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El sacrificio de la tarde, de Jean de Viguerie: El martirio de la hermana de Luis XVI

Redacción




Enrique de Diego.

Jean de Viguerie es un reputado historiador francés especializado en el siglo XVIII, en la revolución francesa, que ya nos sorprendió con su estudio mostrando la obsesión de los revolucionarios con secar la fuente de los Sacramentos a la población y como el cumplimiento de Pascua -Confesión y Comunión- cayó en algunas zonas de Francia de manera espectacular. Escribe muy bien, con un estilo propio, frases cortas, utilización precisa de los términos, de modo que es una delicia su lectura. Aquí nos ofrece la biografía y el martirio de Madame Élisabeth, una auténtica joya en su brevedad.

Recomiendo al lector que supere los primeros capítulos, muy franceses, muy Versalles, muy Montreuil,  muy las Tullerías, que son más interesantes para el público francés, por el retrato que hace de la formación de una princesa francesa. Si el lector supera esa pequeña dificultad, el libro cobra ritmo e interés. Con todo, los primeros capítulos son trazos, en cualquier caso, relevantes para introducirnos en el Antiguo Régimen y en sus vericuetos de la organización de la Corte.

Madame Élizabeth es un personaje atrayente, que enamora, un caso especial en los Borbones, por su educación estoica y cristiana, y su temprana dedicación a Dios, pero su vocación es permanecer en el mundo, al lado de la familia real, su familia, a la que se dedicó con heroísmo en tiempos satánicos. «Soy hija de la Providencia», escribe Madame Élizabeth; la sensación de estar en la mano de Dios es muy fuerte en ella y se halla desde la niñez. Luis XVI y María Antonieta le son muy queridos. «Nos topamos aquí con el misterio de la familia y con un orden sobrehumano del que no vemos más que indicios, pero por el cual -como con acierto dice el filósofo Gabriel Marcel- las ‘relaciones familiares se revisten de un carácter auténticamente sagrado».

En su proceso de maduración, de formación, «hace oración, aprende la virtud de la soledad, es a la vez muy alegre y muy seria…En pocas palabras: alcanza la plenitud del corazón». Recibe una casa en Montreuil y da lismonas; es muy generosa; «el diez por ciento es pobre de solemnidad» y vive de la caridad cristiana, «se puede estimar en un veinte por ciento la parte relativa a caridades» que da Madame Élizabeth. Que tiene «corazón alegre, espíritu práctico». La revolución viene a acelerar el tiempo histórico. Madame Élizabeth se mantendrá todo el tiempo, físicamente, al lado de su hermano, que, en su bondad, tiene debilidad de carácter. Sale en ella la luchadora: «hay que afrontar los peligros. Saldremos ganadores». «Si yo fuera el rey»…pero no es el rey ni quiere serlo. Corre el año 1789, y piensa que por la oración Francia y la monarquía se salvarán: «El cielo se dejará involucrar. Dios nos mirará con compasión. La Virgen es una buena madre que no nos abandonará». Y en una carta escribe: «Aunque Dios quiera vengarse de nosotros, siempre será el maestro».

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«Que se haga la voluntad de Dios. Procuremos resignarnos a ella», y no está en peligro sólo la monarquía, está el ser de Francia: «Francia está a punto de perecer. ¡Sólo Dios puede salvarla! Espero que quiera». El consuelo le viene de la oración y los Sacramentos. «Se confiesa varias veces al mes. Ha hecho poner en su habitación un confesionario plegable» y su vida de piedad gira muy notoriamente en torno a dos Corazones: Jesús y María. Cuando se aprueba la Constitución Civil del Clero, ya es la religión la que está en peligro, y «hace voto al Corazón Inmaculado de María para obtener la conservación de la religión en Francia».

«En los momentos de crisis Dios me abruma con su bondad». Ante la persecución de los sacerdotes no juramentados considera con serenidad la eventualidad del martirio. «No me gusta nada el martirio, pero espero que, si estoy destinada a él, Dios me dará fuerzas».

