Enrique de Diego.
Se había levantado temprano, consciente de la solemnidad del momento; se duchó, se afeitó y cogió un traje negro, con una camisa blanca impoluta y una corbata de seda negra, en homenaje a las decenas de millones de muertos provocadas por una falsa vacunación, realizada bajo el dictado de la codicia más atroz, que había infectado a media humanidad de tóxica proteína Spike. Hoy se juzgaba a Bill Gates y a Melinda, junto a todos los directivos de las farmacéuticas, a los directivos de Black Rock, a Ted Turner, a Jeff Bezos, a Mark Elliot Zuckerberg y a una buena cantidad de personal medio del deep state, antiguos altos cargos del FBI y la CIA. El mundo no sonreía desde el genocidio en el que la gente había sido llevada voluntariamente a la masacre so capa de salud, bajo el dictado de los medios de comunicación. Él tampoco sonreía, su aspecto era sombrío, como reconcentrado, como si el dolor fuera demasiado grande y duraría siglos.
Algunos jueces, sustituyendo a los de la Corte Suprema que fueron depurados encontrados en corrupción moral, como el presidente, John Roberts, fusilado por Corte sumarísima, habían alentado la suposición de que Bill Gates no había estado nunca en sus cabales, y debía ser internado de por vida en una penitenciaría psiquiátrica, pero al final se acordó darle por apto para distinguir lo bueno de lo malo y las consecuencias de sus actos. Desde luego, mientras esperaba el juicio, dio muestras de desequilibrio negándose a comer carne y acariciando un globo terráqueo. Melinda adujo que no estaba de acuerdo con sus planes y prueba de ello era su divorcio, pero no le valió de nada. Era notorio que había sido cómplice de sus planes eugenésicos.
Hace dos días se supo que Tedros Adhanom había sido muerto en su escondite, de las montañas etíopes, por una unidad de élite del ejército americano. Anthony Fauci había sido linchado brutalmente por los supervivientes; con él Robert Gallo y otras escorias encargadas de la salud. La gente había muerto en cantidad innumerable víctima de atroces enfermedades autoinmunes y del rebrote del coronavirus, que ahora sí que había sido letal. George Soros criaba malvas y su hijo mayor también había sido muerto. Joe Biden había sido arrestado en el despacho oval cuando balbuceaba en una de sus continuas ausencias y sería juzgado junto a Kamala Harris, los Clinton, especialmente la ira de los supervivientes se centraba en la maldita y malvada Hillary, los Obama, Nancy Pelocy y cuantos del Partido Demócrata habían participado en la conjura que había reducido la población mundial a un muñón doliente.
Se peinó pulcramente y se encaminó hacia el coche. El participaría como observador internacional en este juicio y en el que juzgaría a Antón Gutierres y a diferentes cargos de la ONU, y a los Rockefeller y a los Rotchscild, que despojados de sus fortunas, ahora parecían nada, incapaces de hacer tan grave daño. Ninguna familia había dejado de llorar a varios familiares muertos por culpa de aquellos canallas sedientos de dinero y de poder. Bien merecían la horca.
Cuando la especie humana se encaminaba a su extinción, el bibli belt se había sublevado. Para esos entonces San Francisco, la ciudad del pecado, con su comunidad gay y lésbica, y Nueva York, prácticamente había dejado de existir; la mentira se hizo manifiesta. Junto con Texas y Florida, donde la falsa vacunación había sido rechazada y no se había producido tan brutal mortandad, tomaron al asalto un Washington doliente. Las Fuerzas Armadas, provenientes de los estados cristianos, se sumaron al golpe legitimado por los escritos de un oscuro jesuita de Salamanca, del siglo XVI, Juan de Mariana.
En Bruselas la poda había sido inmisericorde: habían caído Ursula von der Leyden y toda la Comisión Europea, con toda la EMA, implicada de lleno en el genocidio, con su directora ejecutiva, Emer Cooke.
En España, ahora gobernaba una república constitucional, y Felipe de Borbón había sido muerto mientras trataba de huir por Andorra. Pedro Sánchez se había suicidado y Pablo Casado, Pablo Iglesias, Ione Belarra y Santiago Abascal esperaban juicio en el que se les pedía la pena capital. Todos los parlamentarios serían juzgados y los gobiernos autonómicos, aunque muchos de ellos habían muerto en la tragedia, como casi todas las Fuerzas Armadas, la Guardia Civil, el Cuerpo Nacional de Policía, todo el personal de la Administración de Justicia, el personal de la enseñanza y el sanitario.
El pueblo esperaba el juicio contra los responsables de los medios de comunicación que habían cumplido la misión de las orquestas en los campos de concentración nazis, entretener para que el holocausto fuera completo. Los Crehueras, Javier Bardají, Mauricio Casal y Francisco Marhuenda, Paolo Vasile, Antonio García Ferreras, y una buena colección de segundas filas como El Gran Woyming, Javier Ruiz, Eduardo Inda, Jesús Cacho, Ana Pastor, Iñaki López, Pablo Motos, Jesús Cintora, Alfonso Rojo esperaban en el corredor de la muerte el cumplimiento de su sentencia. La misma que acabaría con la triste y estéril vida de Ana Patricia Botín, que confesó llenando de complejos de culpa ser la autora intelectual de la muerte de su padre, y Carlos Navarro.
Había mucho por hacer. Había que impedir que hubiera otra vez un mundo relativista sin fronteras entre el bien y el mal, eso sólo conducía, alejado de Dios, a que el hombre hiciera todo el daño posible al hombre en un vértigo imponente de lujuria, de engreimiento orgulloso la criatura en sus propias fuerzas y de afán de riquezas. No se podían cometer los mismos y tremendos errores. En poco tiempo, habría un referéndum para ver si se cerraba la televisión. Al fin y al cabo, los Amish se habían salvado por no verla. El reinado de Cristo comenzaba de nuevo. Un milenio de paz sería dado al mundo.