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Si los jóvenes no se rebelan, morirán de rodillas

Redacción




Guillermo Mas. Subdirector de Rambla Libre.

 

Leyendo estos días el extraordinario libro —del que espero poder hablar en profundidad más adelante— Democracia Común de la profesora de literatura en la Universidad de Vanderbilt Dana Nelson, no puedo evitar reconstruir con emoción en mi imaginación la valentía con que se rebeló el pueblo cuando en marzo de 1791 el Secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, estableció un impuesto sobre las bebidas alcohólicas para paliar la crisis de deuda que sufría el Gobierno. ¡Qué diferencia con estos tiempos donde el pueblo se deja empobrecer de forma espuria sin mayores consecuencias! 

Recientemente se criticó a la Presidenta de la Comunidad de Madrid Isabel Díaz Ayuso por decir aquello de que “la libertad es poder tomarse una caña”. ¿Es que acaso no lo es? La jauría mediática desenfundó entonces sus revólveres y todavía hoy sigue abriendo fuego. En 1791 los ciudadanos de Pensilvania no dudaron en amotinarse por tener que pagar más por su bourbon: tenían claro que si hoy te tocan el “whiskey”, mañana te pueden quitar a tus hijos. Pero en 2021 parece que si te impiden tomarte una caña te tienes que aguantar, y en silencio, no vaya a ser que te conviertas en un peligroso fascista o en un molesto negacionista.

Los humildes agricultores de Pensilvania habían luchado por su Independencia en contra de los ingleses y, por lo tanto, valoraban su libertad con conocimiento de causa. Por eso entendieron la subida de impuestos como una injerencia del Estado —de un Estado liberal y de representación, cabría añadir—; lo que suponía toda una amenaza sobre esa misma libertad de tan difícil conquista. Por el contrario, los ciudadanos españoles de 2021 han aguantado la imposición del confinamiento y la imposición de la mascarilla, el establecimiento de unas vacunas dudosas y la gestión negligente de unos políticos necios; y sólo cuando les han tocado “las cañas”, algunos de ellos han decidido manifestar su desaprobación en las urnas madrileñas. Que tampoco ha sido salir a incendiar La Moncloa.

El gran poeta T.S. Eliot se preguntaba en unos famosos versos: “¿Dónde está la sabiduría que perdimos en el conocimiento?/¿Dónde está el conocimiento que perdimos en la información?” Es una pregunta pertinente para nuestros jóvenes, que dicen pertenecer a la generación mejor preparada y que han demostrado su hartazgo emborrachándose en las calles pero que no parecen dispuestos a hacer mucho más para protestar de lo que ya hacían cada fin de semana por costumbre antes de la pandemia. ¿A qué se debe esta docilidad del pueblo, tan contraria a una tradición bien asentada que se levantó contra los romanos, se levantó contra los musulmanes, se levantó contra los franceses y se levantó contra los bolcheviques? ¿Acaso es una cuestión de comodidad? Es sabido que el pájaro nacido en libertad nunca se conformará con quedarse en una jaula y que, antes de eso, morirá en pocos días; pero el pájaro que ha nacido en una jaula no tardará muchos días en morir si se le deja salir en libertad.

El mismo Eliot decía en otro poema: “Somos los hombres huecos/ somos los hombres rellenos/ apoyados uno en otro/ la mollera llena de paja. ¡Ay!/ Nuestras voces resecas, cuando susurramos juntos/ son tranquilas y sin significado/ como viento en hierba seca/ o patas de ratas sobre cristal roto/ en la bodega seca de nuestras provisiones”. Quizás se trata de que no queda nada en nuestro interior, ni una sola razón por la que combatir; porque ya nos han vaciado, y marcado como a las reses; porque somos hombres huecos, y carentes de vínculos familiares y sociales; porque nos hemos dejado convertir en hombres rellenos de la paja mental con la que nos adocenan los medios de comunicación en manos de las élites. E incluso vivimos felices con ello, como el pájaro enjaulado.

Hay una observación de Carl Gustav Jung muy pertinente para lo que nos ocupa: “He visto con mucha frecuencia que los hombres se vuelven neuróticos cuando se conforman con respuestas insatisfactorias o falsas a las cuestiones de la vida. Buscan una buena situación, matrimonio, reputación y éxitos externos y dinero, y permanecen desgraciados y neuróticos, incluso cuando han conseguido lo que buscaban. Tales hombres se suman las más de las veces en una excesiva estrechez espiritual. Su vida no tiene contenido satisfactorio alguno, ningún sentido. Cuando pueden desarrollar una más amplia personalidad, deja de existir la neurosis en la mayoría de los casos. Es por ello que para mí, fueron de suma importancia las ideas de desarrollo”. Una sociedad enferma solo es la acumulación de hombres enfermos; una sociedad libre solo es la confluencia de hombres libres. Conociendo bien a su vecino, ¿usted dónde diría que estamos? Y, conociéndose bien a usted, ¿Dónde estamos entonces?

