientes que crece. Córdoba se inquieta. Manda en razzia a uno de sus mejores generales y al gobernador de Gijón a acabar de una vez con aquel foco molesto y levantisco.

Pelayo se refugia, con los suyos, en el monte Auseva, en la gruta de Covadonga, que luego los cristianos conocerán como la “cueva santa”. Con el nutrido ejército sarraceno viene, en cabeza, el traidor don Opas, quien increpa a Pelayo: lo suyo es despropósito, todos han cedido menos él; ahí está el propio don Opas, con el báculo sevillano, imagen viva del entreguismo. Le exige que se rinda. Pelayo dice que si bien Dios les ha castigado por sus muchos pecados, no les va a abandonar. La Iglesia sufre pero Dios no se olvidará de los cristianos. Proclama su fe. Don Opas pide que se reduzca al contumaz.

Una lluvia de flechas, lanzas y peñascos

Empieza la batalla de Covadonga (723). Los de Pelayo, inferiores en número, han tomado posiciones estratégicas en las crestas de los montes y desde allí hacen caer una espesa y letal lluvia de flechas, lanzas y peñascos, que causan estragos y desbaratan las filas mahometanas. Los invasores intentan contestar, pero sus flechas rebotan en las peñas y caen de nuevo sobre ellos, incrementando la mortandad.

Se produce la desbandada. Munuza es de los primeros en intentar ponerse a salvo. Los de Pelayo conocen el accidentado terreno como la palma de su mano y eso les da ventaja en el alcance. Cortan la retirada de los despavoridos musulmanes y brillan ahora las espadas segando vidas. Munuza cae.

Pelayo elevado como rey sobre el pavés

Todo el ejército sarraceno yace en la hierba ensangrentada. Un trallazo incontenible de euforia guerrera recorre el victorioso ejército cristiano que eleva sus aceros al cielo entre gritos ancestrales. Son conscientes de la importancia del momento. Todos a una van hacia Pelayo, el loco, el héroe, el comedor de miel, el asno salvaje. Y, a la antigua usanza, lo elevan sobre el pavés, lo alzan sobre todos como rey, entre aclamaciones.

Pelayo toma Gijón. Luego instala su corte en Cangas de Onís. Nada más sucede relevante hasta su muerte en el año 737. Digamos que se atrinchera. Por fuerza, ha de dedicarse a consolidar el reino, a organizarlo, a preservarlo como una semilla que hace de crecer en árbol fuerte. Ya es una monarquía hereditaria, aprendiendo de errores pasados, pero, desde el primer momento, no es un nuevo reino. Es la continuidad del reino de los godos, que hay que recuperar. Es lo que los historiadores han dado en llamar pomposamente la “ideología neogótica”. Nada de ideología, la asunción de la pura realidad: lucha contra el invasor.

Una gran batalla en sí y por sus consecuencias

La moderna historiografía, en estos tiempos de demolición, se ha puesto a insistir que Covadonga no fue una batalla sino una escaramuza, luego magnificada. Se basan en que no hay referencias en las crónicas musulmanas de la época y, obviamente, en las de los cristianos, que no tenían tiempo para escribirlas, dedicados a sobrevivir. Por supuesto, Covadonga fue una batalla, una gran batalla, en sí y por sus consecuencias, inmediatas con la elección guerrera del caudillo Pelayo como rey, y mediatas, tras ocho siglos de Reconquista, pues como tal la entendieron los cristianos, frente a los invasores, desde aquel glorioso día de Covadonga, protegidos por la Madre de Dios.