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Agatha Ruiz de la Prada le hace un traje al innombrable

Redacción




Enrique de Diego.

Es Agatha, diseñadora de éxito, aristócrata y musa de la Movida, marquesa de Castelldorius, baronesa de Sant Pau y grande de España. Cuenta «Mi historia» e interesa, porque el personaje es sumamente interesante, levanta pasiones, y en buena medida el libro son sus memorias íntimas, casi un prolongado psicoanálisis.

Éxito editorial en toda regla: agotada la 1ª Edición de 15.000 ejemplares. En las 323 páginas está todo: su infancia, retrato de la aristocracia española, con unos padres que no se amaban -«si se hubieran querido nos habrían ahorrado mucho dolor, pero aquella relación se torció desde el primer día»-, toda una vida huyendo del modelo sumiso y depresivo de su madre, que se terminará suicidando, la juventud loca -«mi lado excéntrico anhela lo imposible y mi pedigrí me centra en la tierra»-. la moda, que es el campo de su desbordante creatividad, donde puede plasmar toda la provocación de que es capaz y toda la ingente cultura de la que se ha empapado, «por supuesto que sueño en colores. Si vieran el mundo con mis ojos lo encontraría cambiado aunque pervivan los mismos dramas» porque «el color es hipnótico».

Agatha es un marca, un estilo propio y es una maestra consumada del marketing, de la autopromoción, un torbellino en acción, metódica y disciplinada. «Así soy yo, te gusto o no te gusto». «En mi caso hay un discurso. Gustará o no, pero hay un discurso».

Y la verdad es que gusta a muchísima gente. Una mujer hecha a sí misma, pero, como dice ella, con pedigrí, que ha necesitado en su existencia reinventarse varias veces, de una vida trepidante, siempre en fiestas, porque hay que estar (espléndido el último capítulo «mascarada en Venecia» que narra una trepidante y curiosa, digna de una película de enredo, fiesta de disfraces), hay que ser visibles, y desfiles de moda. De eso hay mucho en el libro, mucha espuma de cotilleo, de amigas famosas, de vanidad de vanidades y de políticos que pasan y pasan, sin dejar huella. De su pasión por las casas. Uno intuye que es herencia genética del padre, arquitecto, o de haber vivido en palacios, por ósmosis. Y por los animales, sus perros, como el chow chow Jota.

Me atrevo a decir que hay dos referencias en la vida de Agatha, dos anclajes, dos amores apasionados, Tristán y Cósima, sus hijos, el instinto maternal de Agatha es muy fuerte, «es brutal», le sale por los poros. Y una frustración: le gustaría ser abuela más que nada en el mundo: «me gustaría, por pedir, ser abuela. Es la ilusión de mi vida».

Agatha no ha cometido el grosero error de Pedro J que escribió un libro a modo de memorias, que pasó sin pena ni gloria, y no citó ni una sola vez a la diseñadora con la que ha compartido media vida, toda la etapa de Diario 16, la de su éxito El Mundo, y la puesta en marcha de El Español, que supo impulsarle en todo momento -«siempre le apoyé de una forma natural»-, que estuvo en los malos tiempos, como cuando le echan de Diario 16 y le levanta el ánimo: «Te acaba de tocar la lotería», que le busca financiación decisiva para poner en marcha El Mundo y también El Español, que le tiene a su merced en el sórdido episodio de Exuperancia, en el, como dijo Alberto Ruiz Gallardón, «es que si no es por ti, está muerto. Tú eres Agatha Ruiz de la Prada y este hombre te debe la vida». Instantánea del cine porno casero del que Agatha cuenta la intrahistoria emocional y el salvamento in extremis del innombrable.

