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Racismo anti-blanco en Ceuta

Redacción




Guillermo Mas. Subdirector de Rambla Libre

 

Estamos viviendo una nueva ola de racismo en Occidente: el racismo anti-blanco. Ayer, durante la celebración del nefasto proyecto cultural europeísta que pretende ser Eurovisión, Twitter echó humo durante horas con el peinado de la cantante que representaba a Israel, que se comparó con las bombas que su país ha lanzado los pasados días contra el grupo terrorista Hamás, oculto entre la población civil palestina. Por otro lado, los medios de comunicación españoles llevan días practicando racismo anti-blanco con los habitantes de Ceuta, a los que no se ha dado apenas voz ni prestado un mínimo de atención frente a los marroquíes enviados por su Gobierno para invadir España desarmados, como una infantería de inmigrantes ilegales.

Que nadie se engañe: no existen las casualidades en política. Las grandes decisiones son de diseño, pura ingeniería social o, al menos, la confluencia de distintos intereses que chocan entre sí sobre un punto concreto. Los movimientos del mapa geopolítico no ocurren casi nunca por azar, aunque se nos presenten como azarosas coincidencias en la televisión.

La demografía en Europa cae en picado. Desde hace años, el plan es sustituir la población europea con inmigración, preferiblemente de África. En consecuencia, tendremos una Europa africanizada e irreconocible dentro de su tradición cultural e histórica. La Francia actual marca el rumbo de lo que serán el resto de países europeos en unos años. Con las consecuencias culturales que ello conlleva: la desaparición de una tradición.

Hubo un tiempo en que el término europeo era sinónimo de cristiano. Mucho más adelante, la Unión Europea surgió de la pugna entre dos proyectos: el de “la Europa de las patrias” de los católicos Charles De Gaulle y Konrad Adenauer; y la “Paneuropa” o Estados Unidos de Europa de los masones Richard Coudenhove-Kalergi y Winston Churchill. Bajo ambos proyectos, sin embargo, subyace la misma ideología derivada del liberalismo, es decir, del relativismo moral que reniega de los “dioses fuertes” (R.R. Reno) del pasado. Y para que ese mismo relativismo se imponga, es necesario destruir dos valores previos: el catolicismo y el patriotismo. Para ello, el liberalismo ha colaborado y colabora con el izquierdismo anti-capitalista que le presta, en lo cultural, todos sus recursos para favorecer la imposición de un mundo multicultural, en otras palabras, homogéneo. Es sabida la contradicción insalvable que comete todo relativista que, al decir “todo es relativo”, está afirmando una verdad absoluta. Así de hipócritas son nuestros enemigos.

Para ese proyecto de destrucción europea era necesario demoler y fragmentar el Imperio Austrohúngaro bien cimentado sobre el catolicismo. E imponer la persecución religiosa por medio de la revolución marxista en países de larga tradición católica y unidad patriótica como Rusia o España, como se hizo. Mucho antes, la Revolución Francesa, con la persecución religiosa y popular en La Vendée, había hecho lo propio en Francia. Posteriormente, la fragmentación y descomposición de países como Yugoslavia fue necesaria de igual manera. De su fracaso se culpó a la religión, naturalmente. Y, así, alimentando los nacionalismos regionales de cada país y usando su deuda como arma de extorsión, se encontró la manera de debilitar a los países de Europa en pos de alimentar a la Unión Europea como proyecto definitivo de Europa. Cuando la realidad es que son dos concepciones enfrentadas del mismo continente.

Volvamos al racismo anti-blanco. La muerte de los ancianos sin un recambio generacional en países como España depende de dos factores para resultar exitosa: las altas tasas de inmigración —preferiblemente africana, pues los hispanoamericanos comparten nuestra cultura— y un problema piramidal para pagar el sistema público y las pensiones, que requiera de una “renta mínima universal” en forma de subvenciones para la subsistencia de una gran capa de la población que genere un ciudadano dependiente económicamente del Estado y, por tanto, incapaz de rebelarse contra él llegado el caso.

