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La tristeza invade el Vaticano: Un aniversario sombrío

Redacción




George Weigel/First Things

El 13 de marzo debería haber sido un día feliz en Roma. Pero el ambiente en la Ciudad del Vaticano y sus alrededores antes, durante y después del décimo aniversario de la elección del papa Francisco era más sombrío que festivo, y no porque el aniversario coincidiera con la Cuaresma. Más bien, la melancolía reflejaba la atmósfera actual en la Santa Sede, que ha pasado desapercibida durante demasiado tiempo y merece una descripción sincera.

El ambiente que prevalece hoy en el Vaticano es de inquietud. No es solo lo que piensan quienes cuestionan el rumbo del pontificado. Es también el juicio de algunos que se sienten cómodos con los últimos diez años y que aplauden los esfuerzos del papa Francisco para mostrar la misericordia de Dios en su persona pública, pero que también saben que «más amable, más gentil» no caracteriza el gobierno papal entre bastidores. Porque la autocracia papal ha creado un miasma de miedo, la parresia (el «hablar libremente» que Francisco fomenta) no está a la orden del día en Roma, excepto en privado. Incluso entonces es rara, porque la confianza entre los funcionarios del Vaticano se ha roto. Cuando un alma valiente se atreve a cuestionar o criticar la línea actual de la política papal, casi siempre lo hace en compañía de quienes piensan como él. El debate serio, fraterno y caritativo tanto sobre la situación actual de la Iglesia como acerca del «proceso sinodal» es prácticamente inexistente. Hay silos por todas partes.

Vivir y trabajar en este cenagal de disfunciones es enervante, y las incoherencias y contradicciones en los pronunciamientos y la política papales, dolorosamente evidentes, no ayudan a levantar los corazones.

Al principio del pontificado, Francisco elogió la decisión de su predecesor de renunciar y sugirió que la renuncia era una opción para él. Ahora el papa dice que considera el papado un trabajo «para toda la vida».

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El ambiguo papel del papa en el caso Rupnik -el rápido levantamiento de la excomunión autoinfligida de un destacado artista jesuita, el padre Marko Rupnik, que cometió múltiples actos de depredación sexual y sacrilegio- ha intensificado las preocupaciones sobre el compromiso de Francisco de limpiar la Iglesia de la inmundicia de los abusos sexuales.

La reforma financiera de la Santa Sede, aunque no exenta de logros, se ha estancado lejos de completarse; siguen sin abordarse seriamente tanto el déficit estructural del Vaticano como su amplio pasivo por pensiones no financiadas.

Los obispos alemanes desafían abiertamente la autoridad romana, gran parte del catolicismo institucional alemán parece cómodo con la apostasía y no se descarta un cisma. La voz papal en respuesta a esta crisis está, en el mejor de los casos, silenciada. Sin embargo, se aplasta la autoridad de los obispos estadounidenses que quieren proporcionar alimento litúrgico a algunos fieles católicos.

Se sigue nombrando a obispos y cardenales que tienen un tenue conocimiento de las verdades fundamentales de la fe católica, en parte debido al hecho (del que no se suele informar) de que el papa Francisco gobierna a menudo de manera autoritaria, sin preocuparse por el procedimiento establecido.

El sombrío estado de ánimo que reina estos días en Roma refleja también la vergüenza por el dramático declive de la autoridad moral del Vaticano en los asuntos mundiales: el resultado tanto de los ineptos comentarios papales como de las políticas vaticanas que crean la impresión de que la Iglesia abandona a los suyos. Muy pocos eclesiásticos de alto rango están entusiasmados con la actitud de la Santa Sede de postrarse ante los mandarines marxistas de la República Popular China, cuyo Partido comunista desempeña ahora un papel destacado en el nombramiento de obispos. La actitud complaciente de la Santa Sede con las brutales «matonismocracias» de Cuba, Nicaragua y Venezuela genera más vergüenza. Cuando los líderes de la oposición suplican a la Santa Sede que defienda enérgicamente a la Iglesia perseguida y a los disidentes católicos encarcelados en esos países, sus peticiones a menudo quedan desatendidas, o un (muy) alto funcionario del Vaticano les dice que, aunque personalmente simpatiza con ellos, el papa insiste en un enfoque diferente.

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Y luego está el miedo engendrado por el esfuerzo sistemático para deconstruir el legado de san Juan Pablo II. El Instituto Juan Pablo II de Estudios sobre el Matrimonio y la Familia de la Pontificia Universidad Lateranense ha sido reducido a cenizas; su nueva facultad, teológicamente woke, atrae a muy pocos estudiantes. El enfoque de la vida moral que ha dominado el «proceso sinodal» hasta ahora es un rechazo frontal de la estructura básica (y clásica) de la teología moral católica que subyace en la encíclica del papa polaco de 1993 Veritatis Splendor, asimismo, las ambigüedades deliberadas de la exhortación apostólica de 2016 Amoris Laetitia socavan la enseñanza de la exhortación apostólica de 1981 de Juan Pablo II sobre el matrimonio y la familia, Familiaris Consortio.

En qué medida todo esto es una expresión del papa «gozoso» recientemente celebrado por un entusiasta -en qué medida todo esto equivale a lo que otro devoto consideraba la recuperación de la «verdadera autoridad» de la Iglesia- no está claro del todo.

Todo ello es terriblemente triste. El ambiente romano actual refleja esta tristeza.