Enrique de Diego.
Se trata, sin duda, con mucho, del libro del año. El éxito rotundo se debe a la sinceridad, a su personalidad desbordante y a su carácter poliédrico que retrata toda una época: la aristocracia, de la que proviene, la moda, donde ha triunfado espléndidamente y el periodismo, donde Pedro J, unn globalista patético, es ddemolido sin mancharse las manos. Dada su abrumadora audiencia y el interés desatado sobre el público, publicamos de nuevo el serial sobre un paleto de provincias y una polémica abogada:
Imelda Navajo se ha apuntado un buen tanto con las memorias de Agatha Ruiz de la Prada, mi historia, una lectura grata, fácil y altamente recomendable. Decisión difícil dada la antañona relación fluida con el hoy cenital y acabado Pedro J Ramírez, pero el negocio es el negocio, e Imelda, una de las personas con más ojo clínico para ver dónde hay una historia y en Agatha había una de enjundia y los lectores han llevado el libro al pódium de los más vendidos semana tras semana durante casi un año.
Ágatha ha dejado bien claro que tenía una vida antes que él y que tiene una vida esplendorosa después de él, sin lastre, sin tner que soportar a un triunfador vocacional en su penoso y lúgubre ocaso, que ella va para arriba mientras él va raudo y en caída libre para abajo. Aunque ella considera que a Pedro J le ha dejado demasiado bien, incluso se muestre sorprendida por el retrato al oleo, en los brochazos dibuja un egoísta proteico, un psicópata blandito y un narcisista contumaz. Tienen las memorias parejas a las de San Agustín o a las de Jean Jaçques Rousseau la virtud de la sinceridad descarnada lo que da más veracidad a sus juicios.
Le vemos en esa despedida bochornosa impropia de un hombre civilizado, más propia de un macarra traidorzuelo o de un hombre que no ha sabido madurar y teme mucho envejecer. «Yo quiero ser feliz» o cuando confiesa que «está muy solo». Soledad cuando su casa parece el Metro, cuando están Tristán y Cósima, los dos grandes ausentes en la estúpida y erronea decsión de su padre, cuando hay perros por doquier, invitados a todas horas, ir y venir trepidante. Un hombre que no sabe despedirse con un punto de compunción. Como dice Agatha, la gran Agatha, patrimonio nacional, a quien un hortera de Logroño no le llega ni a los calcañares: «A ver, ¿cómo que quieres ser feliz? Tenemos una casa en Madrid que te mueres, que no la tiene nadie; una casa en Mallorca que para mí es la más bonita de España; una finca en la provincia de Madrid; casa en Londres, en París, en Nueva York, en Milán; nos invitan a todo; nos regalan cosas que nos salen por las orejas; nos encantan nuestros trabajos; tenemos a Tristán y Cósima…¿Qué más quería este hombre?». Un hombre que no sabe disfrutar de la vida, un muermo: «no disfruto de todo esto como debería».
Ya desde el primer encuentro «era un hortera» ya que «su indumentaria no podía ser peor». La genial diseñadora que ha llenado de color los cuerpos, que ha enseñado a lucir la alegría de vivir, no pudo sacar punta a «un hortera de bolera» provinciano. Un egoísta esencial y un narcisista, que «no quería tener hijos y lo aceptó un poco a regñadientes».
Un hombre que ama el poder hasta que el poder lo deglute a él y que alcanza lo que se asemeja al sadismo del piscópata: «a casa podía venir quien fuera, y al día siguiente si el innombrable tenía que publicar algo malo de esa persona lo hacía. No sólo no le temblaba el pulso, sino que disfrutaba, le gustaba hacer sufrir, que todo el mundo estuviera a sus pies». Pero los peor es «que no ha sabido envejecer» y se ha hecho una cloaca globalista, vendida a cualquier postor «para que ella (Cruz, ¡oh! Dios mío, que Cruz tan pesada y con cuántas ganas de figurar) pudiera ir a cuatro cenas diciendo que su marido tenía un periódico«. Un periodista sin olfato al que José María Aznar le invita a cenar con Mariano Rajoy, por medio la sucesión del bigotes, y no se entera de la gestual: Mariano es el elegido. «Pero el otro como no tenía sensibilidad, no lo vio. Yo lo ví clarísimo», remacha Agatha.
Pedro J, el presunto psicópata, «está huérfano de sentimientos y de sensiblidad», no tiene ni pizca de empatía, es un solitario sin amigos. Un hombre aburrido: «Se levantaba a las siete, se metía en su cuarto y apenas salía, si acaso para ir a pasear o para jugar al pádel. Se convirtió en un hombre aburrido«. Un hombre que vive para el triunfo, vacío, sin un ideal, sin ninguna espiritalidad al que Agatha le hace confesar su miedo atroz: «si mi último proyecto es una mierda, mi vida habrá sido un fracaso«. Pues es un pozo de mierda, una cloaca. Así pasa la gloria del mundo. Siempre sólo, como el narcisista que es: «no ha tenido un amigo porque no sabe lo que es un amigo». «No ha tenido un amigo nunca, no le importa que desaparezcan todos, no le importa nada»
Un hombre temeroso que espeta dando un rodeo como un mayordomo británico que lleva el deayuno: «estoy pensando en que nos deberíamos separar». «El innombrable tiene setenta años muy mal llevados y nunca ha estado bien«. O ese «estoy muy sólo«, ya citado, que suena como una puñalada trapera no sólo a Agatha sino a sus hijos. Que ha roto con Federico Jiménez Losantos porque Cruz le cae fatal, desde el primer momento vio que le venía hacer daño.
Y un misterio desvelado. Mientras Pedro J alimentaba la especie de que Zapatero estaba detrás de la masacre de Atocha, desde el mismo día fatídico de la explosión de ls trenes, Zapatero le llamó cuatro o cinco veces, y esa sería una costumbre cotidiana durante el tiempo que estuvo en la presidencia del Gobierno, porque a Zapatero le ponía charlar con quien aparentaba ser su enemogo más acérrimo. Todo una farsa. Ese Pedro J, adorador del poder, que ha pasado por el quirófano, que se ha teñido el pelo de negro betún, porque tiene miedo a envejecer, buscador estéril del mito de la eterna juventud, cuando llega de Logroño a Madrid, y que Logroño, al fin y al cabo, no es Nueva York, y que le han concedido la Medalla de Oro del Ayuntamiento, con Ana Botella de madrina, la patibularia y nepótica Ana Botella, sin estilo, el ente más estrambótico que ha pasado por la política española, una alcaldesa para olvidar y para no entrar en los archivos de El Mundo, que la política cenital hace extranísimos compañeros de catre.
Cierro los ojos y veo el despacho de Pedro J en El Mundo lleno de colorido, un canto a la alegría de vivir, con una cita de Joaquín Garrigues Walker, un canto a la libertad personal, ahora amenazada por el globalismo al que Pedro J se ha plegado como una sanguijuela. Y entiendo que Agatha le daba una decoración y una patina de glamoir que Pedro J no era capaz de valorar, como un tinte impostado. Allí había frescura en medio del aire gris y tepidante de la redacción. Un hombre que quiso hacer invisible a una gran mujer. «Ahora -puede concluir Agatha– soy cualquier cosa menos una señora invisible«. Porque Cruz no ha venido a llenar el hueco inmenso dejado en la vida de Pedro J por Agatha sino, en estricto sensu, en el de la malograda Exuperancia Rapú. Pero esto queda para otra entrega.
Agatha Ruiz de la Prada, mi historia, La Esfera de los libros, 323 páginas.