
Enrique de Diego.
En el año 2007, publiqué «El manifiesto de las clases medias» para denunciar el expolio al que son sometidas para extinguirlas económicamente a fin de ir a una sociedad de amos y esclavos. Empiezo hoy la publicación, por entregas, de ese banderín de enganche, de creciente actualidad:
Las clases medias por todas partes están expoliadas. A pesar de que constituyen la fuerza más dinámica de la Humanidad, nunca han sido reconocidas, siempre han sido combatidas por enemigos poderosos que las han estigmatizado y vilipendiado como fuerzas reaccionarias y pragmáticas, sin valorar la fuerte carga idealista que han sabido desplegar. Se las ha perseguido, torturado, asesinado, hasta intentar exterminarlas. Ahora se ven expoliadas por castas que han hecho del parasitismo fiscal su modo de vida. Es hora de que las clases medias se organicen y levanten para defender una civilización que se tambalea, cegada y desarmada por sus autoproclamados líderes morales.
No hay una historia progresiva del mundo, ni un tiempo histórico único y unívoco. En el devenir humano se cumple la teoría de la relatividad del tiempo. Conviven hoy sociedades en la edad de piedra y otras dando sus primeros pasos en la Historia y no faltan las que pretenden, desquiciadas, salir de ella, como sucede con la islámica. Las divisiones establecidas por los historiadores son estrictas convenciones. Nada nos asegura contra recaídas, ni de retornos al pasado, ni tan siquiera de cataclismos. Podemos, con todo, aventurar una línea común, lo más semejante a una ley universal: la vida del hombre en sociedad sobre la tierra es la conquista de la libertad personal, la emancipación de las castas, la asunción prometeica de su propia responsabilidad.
La libertad es don innato, fundamento y emanación de la dignidad personal, y construcción, llena de meandros y errores, hacia una meta inalcanzable, más allá del infinito, en un horizonte siempre abierto. Los logros en esa arriesgada construcción se deben a las clases medias. Los retrocesos, a sus enemigos.
Ha vivido el hombre su aventura común en el miedo, bajo la pulsión del instinto de estabilidad. Eso ha hecho que muchas sociedades se hayan anclado en el tiempo, temerosas ante desafíos y retos, atenazadas por la costumbre. Con frecuencia, los hombres han concebido su vida como destino dado, inscritas en la misma cuna las claves de su posición en la sociedad. Patricio y plebeyo, libre y esclavo, aristócrata y siervo. Solo las clases medias se han rebelado contra ese fatalismo, acicateadas por un espíritu de frontera salido de las zonas más nobles e inquietas del espíritu humano. Lejos de cualquier inventado estado de naturaleza, sublimación retórica del orden tribal, las clases medias han aflorado siempre en los aires abiertos de la ciudad. Durante siglos fueron artesanos sometidos a las castas guerrera y sacerdotal, expoliados por la corte. Algunos de entre ellos, más audaces, hicieron descubrimientos para mejorar su suerte y la de sus sociedades: la rueda, arados y utensilios de labranza, norias y sistemas de regadío, naves para surcar los mares. Ninguna memoria nos ha quedado de ellos, aunque hicieron la vida más amable y próspera, permitiendo que la población aumentara. Tuvieron floración episódica en la Atenas de Pericles, en la que todos -salvo los esclavos- podían juzgar una política. En la Edad Media, con el desarrollo de las ciudades, entre los siglos XI y XIII, se organizaron en gremios. En aquellos lugares donde la vida era más peligrosa, donde el combate era más fiero, los reyes concedieron fueros más allá de la ideal sociedad estamental aristotélica. Se pusieron en marcha, para soltarse de las cadenas de la servidumbre, y conquistar una vida mejor. Allí se sacudieron tutelas y se organizaron en milicias. Demostraron que cada hombre podía escribir su propio destino. Eligieron a sus representantes. El comercio amplió la libertad. Los cuatro puntos cardinales de las clases medias emergentes fueron: libertad, derecho, propiedad y comercio.
El reino de Castilla fue en el siglo XV ámbito de libertad con sus Comunidades de Villa y Tierra donde el ciudadano tenía derecho a cuanta tierra pudiera roturar, con acceso a pastos y bosques del común. Eran señores de sí mismos, caballeros villanos. La libertad permitió el desarrollo industrial, dando acceso a los bienes a un número mayor de personas. El mar fue un aliado del despliegue de su actividad inagotable. Sortearon las tenaces condenas de la usura, que pretendían mantener el orden establecido por las castas, por las manos muertas, impidiendo la capitalización, la banca y los incipientes seguros, con los que afrontaban las difíciles travesías de sus mercaderías, por caminos infectados de bandidos y mares de piratas.
La reacción nobiliaria acabó con la esperanza comunera. Mas las clases medias fueron tomando conciencia de su fuerza, de la dignidad de la persona. Demostraron, cuantas veces se las dejó, que el hombre, con el sudor de su frente, con el don creador de su inteligencia, era capaz de abrirse paso, de ampliar sus horizontes, de plantar cara a cualquier fatalismo. Por todas partes, hubieron de pagar peajes, capitaciones y regalías. A cambio de la expoliación constante, exigieron derechos y libertades.