El apagón que dejó a España a oscuras durante horas no fue una anécdota, ni un espectáculo, ni mucho menos una excusa para montar una fiesta. Fue una bofetada a la infraestructura, a la planificación y a la confianza en un sistema que se supone debe sostener a millones de personas. Sin embargo, mientras algunos buscaban respuestas, exigían responsabilidades o, simplemente, intentaban sobrevivir sin luz, agua o calefacción, otros decidieron que era el momento perfecto para sacar las cervezas, poner música y bailar en las calles como si el colapso fuera una verbena. A esos, con todo el desprecio que merece su inconsciencia, hay que llamarlos por lo que son: subnormales.
No se trata de ser aguafiestas ni de criminalizar la alegría. La cuestión es que un apagón masivo no es un juego. Es una crisis. Es la nevera descongelándose, los hospitales al límite con generadores, los negocios perdiendo miles de euros, las familias sin calefacción en algún punto frío de la Península por la noche y los ancianos atrapados en ascensores. Es la incertidumbre de no saber si mañana habrá luz o si el agua volverá a salir del grifo. Frente a eso, ¿cuál es la reacción de algunos? Sacar el altavoz Bluetooth y convertir la calle en una discoteca improvisada. Es una mezcla de ignorancia, egoísmo y desconexión absoluta con la realidad que raya en lo patológico.
Estos “fiesteros del apagón” no solo ignoraron la gravedad del momento, sino que ridiculizaron el sufrimiento ajeno. Mientras ellos brindaban bajo las farolas apagadas, había gente que no podía cargar un respirador, calentar un biberón o simplemente saber qué estaba pasando. ¿Dónde estaba la empatía? ¿Dónde estaba el mínimo sentido de responsabilidad? Porque no, no es “pasar página” ni “hacerle frente a la adversidad con una sonrisa”. Es frivolizar un problema sistémico que exige seriedad, no cumbia.
Y luego está el tema de las responsabilidades políticas. Un apagón de esta magnitud no ocurre porque “las cosas pasan”. Es el resultado de años de desinversión, de priorizar titulares sobre infraestructuras, de dejar en manos de burócratas y empresas codiciosas sistemas esenciales para la vida. ¿Dónde estaban los que bailaban cuando tocaba exigir respuestas? ¿Dónde estaban cuando había que señalar a los responsables, a los que llevan décadas recortando en mantenimiento eléctrico mientras suben las tarifas? Probablemente demasiado ocupados buscando la próxima canción en Spotify, ajenos a que su pasividad es parte del problema.
No se puede construir una sociedad resiliente si una parte de ella prefiere el hedonismo estúpido a la acción. Bailar durante el apagón no es rebeldía, no es optimismo, no es “vivir el momento”. Es una renuncia a pensar, a sentir, a actuar como adulto. Es la prueba de que hay quienes, ante el colapso, elegirán siempre la vía más fácil: la de la ignorancia disfrazada de fiesta. Y por eso, sin paños calientes, hay que decirlo claro: los que bailaron durante el apagón son subnormales. Que se queden con su música, porque la luz, la verdadera, la que ilumina el futuro, no la van a traer ellos.