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Miley Cyrus, eres una loca del coño

Redacción




Miley Cyrus pasó de ser la niña de Disney a autoproclamarse un «juguete roto». Su vida es un circo: rompió con Disney a mazazos, tuvo rupturas amorosas como si fuera un reality show, y ahora predica un colectivismo woke mientras vive como una diva individualista que no practica lo que promulga. Con una voz que opaca a Taylor Swift pero imitando sus temas de desamor, un himno de «empoderamiento» cutre como Flowers, y un pasado de canciones patrióticas, Miley es un caso de estudio sobre contradicciones, amplificado por su rechazo a Trump y la sombra de su padre, un ícono republicano.

Miley era Hannah Montana, la adolescente de doble vida que generaba un billón de dólares al año para Disney con conciertos y merchandising. Pero la jaula de la fama infantil le quedó pequeña. En 2010, con Can’t Be Tamed, dio un portazo a su imagen de niña buena, bailando en una jaula con plumas y escotes que hicieron que Disney retirara sus canciones de Radio Disney de la noche a la mañana. El clímax llegó en los VMAs de 2013, cuando movió el culo contra Robin Thicke en un bikini color carne, usando un dedo de espuma de manera… memorable. Wrecking Ball (2013), con Miley desnuda sobre una bola de demolición, fue la guinda: no solo rompió con Disney; lo hizo con dinamita.

Party in the U.S.A. (2009), un himno pop sobre ondear banderas de Estados Unidos, llegó al número dos en el Billboard Hot 100 y se convirtió en un emblema patriótico. Inspired (2017) mezcló esperanza con un toque de orgullo americano, aunque con su filtro activista. Estas canciones muestran que Miley sabe cuándo sacar la bandera para conectar con las masas, solo para luego volver a sus escándalos y posturas progresistas.

Su vida amorosa es un culebrón sin fin. Su matrimonio con Liam Hemsworth, nacido en The Last Song (2010), fue un carrusel de compromisos y rupturas. En 2019, se separaron, y mientras el mundo leía comunicados sobre «evolución personal», Miley ya estaba con Kaitlynn Carter en un yate, para luego pasar a Cody Simpson. No sabe estar sola, y lo admite. Su narrativa de «juguete roto» es un gancho recurrente: habla de cómo Hannah Montana le robó su identidad, provocándole una crisis existencial. Es una confesión potente, pero suena a estrategia cuando viene de una estrella que vive en mansiones y acumula Grammys. ¿Rota? Más bien astuta.

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Sus tatuajes son un caos visual. Miley lleva más tinta que un mural de grafiti mal planificado: frases cursis, un aguacate, un tarro de Vegemite… decisiones que parecen tomadas en una noche de excesos. El autógrafo de Johnny Cash lo completa; el resto es un collage sin sentido, como si quisiera tatuar cada crisis personal sin preocuparse por la coherencia. Es un grito de «soy profunda» que termina siendo ruido.

Miley es una abanderada del wokismo. Su fundación Happy Hippie apoya a jóvenes sin hogar de la comunidad LGBTQ+, y en 2014 llevó a un joven sin hogar a los VMAs para visibilizar la causa Defiende los derechos trans, la igualdad de género y la reforma de las leyes de armas con un megáfono que nunca apaga. Pero aquí está la ironía: mientras predica un colectivismo que exalta la comunidad y el sacrificio por el bien común, Miley vive como la antítesis de eso. Mansiones en Malibú, jets privados, y una fortuna estimada en 160 millones de dólares no gritan precisamente «solidaridad». Su estilo de vida es puro individualismo hedonista: fiestas, excesos y una obsesión por ser el centro de atención. Hablar de justicia social desde un yate no es colectivismo; es postureo.

En 2016, lo llamó «racista, sexista y odioso» en Vanity Fair y amenazó con dejar el país si ganaba. Aunque luego se retractó, su postura anti-Trump sigue firme, lo que la pone en conflicto con su padre, Billy Ray Cyrus. Billy Ray, el hombre de Achy Breaky Heart, es un ícono para los republicanos, con su fe religiosa y raíces en Kentucky. En 2020, apoyó a Melania Trump en un evento. Esta división ha fracturado su relación con Miley, con audios filtrados donde él la insulta y rumores de que no se hablan desde el divorcio de Billy Ray y Tish Cyrus en 2022. Miley, aliada con su madre, parece haber cortado lazos con el patriarca conservador.

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Flowers (2023), de Endless Summer Vacation, es su éxito indiscutible: número uno en 37 países, ocho semanas en el Billboard Hot 100 y dos Grammys. Pero su mensaje de «puedo comprarme flores, puedo sostenerme la mano» es un cliché de autoayuda que suena a póster motivacional de saldo. Inspirada en I Will Survive y con un guiño a When I Was Your Man de Bruno Mars, quiere ser un himno de independencia tras su ruptura con Hemsworth, pero es tan genérica que pierde fuerza. Es empoderamiento para TikTok, no para la historia. Miley tiene una voz ronca y poderosa que deja a Taylor Swift en la sombra. Mientras Swift depende de letras narrativas y un rango vocal limitado, Miley puede saltar del country al rock. Pero imita los temas de Taylor: desamor o corazones rotos. Wrecking Ball, Slide Away (2019) o Flowers podrían encajar en un disco de Swift, con su narrativa de víctima que renace. Ambas abusan de la edición digital, con autotune y efectos que a veces diluyen la autenticidad. Miley, con su voz única, no necesita tanto maquillaje sonoro, pero lo usa para encajar en el pop moderno, igual que Taylor.

Hannah Montana es su origen y su maldición. En 2024, al recibir el premio Disney Legend, Miley dedicó el galardón a su alter ego, bromeando sobre su «mal funcionamiento» entre 2013 y 2016. Es una admisión de que sin esa peluca rubia, no habría Miley Cyrus, la estrella global. Pero también es irónico: la misma Miley que quemó puentes con Disney ahora abraza su legado cuando le conviene. Hannah Montana le dio una narrativa de rebeldía que sigue explotando.

Miley siempre ha coqueteado con el apocalipsis. Nothing Breaks Like a Heart (2018) y Midnight Sky (2020) tienen un aire de fatalidad, con letras sobre mundos que colapsan. Plastic Hearts (2020) es un grito de «todo se va al carajo, pero bailemos».