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Odio diabólico: Barbastro, diócesis mártir

Redacción




Enrique de Diego.

Según el gran historiador Jean de Viguerie, en la revolución francesa se intentó distanciar al pueblo de la gracia, de los sacramentos. El diablo, a través del marxismo, que infectó desde Izquierda Republicana hasta el trotskista POUM, lo que intentó en la segunda república y ejecutó en los primeros compases de la guerra civil fue el exterminio de la Iglesia a través del holocausto de los sacerdotes, la eliminación completa de la vida sacramental, de la vida de la gracia.

El libro «Barbastro, una diócesis mártir (1931-1939)», de Martín Ibarra Benlloch, marca un culmen en la interesante y espléndida colección «Testigos de la guerra civil española», que trata y consigue reseñar la verdad histórica. «Fueron asesinados el obispo y 113 sacerdotes, además de 5 seminaristas. El 82% del clero diocesano. 51 Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María; 9 religiosos de la Escuelas Pías; 18 benedictinos del monasterio de El Pueyo. Y cientos de laicos», reseña el autor haciendo balance de ese terror de la izquierda, de toda la izquierda que tiene su historia ahíta de sangre. Primera conclusión que es necesario resaltar en aras de la auténtica memoria histórica.

Pero vamos con la principal conclusión del libro en esta diócesis mártir de Barbastro: hay persecución religiosa durante toda la segunda república, pero la saña criminal contra los sacerdotes se desata nada más producirse el Alzamiento Nacional. Éste sólo había conseguido triunfar en zonas rurales como Castilla, Galicia, Zaragoza y Navarra, con escasos y notables focos de resistencia como el Alcázar de Toledo, el Cuartel de Simancas, el Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza y, por un golpe de audacia temeraria del general Queipo de Llano, Sevilla, la roja. La república marxista estaba asentada en las grandes ciudades, como Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao, en las zonas industriales y demográficamente pujantes. Hoy sabemos que la guerra la ganaron los nacionales por el genio organizativo y militar del general Franco, pero en ese momento el golpe parecía abocado al fracaso, como si se hubiera dejado actuar a la asonada para desencadenar la revolución, el plan diabólico. Como dijo Francisco Largo Caballero, «estamos dispuestos a hacer en España lo que se ha hecho en Rusia. El plan del socialismo español y del comunismo ruso es el mismo».

Por tanto, los asesinatos de sacerdotes, por el mero hecho de serlo, sin ningún acto que los justifique, como responsabilidad colectiva, no por sus actos, sino por su condición, no se producen en una situación de angustia con excitación de los ánimos ante la posibilidad de la derrota, sino en la orgía de odio diabólico del triunfo seguro. «Para asesinar a alguien -dice el autor- no es necesaria tanta brutalidad; solo si se busca la apostasía o se tiene mucho odio. Un odio diabólico», sentencia el autor. Ese odio garrulo y mostrenco que se exhibe en la castración del beato Florentino Asensio, obispo de Barbastro, antes de asesinarle; el asesinato a martillazos para atormentarlo a un sacerdote, el precipitar al río Cinca a otros muchos desde el puente de El Grado o el martirio de don Vicente Benito, rociado de gasolina, quemado vivo, y al que acribillan con once disparos en las piernas mientras se consume como una pira.

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Se quiso exterminar a la Iglesia como objetivo urgente, y así privar de la vida sacramental de la gracia, para aniquilar el cristianismo. Por eso, sin que faltaran mártires, las monjas, también en Barbastro, fueron respetadas, bajo la suposición falsa de que estaban manipuladas por los sacerdotes o más bien de que sin ellos no tendría sentido la continuidad de la Iglesia. Por tanto, asesinatos en la orgía del triunfo, en los primeros pasos de fervor revolucionario y voluntad de exterminio de los sacerdotes, así se entiende el martirio de los 51 beatos mártires claretianos o de los 18 mártires benedictinos de El Pueyo, que como jóvenes los primeros y como contemplativos, los segundos no tenían ni la más mínima cuenta pendiente. Puro odio satánico de una izquierda luciferina formada por bestias y alimañas, por auténticos animales. O como se escribió en la época: «no parecen hombres ni siquiera animales, sino demonios».

