Javier de la Calle.
El sistema educativo es uno de los tentáculos del monstruo estatal del que nadie puede escapar. Los políticos designan programas educativos sin pensar en seres indefensos como los niños. El perverso sistema es imperfecto desde su denominación. La etimología latina de educare se ha deformado hasta que actualmente la educación se intercambia para designar modales de comportamiento, los cuales se han ido perdiendo en las últimas décadas. Los griegos fueron más precisos en su construcción con el paidos (niños) y agogos (que conduce), que ahora es tomado por teóricos ineficaces con el nombre de pedagogos.
En una sociedad preocupada por los derechos de los animales, se habla con naturalidad de los traumas de los todavía bebés al ser abandonados en las guarderías. Entre risas, se obvia que ciertamente el bebé sufre de forma natural. La incorporación de la mujer al mercado laboral ha terminado por romper una de las funciones propias de la madre.
En la siguiente etapa educativa se revela la verdadera función de este sistema. Con las diferencias obvias entre centros por su ubicación o estatus público, concertado o privado, el denominador común es el pésimo nivel de los docentes. No es por casualidad aquello que Magisterio es la carrera que se aprueba «pintando», y que actualmente está copada por mujeres deconstruidas por el feminismo, cuyo veneno exportan a las aulas. Para educar a las futuras generaciones, tarea de suma importancia para cualquier país, se delega en cerebros escasamente formados. La culminación es el sectarismo atomizado en sindicatos de los funcionarios, que disfrutan de múltiples prebendas por nueve meses de trabajo.
Los centros educativos son las auténticas guarderías del siglo XXI. Los padres se desentienden para que sus hijos completen programas lectivos absolutamente anticuados, sin utilidad aplicable en el mercado laboral, y lo que es más grave, sin aportar conocimientos decisivos en la singladura vital en campos como la economía o la agricultura. Esta configuración ha sido debidamente programada para generar jóvenes inválidos que no se alzarán contra su enemigo.
Los planes educativos son perfectamente comprimibles en muchos menos cursos, que permitirían focalizar la formación en otras materias. Los exámenes son un mero filtro en forma de evaluación ineficaz mediante un método memorístico con un poso de obediencia: repite los manuales editados por Santillana y serás aprobado. En las aulas desapareció hace años el espíritu crítico. Las clases magistrales fueron sustituidas por actos que reivindican la homosexualidad, para apuntalar el wokismo en las aulas, que también sirven para vacunar a los inocentes niños.