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A éste le ha hecho un traje, gris, sombrío, con calva, un retrato al oleo, a pinceladas gruesas y certeras. Agatha quiere ser justa con él, ahora que ella está en la cúspide y él se tambalea chapoteando en la mediocridad, patética imagen de quien no ha sabido envejecer: «todos los años junto al innombrable fueron muy interesantes», destaca su adicción al trabajo y su pasión por el periodismo, pero nunca dejó de ser «un hortera de bolera», un paleto de provincias, y en tal condición una mañana en un desayuno tratando de ser civilizado es inmensamente torpe e infinitamente tosco, porque «está huérfano de sentimientos y sensibilidad». Rememora Agatha: «lo jodido del tema es que no pude mantener unida una familia y que se rompió, como la de mis padres, y que yo no podría hacer los planes de viejecita que tenía pensados, sino que tocaba improvisar otros».

Y entonces Agatha se reinventa de nuevo, se la pide que no sea visible, y se rebela por instinto, de forma natural, hasta que puede decir que «yo iba para arriba y él para abajo», a tumba abierta, en caída libre hacia el fondo del abismo, mientras ella, en su nueva y esplendorosa libertad, sin asumir el lastre de los enemigos del innombrable, un hombre que no tiene amigos, de romo que es, de sumamente egoísta, vuela sin el plomo de Pedro J en las alas y brilla más que nunca; la llaman de las televisiones, porque dispara las audiencias, y ocupa las portadas de las revistas del corazón habitualmente, porque vende, tiene el instinto mercantil pegado a la piel.

Lo del innombrable es un éxito completo del anti marketing: «No le quería hacer publicidad. Porque a él, en esta última etapa, no lo conoce ni el gato. Lo que necesitaba era volver a ser el que fue. Por eso creo que publicó su último libro. Se dio cuenta de que ya no era popular porque los que aún le siguen son de otra generación: los que vivieron el GAL, la época de Felipe González. Pasada eso, su poder empezó a decaer. Hasta llegar a hoy. Un chico joven no tiene ni idea de quién es». Épico el episodio del burka presentándose ataviada con ese ropaje a firmar el divorcio, porque él ha perdido el derecho a mirarla. Le hubiera gustado verlo a Francisco Umbral, muy emotivo el capítulo que le dedica al gran escritor, el mejor columnista, una auténtica gozada sus escritos periodísticos.

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La única foto en la que aparecen juntas Ágatha Ruiz de la Prada y Cruz Sánchez de Lara. Prueba de la mitomanía de la de Villanueva de la Serena.

Ahora el innombrable es un hombre miedoso, un periodista que tiembla y adula a Pedro Sánchez, que ha demostrado ser gafe con Ciudadanos, y que sirve, sin que nadie se lo pida, al más oscuro y genocida globalismo, para ver si le caen las migajas, que no da exclusivas, que ha perdido el olfato, y también el gusto, porque en el cambio ha salido perdiendo. Dice el clásico que en la vida tomamos pocas decisiones y todas mal. El innombrable -se me pega el agathismo de forma tan indeleble como natural- hace una pésima elección y ahora le toca pechar con su Cruz. Sólo unas pocas líneas del libro sirven para describirla, mitómana, feminista de pega siempre sableando a los hombres, ex abogada, periodista marisabidilla, viviendo de la inseguridad de una calva en el Teatro Real (magnífica y conceptualista descripción del innombrable la que hace Agatha): «ella quiso ser yo o yo vi en mi puesto a otra persona», y es que «supongo que se siente más cómodo con una mujer de una clase social más parecida a la suya. Porque, en el fondo, al final, pase lo que pase, la diferencia social es total y absoluta». Glorioso desdén aristocrático: el traje gris ha sido culminado.

Agatha pone en boca del innombrable una máxima horrenda y escatológica: «Si mi último proyecto es una mierda, mi vida habrá sido un fracaso». Pues, poniéndose escatológico, que es lo que toca, El Español es una mierda pinchada en un palo y su nueva esposa, no digamos, apesta. Están clavadas dos cruces en el monte del olvido, que dice la canción. Triste final para un señor de Logroño. He aquí a un fracasado innombrable de puro invisible.

Agatha Ruiz de la Prada, Mi historia, Segunda edición, Agatha Ruiz de la Prada, La Esfera de los libros, Madrid, 2022, 323 páginas.