Enrique de Diego.
Dos Estados Unidos conviven en un mismo territorio, uno ha alcanzado cotas de degeneración que dejan en ridículo a Sodoma y Gomorra, otro sigue teniendo a Dios, la Biblia y la Patria como el centro de su vida. El primero es sumamente intolerante y trata de infectar al otro con sus detritus morales y apabullarlo con sus dogmas de medio pelo y sus anatemas, que es preciso tomárselos en serio a la carrera. El otro defiende el derecho a la vida, a la propiedad privada, a la libertad y a defenderlos con el derecho a portar armas; el otro vive obsesionado con desarmarle para imponer sus criterios depravados que exhibe con una falsa superioridad moral. El uno no es ya Estados Unidos, no es la Patria de la Libertad, abomina de sus principios fundacionales, para instaruar un nuevo orden mundial, una tiranía atroz edificada sobre levas de ociosos mediante el asistencialismo.
Ese Estados Unidos degenerado, que tiene sus epicentros en California, que llegó a ser la 5ª potencia económica mundial, en Nueva York, en Massachusets, Maryland, en las dos zonas costeras, ha dado un paso más y ha procurado imponer sus delirantes criterios, sin fundamentación racional alguna, en la escuela, que ha sido utilizada para el adoctrinamiento y la corrupción moral de los niños. Con la ideología de género la propuesta de la sodomía universal ha sido superada por el feminismo queer y el movimiento trans, diversas modalidad con las que se pretende subvertir el orden natural de las cosas, generar una confusión sobre la propia sexualidad y destruir la familia y la natalidad.
Este movimiento que ha infectado al Partido Demócrata, irreconocible para su fundador. Andrew Jackson, hasta parecer un conglomerado caótico de ideas luciferinas, en las que están las élites, lo que Ludwig von Mises llamó el «comunismo de Broadway», los que tratan de legitimar su fortuna tan fácilmente conseguida merced al mercado con sus posturas radicales, como es el caso de Leonardo Dicaprio.
Pero ahora su propuesta no debe tomarse como una ocurrencia, o una distorsión de la historia y la realidad, sino como la estricta propuesta del exterminio del hombre blanco, heterosexual y cristiano. Las bases teóricas aniquiladoras reciben el hombre de «teoría crítica de la raza» y tiene su instrumento en Black Lives Matter y su simbología en el saludo arrodillados, humillación máxima. En sentido teológico, lo que predica la «teoría crítica de la raza» es el monopolio del pecado original por el hombre blanco, de forma que su naturaleza está corrompida, de una manera indeleble, imperdonable, es el causante de todos los males y tiene un «racismo sistémico», del que no se puede desprender. Por contra, todas las minorías étnicas en que ha sido compartimentada la sociedad americana carecen de pecado original, son angelicales y víctimas propiciatorias, contra la evidencia, de ese mal que anida en el malvado intrínsecamente hombre blanco, que debe ser exterminado o a fuerza de autoflagelación debería recurrir al suicidio colectivo.
En ese reino de Satán que es California, que se va hundiendo en el cenagal, donde George Soros ha sembrado a manos llenas la cizaña hasta en los fiscales de distrito, estos semejan más amigos de los delincuentes que protectores de los derechos de los ciudadanos, sobre todo cuando media el prejuicio racial.
Ciertamente, Estados Unidos tuvo una guerra civil muy cruenta para eliminar la esclavitud, que era practicada por los negros, unas tribus contra otras, y por los árabes, y que era considerada normal, hasta que diversas tendencias cristianas se opusieron e iniciaron el movimiento abolicionista. Abraham Lincoln estaba horrorizado con que la esclavitud infectara toda la Unión y previó diversas acciones para devolver los negros a África, pero todas fueron un fracaso. Una expedición a República Dominicana sólo cosechó 1,170 voluntarios, lo mismo sucedió en los contingentes a Liberia, que a nadie se le ocurrirá citarlo como un ejemplo exitoso. Los blancos derramaron abundante y generosamente su sangre en esa lucha.
Hoy, con casos aislados que luchan mediante el mérito, la comunidad negra ha sufrido un deterioro brutal en sus parámetros morales. En 1960 el porcentaje de hijos ilegítimos entre los negros era del 24%, en 1991 la ilegitimidad dio el salto hasta el 68%. En ciertas partes, como en Washington superaba el 90%. Los negros como comunidad aparecen dedicados al asistencialismo, practicado por el diabólico Partido Demócrata como compraventa del voto, y que repugna a las bases libertarianas de Estados Unidos, supuestamente otrora tierra de oportunidades para abrise camino por si mismo mediante el esfuerzo. Execrado el crisol de razas, los negros han ido agrupándose en sus barrios, donde se practica el racismo más atroz, y donde un blanco no puede, a riesgo de su vida, internarse. Lo propio sucede con ciertas comunidades latinas, como los puertorriqueños, asistencialistas.
El peligro genocida que incuba la denominada «teoría crítica de la raza» ha empezado a ser combatida sin medias tintas por el gobernador de Florida, Ron DeSantis, que la ha prohibido en las escuelas y en los libros de texto; un ejemplo que debían seguir con la máxima urgencia la mayoría de Estados que no aspiren a superar a Sodoma y Gomorra, por mero instinto de supervivencia. La sustitución étnica de la raza blanca se esconde bajo la ideología woke, que no debe ser tomada a broma.