Enrique de Diego
Se acercó a saludarme en su Salamanca natal: «Soy el capitán Acera«. De haber sido un golpe real, clásico, de haber triunfado, habría sido el golpe de los capitanes. Aquellos hombres eran de academia realizando el curso de comandantes; élite, pues, de la Guardia Civil y se apuntaron de inmediato, sin conocimiento previo, jugándose sus carreras y el futuro de sus familias por su patriotismo y hartos de enterrar compañeros en aras de una clase política atenazada por su mediocridad y sus complejos, que enterraba a los muertos de tapadillo, sin honor alguno, como si la culpa la tuvieran las víctimas.
El capitán Acera, padre de familia numerosa, se convirtió en el segundo de Tejero poniendo orden en aquella fuerza improvisada, de uniformidad variada, casi anárquica. Y fue testigo de la conversación decisiva entre Antonio Tejero y Alfonso Armada, de aquel choque de trenes a toda velocidad entre los dos golpes. Escuchó, tras la puerta entornada, el gobierno de concentración que Armada, en calidad de presidente, iba a presentar a los diputados; fue testigo de la rápida ira de Tejero cuando el mayordomo de Juan Carlos le empezó a desgranar aquella retahíla de nombres, amalgama de socialistas, comunistas y conservadores y como saltó al llegar al nombre del comunista Jordi Solé Tura. También de como Armada les ofreció un avión a Portugal para los oficiales y cien millones de pesetas a cada uno; cantidad apetitosa, para aquellos tiempos y para ahora, que fue despreciada con hilaridad.
Aunque es preciso no sucumbir a la tentación de la historia ficción, de haber dejado franco el paso Tejero a Armada la historia hubiera sido de manera bien distinta. Porque Armada no iba a presentarse como golpista, sino como liberador, desalojando a la tropa. No hubo golpe de extremaderecha. La ultraderecha nunca supo nada y fue tan sorprendida como el resto de españoles. No hubo trama civil, salvo esa figura exótica de Juan García Carrés, amigo de Tejero.
La excortesana Pilar Urbano, antes de caerse del burro, exageró ad nauseam que todo se jugó en la Brunete, cuando no se jugó nada. Los tanques por Madrid hubieran sido tan decorado como los de Valencia. Escenografía para impresionar y dar coartada al menú urdido en las alturas, aquel golpe de timón, en concepto acuñado por Josep Tarradellas, aquel gobierno de concentración que debía dar paso al poder a un partido socialista hambriento de pesebre que debía legitimar la monarquía con su lacayismo.
No hubo manifiesto como es propio de un golpe, no hubo un objetivo claro en la fuerza asaltante. Tejero fue un táctico, un mandado, que cumplió el mandato encomendado, ciego de confianza en Jaime Milans del Bosch. Juan Carlos sólo intervino en televisión, con un mensaje ambiguo, por lo demás, cuando Alfonso Armada informó del fracaso de su gestión por la incompresión y el empecinamiento de Tejero. Fue Tejero, si se permite la broma, el que salvó una democracia en la que no creía y hubiera querido echar abajo. Intentó redactar entonces un manifiesto para hacérselo llegar a «El Alcázar» que nunca vio la luz. Y el telón cayó sobre la farsa montada desde el CESID por el comandante Cortina con el visto bueno y la colaboración necesaria de Juan Carlos Borbón.
Pero en propiedad el 23F como teatro fue un éxito total de público y crítica. Se aplaudió a rabiar. El Ejército, que había sido testigo mudo, desapareció como poder fáctico. Pilar Urbano ejerció como sacerdotisa de la grosera mentira. El PSOE, que a través de Enrique Múgica, había dado su bendición al engaño, accedió al poder en olor de multitudes bajo el lema del cambio. Los diversos partidos habían sido informados. Marcos Vizcaya, portavoz parlamentario del PNV, lo hizo público y fue condenado al ostracismo. Adolfo Suárez, quintaesencia del trepa, se había enquistado en un papel que no le correspondía. Torcuato Fernández Miranda le había asignado el papel de efímero líder de la derecha y él jugó a cerrar el paso al PSOE entrando en el centroizquierda. Con una crisis sistémica, tanto económica (inflación en dos dígitos, paro rampante) como política, con el terrorismo azotando inmisericorde, con las autonomías mostrando ya su desquicie, el sistema -esa lucrativa colección de intereses y privilegios- se dio un golpe a sí mismo no para regenerarse sino para perpetuarse.
Tejero, y el capitán Acera, y cuantos por patriotismo se sumaron sin pensárselo dos veces en aquella aventura que les terminó costando cara, fueron simplemente coherentes. No se la habían jugado para llevar a los socialistas y los comunistas al poder. Y menos aún para exiliarse con cien millones de pesetas en el bolsillo como mercenarios, como peleles.
Cualquiera pueda entender que en un golpe real el primer objetivo hubiera sido La Zarzuela, que nunca estuvo en el punto de mira. Es impensable, sencillamente delirante que Alfonso Armada hubiera llegado al recinto donde el monarca sestea para decirle: «Señor, queda usted detenido«. Armada nunca, nunca hubiera dado el más mínimo paso sin la aquiescencia de su amo. Aquella primera tesis de la excortesana Pilar Urbano de un Armada que había interpretado mal al monarca, de un monárquico que se había creído más monárquico que el rey siempre fue una insostenible patraña infantil. El golpe nunca fue posible sin Juan Carlos, que fue quien puso a Armada en el lugar adecuado en el momento idóneo, en la segunda jefatura de la Junta de Jefes de Estado Mayor.
El juancarlismo fue una quimera sin fundamento que a todos les interesaba mantener. Duró demasiado. Ya ha muerto.