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Mal tiempo para el carácter

Redacción




Guillermo Mas. Subdirector de Rambla Libre.

 

En uno de los más famosos discursos del siglo XX, Martir Luther King dijo “Sueño que mis cuatro hijos pequeños vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el contenido de su carácter”. Nuestras élites eugenistas. sin embargo, nos han transmitido a través de los medios de comunicación su obsesión por la raza como no se había hablado de ella desde los tiempos de Martin Luther King, cuando los negros no podían subir a la parte delantera del autobús. ¿A eso le llamamos progreso? Vivimos en un mal tiempo para el carácter.

¿Qué sabemos los españoles de la vicepresidenta de EEUU Kamala Harris a tenor de lo que se nos ha transmitido en las noticias españolas sobre las últimas elecciones norteamericanas? Dos cosas: que es mujer y que es afroasiática. Pero nada sobre su carácter o su trayectoria. Ni sobre sus habilidades para la gestión, su capacidad dialéctica o sus propuestas políticas. En otras palabras: su raza determina que es alguien a quien encumbrar sin tener en cuenta otro criterio. Y, sin embargo, seguramente va a ser quien sustituya a Joe Biden antes de que termine su legislatura; con todo lo que eso implicará para España en, por ejemplo, lo que se refiere al actual conflicto internacional con Marruecos.

Lo mismo sucedía con Trump, en un sentido opuesto: es hombre, blanco, propietario, heterosexual y cristiano. En otras palabras: alguien a derribar por cada uno de sus rasgos citados, sin tener en cuenta otro criterio más apropiado para referirnos a su ejercicio político como que sea el único presidente en décadas que no ha creado un conflicto internacional o sus espectaculares datos de paro. Debe ser odiado y pagar con el oprobio solo por ser blanco.

Vivimos lo mismo a diario en los medios de comunicación. El deportista, el escritor, el cineasta, el ciudadano heroico… Todos ellos ya no lo son por sus actos, o no solo, sino por su pertenencia a una minoría sexual o racial. Así, llegamos a extremos como el vivido hace apenas unos días tras la invasión de Marruecos mediante miles de inmigrantes a España: a los medios de comunicación españoles les importaba la vida de los invasores, no la de los españoles. Nos han saturado con información sobre el inmigrante ilegal que abrazó a una voluntaria de la Cruz Roja, pero no nos han dicho nada sobre los negocios de los autónomos de Ceuta. Es para lanzar al otro lado de la frontera a todos nuestros infames reporteros y a nuestros cobardes corresponsales.

Los pacifistas del “no a la guerra” reciclado y del rechazo a toda forma de violencia no tienen en cuenta algo: tú puedes pretender renunciar a la violencia pero tu vecino, aquel que quiera entrar a robarte y hasta la propia inercia de la vida, no van a hacerlo. A los tibios habría que aclararles que, sin decisión, uno no es un santo, sino un pelele. Recordemos como Jesús expulsó a los mercaderes del templo o incluso dijo: “No crean que he venido a traer paz a la tierra. No vine a traer paz, sino espada” (Mateo 10:34). A pesar de lo que muchos creen, Jesús está muy lejos de ser un tibio socialdemócrata. Y los españoles, por su trayectoria histórica, también: “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vetones o de los reyes de taifas” (Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles).

Lo que vemos en el espejo a diario no debe avergonzarnos, sino reforzarnos. Nuestra identidad no es un delito ni un insulto, sino una señal de nuestra gloriosa tradición. De nuestra gloriosa condición. Y nadie puede venir a arrebatarnos esa verdad y salir indemne.

El “plan Kalergi” de los masones sobre el que se constituye la UE es evidente: acabar con la religión católica con medidas de ingeniería social como, entre otras, sustituir a la población europea —de tradición cristiana— por inmigrantes africanos —de tradición musulmana—. De esta forma, se vence al cristianismo ¿Me van a llamar racista por, con la vista puesta en Francia, preocuparme al ver hacia dónde camina España? Que lo hagan, nadie habla más de razas que ellos, los progres, cada vez que aparece Kamala Harris o la estrella mediática de turno en la pantalla del televisor.

