Carlos Alcaraz, ese tenista que, es un reflejo de la decadente juventud. En un documental de la infecta Netflix, la cloaca globalista que envenena mentes, Alcaraz ha confesado sin rubor que su prioridad es la juerga, el desenfreno nocturno, las copas y el jolgorio. Alcaraz se revuelca en el fango de la banalidad. Nunca, jamás, alcanzará la talla de Novak Djokovic, un coloso que, además de dominar las pistas, ha construido una familia numerosa, demostrando que la grandeza no se mide solo en trofeos, sino en principios. Pero Alcaraz, ¡ay!, prefiere el chunda-chunda de las discotecas a la nobleza de la responsabilidad. El murciano no ha disputado el Masters de Madrid, pero sí está en condiciones de ir a la final de la Copa o a MotoGP. También juega con que tiene que manejar su salud mental, que por lo visto depende de las discotecas.
Y no es solo su afición al botellón lo que escandaliza. Alcaraz, títere de las élites, se plegó servilmente a la timovacuna del coronavirus. Con desvergüenza, proclamó que vacunarse era “un paso crucial para protegernos y volver a la normalidad”. ¿Y qué pasó? ¡Se contagió! ¡Vaya farsa! Y para colmo, ¿sabéis quién aplaude a este joven descarriado? Bill Gates, el apóstol de las agujas y las agendas oscuras, que no oculta su devoción por Alcaraz.
Qué tendrá el tenis para que como Rafa Nadal, Carlos Alcaraz luzca el logo de Nike, esa marca participada por BlackRock, el leviatán financiero que mueve los hilos del mundo.