Correrá la misma suerte que su hermano, el rey, «que ella nunca se separaría del rey». Participa en la huída a Varennes, donde en la vuelta muestra su elocuencia ante Barnave. Percibe que «la revolución posee el poder invencible de la mentira y la seducción irresistible de la utopía». Es, dice la princesa, «la ilusión más astuta y más pérfida», una «obra soberbia que les ha enloquecido a todos y que creen hecha para su felicidad». Luis XVI cada vez se apoya más en ella, y María Antonieta a la que protege con su propia popularidad. El 12 de noviembre de 1791 en Mercure de France se escribe el elogio de esta «princesa que une a todas las virtudes de su sexo la tranquilidad e invariable firmeza de carácter que son prerrogativas de un espíritu bondadoso y de un alma pura». Es la más popular de la familia real, la utopía de las luces «ha hecho borrosos sus espíritus y blandos sus caracteres».

«Dios nada puede pues los corazones están demasiado corrompidos», a pesar de todo «conservo la alegría». Luis XVI y toda la familia es apresado. Madame Élizabeth «ha visto desde el principio que se enfrentaban con una ilusión mortal y con un enemigo implacable». Es también llevada al Temple donde tendrá que sufrir la pena de perder a su hermano y luego a María Antonieta, y «consigue conservar su entusiasmo, su alegría». Lo soporta mediante una vida metódica en la cárcel. De ella dice uno de sus enemigos: «Nunca he visto piedad más sólida y, a la vez, mayor amenidad en el carácter».

El 9 de mayo de 1794, llega la hora fatídica en que tiene que comparecer ante el sádico Fouquier-Tinville. Robespierre se ha negado hasta el momento «sabiendo la popularidad de la princesa». Sale «con los demonios», como dice su sobrina, pues «demonios» son esos revolucionarios sedientos de sangre, no sin antes confortar a su sobrina: «Entonces me abrazó y que confiara siempre en Dios». El juicio no gira en torno a hechos sino que escudriña en el alma, porque «un contrarrevolucionario es un ser malvado, despojado de toda humanidad». El abogado defensor «subraya la ausencia de pruebas y testimonios. Este proceso ‘no contiene ningún elemento legal de convicción’, dice. A la acusada no se puede oponer más que sus respuestas. Pero sus respuestas demuestran ‘la bondad de su carácter y el heroísmo de sus virtudes’. Más que una defensa, según él, habría que hacer una apología de este ‘perfecto modelo de todas las virtudes'». El presidente se ahoga de indignación; el abogado defensor pagará su osadía con la guillotina.

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Han preparado veinticuatro para el sacrificio. Algunos tiemblan, Madame Élizabeth les reconforta: «Si es bueno merecer la estima de sus conciudadanos, creed que es todavía mejor merecer la clemencia de Dios…vos les mostraréis cómo se muere cuando se tiene la conciencia en paz». Y a una madre desconsolada que va a morir junto a su hijo y sufre por él: «Amáis a vuestro hijo ¡y no queréis que os acompañe! Vais a encontrar la felicidad del Cielo, y vos deseáis que permanezca en esta tierra, en la que no hay más que tormentos y dolores». Y una última recomendación: «Madame, dice la princesa, tened coraje; pronto estaremos en el seno de Dios con nuestra familia».

Jean de Viguerie nos ha regalado un buen libro. Madame Élizabeth estaba preparada para la muerte con su oración por el completo abandono en las manos amorosas de Dios: «Ignoro por completo, Señor, qué me pasará hoy. Todo lo que sé es que no me pasará nada que Vos no hayáis previsto desde toda la eternidad. Esto me basta, Señor, para estar en paz. Adoro vuestros designios eternos, me someto a ellos de todo corazón. Quiero todo, lo acepto todo. Os ofrezco todo en sacrificio, y uno este sacrificio al de vuestro querido Hijo, mi Salvador. Y Os pido, por su Sagrado Corazón y por sus méritos infinitos, paciencia en mis males y el perfecto acatamiento que Os es debido en todo aquello que Vos queréis y permitis».

Y qué queda de la experiencia de la revolución francesa dos siglos largos después, un suspiro en la historia. Francia sufre de una apostasía extendida en la otrora «hija amada de la Iglesia». Está gobernada por el petimetre Macron y vive en relativismo moral más atroz, en el que no se distingue el bien del mal, y todo anda confundido. Francia vive surcada de conflictos, como los que protagonizan los chalecos amarillos, próxima a la guerra civil, expresión que se ha hecho frecuente en el análisis político, islamizada, con barrios en los que la policía ni se atreve a entrar porque han dejado de ser Francia. Tayllerand dijo «quien no ha conocido el Antiguo Régimen no conoce lo que es la dulzura de vivir». Desde luego, hoy, en 2020, no es la dulzura de vivir lo que existe en Francia.