Enrique de Diego.
“Dieu et le roi”, es el lema del ejército católico y monárquico. Los soldados lucen el Santo Rosario del hojal, no se quedan en la teoría, sino que lo practican, todos lo rezan, muchos los quince Misterios, es decir tres Rosarios completos, llevan cosido el Corazón de Jesús nimbado por la Cruz. Marchan dispuestos a la guerra y al martirio. “Están decididos a combatir hasta la muerte; nada podrá reducirlos más que el hierro y el fuego”, dice un militar revolucionario.Y han elegido a sus oficiales. En cada parroquia un comandante, al menos dos capitanes y varios comisarios. Los generales también son elegidos.
Los que no son aptos para el combate tenían su misión: obstaculizar el avance enemigo como fuera posible: árboles cortados, carreteras atravesadas, etc. Ancianos, mujeres y niños se ocupaban de la labranza y de la ganadería, lo que hizo posible la resistencia y la abundancia de los suministros, la logística.
Y eran muy buenos tiradores. Turreau, el genocida, les rinde homenaje: “Ningún pueblo conocido, por guerrero, por maniobrero que sea, saca tan gran partido de las armas de fuego como el cazador de Loroux y el furtivo del pueblo”. Ponen sobre el terreno un ejército, bien preparado y organizado, que llega a presentar batalla en campo abierto, como señala Alberto Bárcena, con efectivos de 25.000 y hasta 40.000 soldados. Así ocurrió en las grandes victorias de Saumur, Cholet y Entrames donde deshicieron al ejercito azul.
Desde el principio hubo una diferenciación entre “permanentes” y “no permanentes”. Al frente de los permanentes se encontraba un estado mayor, el consejo superior, compuesto por un generalísimo, su segundo en el mando, y los generales de división, segundos jefes divisionarios y mayores generales. El primero de aquellos generalísimos fue un campesino de 35 años de edad, carretero de oficio, Jacques Cathelineau, hombre de grandes talentos, “carente de la menor ambición” a quien todo el ejército quería. Herido en Nantes, murió. Le sucedieron tres nobles, debido a su formación militar: el marqués d´Elbée, Maurice-Joseph-Louis Gigot d´Elbée, Henri de La Rochejaquelein, que llegó a generalísimo con 21 años, y Antoine-Philippe de la Trémoïlle. El jefe de la intendencia, Beauvollier, nunca tuvo problemas en el aprovisionamiento. Los vandeanos le daban con gusto trigo, vino, terneros, bueyes, corderos, aguardiente y forraje para las caballerías. “He visto cincuenta granjeros suplicando que les cogieran bueyes e incluso llorar cuando los rechazaban porque no se tenía necesidad”. No era preciso hacer requisas, sobraban los donativos.
Los no permanentes u ocasionales acudían para alguna batalla o acción concreta. El ejército estaba dividido en tres núcleos. Cada núcleo se dividía en cuatro brigadas de unos 3.000 soldados; es decir, de 12.000 a 15.000 soldados por división. Las compañías de infantería estaban organizadas por parroquias, “familias unidas y disciplinadas que rivalizaban con sus vecinos a la hora de realizar hazañas individuales o colectivas”, como señala Alberto Bárcena.
Eran muy buenos jinetes. La caballería se distinguió de manera especial. Fue muy temida por el enemigo. Peculiar: arneses de cuerda, hombres sin botas, sin pistolas y no teniendo a menudo más que un sable y un fusil en bandolera como toda arma. Estaba compuesta aquella chocante caballería de cuatro divisiones de 1.000 a 1.200 hombres cada una, unos 5.000 jinetes por tanto en un primer momento, procedentes de las parroquias con mayores recursos. Pero tras la victoria de Doué (6 de junio de 1793) se vio reforzada considerablemente por varios regimientos de húsares y dragones que se les pasaron, así como alemanes. Contó el ejército con parque de artillería establecido en Châtillon y fábricas de pólvora que molían hasta 60 y 80 libras al día.
Cuando iban al combate marchaban en una sola columna: en la vanguardia, algunos jinetes y la infantería tratando de ocupar la mayor parte posible de terreno. En el centro, artillería –con unas diez piezas- y caballería mezcladas, tratando para abrirse al enemigo. En el movimiento de sus alas cifraban la victoria que trataban de lograr en el primer ataque, llegando casi a abandonar el centro. La vanguardia, compuesta por las mejores tropas, atacaba de frente, fijando al enemigo mientras el resto del ejército lo rodeaba en abanico sin dejarse ver. Este círculo invisible se iba cerrando y tratando de forzar a los azules a concentrarse en un camino hundido o alguna encrucijada para golpearlo mejor. Los oficiales al divisar a los azules se limitaban a avisar a sus hombres para que se desperdigaran y se extendieran para después rodear al enemigo y caer sobre él por sorpresa; algo que aterraba a los soldados de la república. Los vandeanos recurrían a la táctica de acercarse al enemigo lo más posible para atacarle con arma blanca. Huelga decir que se necesita un valor heroico para ponerla en práctica, como bien señala Alberto Bárcena.
Afirman que “marchamos en nombre de la humanidad”, del “hombre creado a imagen y semejanza de Dios” y luchan para que no se les imponga el “nuevo credo” del deísmo y sus patochadas, liberal-masónico. Afirman que “nos reprocháis el fanatismo de la religión, vosotros a quienes el fanatismo de una pretendida libertad a conducido a cometer los peores crímenes”.
Creen Dios en todo momento, en el supremo de la muerte, sabrán morir como católicos. A unos prisioneros, “los masacraron a sablazos; los campesinos recibían la muerte de rodillas rogando a Dios”. Cuando, sometidos a juicio, se les preguntaba a los combatientes del ejército católico si lo eran respondían: “No hay que mentir: Sí, señor”, lo que equivalía a una sentencia de muerte, inmediatamente cumplida. “Ellos iban rezando a Dios, y diciendo a las personas con las que se encontraban: Adiós, nos vamos al paraíso, ¡viva el Rey!”. Eran de la estirpe de los guerreros de Cristo y de los mártires.
La guerra de la Vendée, Una cruzada en la revolución, Alberto Bárcena Pérez, Editorial San Román, 251 páginas.
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