Barbastro era una diócesis pequeña, diseminada en pequeños pueblos, diócesis a punto de extinguirse, sobre la que cae ese odio diabólico con saña inaudita. «En esta diócesis pequeña, pobre y condenada a desaparecer, es donde se da la persecución contra la Iglesia Católica en España más tenaz y más feroz». Dice el autor, y dice bien que «una historia eclesiástica es, en realidad y sobre todo, una historia de santidad: de los que la lograron -y se ha reconocido-y de los que lo han intentado». No se llega o se alcanza el martirio sin una previa vida interior, de oración intensa, de amor a la Eucaristía, de prácticas de piedad constantes, que den hombres del temple de los mártires. Y en Barbastro la siega fue abundante, tremenda. Se desata en los primeros compases la caza del cura, uno a uno, son ejecutados en la tapia del cementerio, en un descampado, a la orilla del río, en una cuneta, con frecuencia son mantenidos insepultos y sometidos sus cadáveres a pillaje.

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Tierra bendita la de Barbastro, para besarla y andar descalzos, porque ha dado tantos santos mártires. Sabían a lo que se enfrentaban, como él que, Honorato Sánchez Ruiz, le dice su madre que quizás salve la vida huyendo al extranjero y responde «no, mamá, porque será muy bonito morir por Dios y subir al cielo» o el que escribe «estoy preparado para lo que Dios quiera, así de pensamiento, como en el fondo de mi alma» o el novicio claretiano: «JHS. ¡Viva Cristo Rey! Si Dios quiere mi vida, gustoso se la doy».

Los que son encarcelados, en situaciones penosas, como los frailes de El Pueyo viven en los pocos días de cautiverio una intensa piedad, confesándose, con piedad eucarística, teniendo a Jesús Sacramentado escondido. El sacerdote Mariano Puy va rezando el Santo Rosario a su lugar de ejecución. Hay una serie de constantes en el sacrificio martirial: todos van con paz, diría que con alegría, proclamando su fe con ¡viva Cristo Rey!, todos perdonan a su verdugos, todos creen con firmeza la verdad, irán al cielo. En el libro están todos los nombres de los mártires y su edificante martirio. Decía Tertuliano que «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos». No los olvidemos. Seamos dignos de su ejemplo. Encoméndemonos a ellos. Admírelos, como hermanos fuertes en la fe; querásmoles y recemos por intercesión de los que ya han sido beatificados y por todos, pues triunfaron y recibieron la palma de martirio.

Vale aquí lo que el gran poeta francés Paul Claudel escribió en su famosa poema «Aux Martyrs Espagnols»: «Soeur Espagne, sainte Espagne…tu as choisi! Onze évéques, seize-mille prêtres massacrés…et pas une apostasie!.

Término esta reseña de este magnífico libro, escrito con la seriedad y minuciosidad de una tesis doctoral, con lo que escribió Jesús Sánchez Munárriz, uno de los mártires claretianos: «Con el corazón henchido de alegría santa, espero confiado el momento cumbre de mi vida, el martirio que ofrezco por los pobres moribundos que han de exhalar el último suspiro en el día que yo derrame mi sangre por mantenerme fiel y leal al divino Capitán Cristo Jesús. Perdono de todo corazón a todos los que ya voluntaria o involuntariamente me hayan ofendido. Muero contento. Adiós y hasta el cielo».

El diablo fracasó en aquellos sacerdotes de sotana santos. Hoy asistimos al intento de derruir la Iglesia con la piqueta modernista. Pero eso es harina de otro costal.

Barbastro, una diócesis mártir 1931-1939. Martín Ibarra Benlloch, Editorial San Román, Madrid, 2022, 271 páginas.

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