Muchas veces en la Universidad —que ya no es universal sino marxista cultural, como ha escrito el argentino Sebastián Porrini— he tenido que escuchar como compañeras moradas decían que los hombres tenemos que renunciar a las matrículas de honor, a dar los discursos de graduación, a hablar de libros escritos por otros hombres para ceder dicho espacio a las mujeres que han sido históricamente discriminadas. Y lo mismo ocurre con las razas: debe ser el representante de la minoría étnica el que reciba el trabajo, no aquel que más se ha esforzado para conseguirlo, el que más lo necesita económicamente o el que está mejor cualificado para ejercerlo. El cristiano Martir Luther King estaría avergonzado.

Este sexismo anti-masculino y anti-heterosexual; y este racismo anti-blanco debería preocuparnos a todos. La llamada “discriminación positiva” no deja de ser discriminación, y nadie debería olvidarlo. Nos dirán que su racismo es bienintencionado: lo mismo habrían dicho los racistas del nacional-socialismo.

Si no combatimos no podremos quejarnos cuando a nosotros o a nuestros hijos se nos diga: “debes apartarte para que destaque el representante de la minoría. A los tuyos les ha tocado mucho tiempo”. Eso sí es racismo. Del que atenta contra la igualdad legal y contra la igualdad de oportunidades. Del que discrimina al diferente, solo por ser blanco. En otras palabras: racismo anti-blanco.

Y tampoco deberíamos olvidar que valores como la universalidad, la compasión, el sacrificio por el otro, la libertad, la ayuda desinteresada al desfavorecido o considerar al extranjero tu hermano —como hizo España con los hispanoamericanos por vez primera en la historia de la humanidad— son los valores que hemos llevado los españoles por el mundo, y no otros.

Los hombres, los heterosexuales, los blancos no podemos ni debemos quedarnos acomplejados en el sofá de casa mientras nos sustituyen y vemos como todo aquello que nosotros y nuestros antepasados defendimos nos es arrebatado. ¿Qué les diremos a nuestros hijos cuando no tengan igualdad de oportunidades y a nadie le importe su carácter sino solo su color de piel?

Mis amigos lo son por por su carácter y por sus principios morales, no por tener una determinada sexualidad, un determinado nivel económico o un determinado color de piel. Si veo a alguien en apuros le ayudaré porque es un hermano mío, no porque tenga un color de piel determinado. Yo no veo razas; veo hombres. Yo no veo minorías o mayorías detrás de las personas, yo veo un carácter en las personas. Y quien no haga eso es el racista. Sin embargo, vivimos en buenos tiempos para el victimista que acusa al mundo, escondiéndose en la raza o en el sexo, de sus fracasos. Vivimos en un mal tiempo para el carácter.

Las vidas de los negros importan”: por supuesto que sí. Pero, ¿y la de los blancos? ¿Qué hay de los cristianos asesinados a diario en África? ¿Qué hay de las granjeras blancas sudafricanas asaltadas y violadas en sus propias casas todas las semanas? ¿Es que tiene más derecho a estar representado en los medios de comunicación españoles el inmigrante ilegal marroquí en apuros que el autónomo ceutí en apuros? Parece que sí, y ese es el racismo anti-blanco que no podemos ni debemos consentir.

Dijo Jesús: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mateo 5:3). En ningún momento del “Sermón del Monte” menciona nada sobre las minorías raciales históricamente discriminadas. Eso es cosa de los progres y sus catecismos, no de la tradición y sus dogmas. Y la Iglesia Católica actual, cada vez más globalista, debería recordarlo: su sustento es la tradición y no la deriva estúpida de un mundo cada vez más decadente.