Ahora estamos viviendo el odio más antiguo de Occidente bajo su forma más moderna: la fobia anti-judía dirigida contra Israel bajo un manto propagandístico pro-palestino. A cambio, se quiere que el ciudadano empatice con Palestina y la confederación de países musulmanes que nunca han tolerado la convivencia con otras religiones —”el mito de Al-Ándalus” tolerante es una patraña histórica—. Cuando lo cierto es que Israel es el último baluarte de Occidente frente al fundamentalismo musulmán que pretende establecer una teocracia semejante a la de siglos atrás, reponiendo el califato que proviene directamente del fundador del islam: el profeta y conquistador Mahoma.

Y se utilizan medios de exacerbación sentimental que ya resultaron exitosos con la “crisis de los refugiados” —la fotografía del niño ahogado en la playa europea— para reconducir la compasión y la comprensión de los españoles en la invasión de miles de inmigrantes ilegales en Ceuta: en vez de pensar en el ceutí y los problemas derivados de su situación —en su empleo, en su negocio, en su casa, en su seguridad, en su incertidumbre—, el espectador de nuestros medios de comunicación es manipulado para que piense en el marroquí que ha invadido ilegalmente el espacio español. No debemos olvidar quiénes son nuestros compatriotas, sin olvidar, tampoco, que la compasión —”Hombre soy; nada de lo humano me es ajeno” (Publio Terencio Africano)— universal es un pilar inherente al cristianismo.

Según se reduzca la población europea en las próximas décadas, desaparecerán las tradiciones y costumbres de su cultura. En otras palabras, será el fin del patriotismo y de la religión como componentes fundantes de la sociedad. El hueco dejado por esos dos valores pretende ser rellenado con la idea de un “mercado común” y los intereses políticos derivados de la oposición a la Rusia de Putin, que sí esgrime la religión y la identidad patriótica sin pudor alguno. Lo que, unido a unas nuevas generaciones de consumistas y narcisistas, ignorantes de la historia y de las humanidades, enfermas de un adanismo incurable y dóciles al mega-Estado europeo en construcción, abrirá la posibilidad a una manipulación sin límites del pasado, lo que siempre conduce a una manipulación en el presente y en el futuro.

Cientos de años de hegemonía occidental serán calcinados en apenas unas décadas. Con un poco de suerte, quedarán las grandes obras de arte de esa época pretérita para que puedan ser disfrutadas por los turistas asiáticos en sus vacaciones. Lo que Carlos V, en socorro del Imperio Austrohúngaro, supo repeler en la Batalla de Kahlenberg —o “segundo Sitio de Viena”— en 1529 no lo podremos repeler nosotros ahora en una invasión mucho más discreta, pero también más eficaz. O no lo queremos repeler, porque somos unos cobardes y unos miserables que ya no creen en nada por lo que merezca la pena luchar.

El globalismo está venciendo a los patriotas y a los herederos de la cultura cristiana con la facilidad con la que se lleva a un cerdo al matadero. Las opciones populares de rebeldía son calificadas de “populistas”, por ser populares y por representar los intereses inmarcesibles de los distintos pueblos europeos por separado. Cada día resulta más difícil combatir al enemigo, dado el éxito de su proyecto multicultural en la mente de los propios occidentales. Sin embargo, es nuestro deber hacerlo, a pesar de la previsible derrota.

Escribió Spengler: “Hemos nacido en este tiempo y debemos recorrer el camino hasta el final. No hay otro. Es nuestro deber permanecer sin esperanza de salvación en el puesto ya perdido. Permanecer como aquel soldado romano cuyo esqueleto se ha encontrado delante de una puerta en Pompeya que murió porque al estallar la erupción del Vesubio nadie se acordó de licenciarlo. Eso es grandeza. Eso es tener raza. Ese honroso final es lo único que no se le puede quitar al hombre”.

Escribió Kavafis: “Honor a aquellos que con sus vidas/ custodian y defienden las Termópilas./ Sin apartarse nunca del deber,/ justos y rectos son sus actos”.

Vivimos tiempos oscuros ¡Fuerza y honor!