Afrontemos el hecho: la mayoría de la población está aterrorizada por la pandemia. Todo miedo colectivo pide a gritos medidas contundentes de control. Nuestros conciudadanos se creían “fuera de la historia”, como anunciaron Kójeve, Huntington o Fukuyama, y han despertado en mitad de la noche atravesados por un rayo: el Covid-19. Sus vidas de cómoda seguridad se ha visto amenazada y el giro conservador ha sido el de reafirmarse en una ilusoria seguridad amparada por los organismos internacionales, el Estado y los medios de comunicación que, paradójicamente, han permitido la extensión del virus con su incompetencia o con su mala intención. Esa misma mayoría ha aceptado la versión oficial de sanitarios heroicos y aplausos a las ocho de la tarde; de vacunas salvadoras y medidas coercitivas que buscan el bien común; de impuestos necesarios y sacrificios personales por el bienestar del vecino, pero siempre que se sacrifique mi vecino y no yo. La “versión oficial” es inverosímil: se cae por todos lados y el sentido común que siempre ha caracterizado al pueblo —lean a Cervantes si no me creen— desconfía, sospecha. Toda esa ansiedad, toda esa neurosis, toda esa crispación, todo el trastorno psíquico que están sufriendo grandes capas de la población, se debe al intento por imponer la mentira y su consiguiente rebelión de un subconsciente que alerta del peligro ínsito a dicha opción. 

No nos rebelamos porque estamos enfermos, y estamos enfermos porque no estamos dispuestos a rebelarnos. Pensamos que algo así es un anacronismo, cosa de los libros de historia, y que nuestros derechos, esos por los que no hemos tenido que luchar y que, por lo tanto, siempre han estado ahí, se van a quedar incólumes a pesar de los acontecimientos. Lo cierto es que la libertad no funciona así, sino que hay que luchar por ella a diario, de la cuna (o la incubadora) a la sepultura. Y la libertad es, por supuesto, el derecho a hacer la voluntad de uno sin trabas —incluido tomarse una caña—, una vez que se ha hecho una labor previa de autoconocimiento. Es decir, que emana del interior de cada hombre hasta exteriorizarse en una comunidad de libertades compartidas e invulnerables. Todo lo contrario del mundo en el que vivimos, donde el miedo atenaza a cada hombre en lo profundo de su corazón hasta formar una tiranía «líquida» basada en el miedo al cambio constante —e inevitable— de la vida, contra el cual se presenta un mecanismo complejo de control ejercido por mecanismos de poder infinitamente superiores a los hombres tomados de uno en uno.

Las rebeliones son peligrosas: suelen conllevar ímprobos sacrificios y no pocos heridos y muertos. Tampoco hay que confundirlas con las revoluciones, que solo sirven para sustituir unas tiranías por otras. No nos engañemos: en 1794 la represión del Estado fue feroz y la sangre del pueblo manó a espuertas; a las rebeliones también se las suele castigar con dureza para evitar que se multipliquen. Sin embargo, en 1801, con la llegada de Jefferson al poder, el impuesto sobre el güisqui fue retirado de forma inmediata. El pueblo se había levantado por el bourbon sabiendo que si empiezan por ahí pueden acabar robándote la casa. Solo que entonces será demasiado tarde como para poder evitarlo.

Hoy en día el pueblo se ha molestado por “las cañas” cuando queda poco ya por arrebatar. Se trata de un camino a la inversa que, sin embargo, debe ser recorrido igualmente. En las rebeliones se muere de pie, pero quienes mueren tienen la certeza de ser hombres libres. En un Estado de servidumbre los esclavos mueren sentados; hoy en día lo hacen en la poltrona del sofá de su piso mientras la serie de “Netflix pasa al siguiente episodio en su portátil, al tiempo que el mensajero de “Glovo” toca el timbre de la puerta: “Noc-noc, parece que no queda nadie en casa”.

Parafraseando a Eliot: ¿Dónde está la libertad que perdimos en los derechos? ¿Dónde están los derechos que perdimos en una supuesta seguridad? La respuesta sólo puede ser el silencio, la calumnia y el oprobio de unos antepasados que se avergüenzan de nuestra miseria moral. Que nadie se engañe: por mucho alcohol que tomen, los jóvenes de hoy siempre serán unos pobres bebedores de zumos. Si no se rebelan, morirán de rodillas.