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Mike Sala: Nosotros tenemos la culpa

Redacción




Mike Sala.

Los españoles tenemos la culpa. Ya sé que, como nación, somos expertos en hallar responsables externos de todo lo malo que nos sucede. Quizás sea por eso que una parte de nuestro legado a los países hispanoamericanos (eso de “latinoamericano” siempre me pareció ridículo) es haber dejado implantado en ellos ese fatalismo que, en realidad, no deja de ser excusa de mal perdedor y que empuja a buena parte de los ciudadanos de aquellos países a repetir durante todas sus vidas que las desgracias de sus naciones se deben a la maldad de España primero, y a la envidia y la soberbia de los Estados unidos después.

Nosotros, como ellos, no vemos la realidad ni aunque nos la pongan a escasos centímetros de nuestras narices. Nosotros, como pueblo español. Porque los escasos individuos que sí tratamos de ver, comprender y redirigir esa realidad de fatalismo y complejo hacia una nueva dirección, somos a menudo tachados de antiespañoles y de toda una suerte de descalificativos que, dependiendo de qué lado provengan, varían desde el fachismo más rancio o el comunismo más alienante, hasta el masonismo más anticristiano y el sionismo más alucinante.

Pero nosotros tenemos la culpa. Sin matices, sin excusas y sin tonterías que valgan. Ayer escribí en Facebook un breve comentario en apoyo a Viktor Orban, presidente de Hungría. No lo hice por afinidad política. Lo hice porque, tiene tela la cosa, el presidente de una nación modesta como Hungría nos está dando lecciones a los que, viviendo de rentas históricas de gran imperio y heroicidades  (que las hubo y yo no las negaré jamás) vivimos anclados en un pasado que ya no volverá y que reclamamos una grandeza para nuestra nación que hoy no merecemos ni estamos dispuestos a conseguir.

Orban declaró a George Soros, enemigo confeso de la civilización occidental y dueño de no pocos parlamentarios europeos y políticos de diferentes naciones de la UE, como persona non grata en Hungría. Y no contento con ello, impidió varias iniciativas que el multimillonario quería promover en territorio húngaro. Porque a Orban, a su gobierno, a su partido y a una gran parte de la ciudadanía húngara les importa un pimiento que el mundo progresista conformado por políticos, empresarios y medios de comunicación les califique a diario de ultranacionalistas y ultraderechistas por el pecado de no querer aceptar las políticas antisociales de Soros a cambio de recibir financiación y apoyo de organismos internacionales. Hungría sabe que ése es un precio que debe pagar si quiere defender su soberanía. Un precio que no se atreven a afrontar otras naciones, como Alemania y Suecia, que miran para hacia otro lado mientras barrios enteros de sus ciudades se islamizan y su sociedad se quiebra bajo el peso y la censura de la ideología de género.

En España, un país tan adelantado y tan del primer mundo que hasta se deja invadir por una inmigración ilegal en muchos casos violenta, a la que financiamos muy generosamente con nuestros impuestos, mientras dejamos que cientos de miles de ancianos pasen necesidad porque “no hay dinero” para aumentar sus pensiones, no encontramos un solo político con los arrestos necesarios para defender nuestra nación de injerencias externas provenientes de países de los que se supone que son nuestros aliados.

Si nos limitamos exclusivamente a nuestro reciente periodo supuestamente democrático, recordaremos que hemos tenido un partido socialista en la era felipista que recibió dinero de la Alemania occidental a cambio de preparar España para la llegada de las empresas y marcas alemanas que vendían aquí sus productos bajo unas leyes de competencia que solían favorecerlas frente a otros competidores que ofrecían productos más modernos y competitivos. O el pelotazo que engordó los patrimonios de no pocos políticos, en su mayoría socialistas, cuando se adjudicó la compra de los trenes AVE a la compañía francesa fabricante del TGV, desdeñando la oferta japonesa, más racional económicamente y con máquinas más equipadas y veloces. La excusa fue el intercambio de trenes a cambio del desmantelamiento de la infraestructura francesa de ETA; pero el trasfondo real era el económico de mano egipcia que, entre otros, algunos futuros presidentes de comunidades autónomas aplicaban habitualmente valiéndose de sus puestos de influencia.

En los últimos días ha vuelto a suceder. Emmanuel Macron, uno de los soplagaitas franceses de mayor responsabilidad en su país, se ha permitido amenazar, es decir, a tratar de interferir, en las políticas de Ciudadanos y sus pactos para la constitución de gobiernos municipales y autonómicos, además del nacional. Aunque el injerto francés ya lo teníamos hecho desde hace meses, dada la ocurrencia de Albert Rivera de traer a Barcelona a otro soplagaitas francés como Valls, masón y seguidor y lacayo de Soros, para vendérnoslo como alcalde de Barcelona, parece que el globalismo mundial, sección europea, necesita asegurarse sus objetivos en España y para ello saca al escenario a otro de sus guiñoles, Macron, presidente a la sazón de la República Francesa, también masón reconocido, y odiador oficial de Marine Le Pen.

La amenaza de Macron contra Rivera ayer mismo, 14 de junio, fue advertir de ruptura de relaciones si Ciudadanos se aviene a pactar con Vox en cualquier término para conseguir incluso la más pequeña alcaldía. ¿Es una amenaza real? ¿Es teatro?, Sea cual sea el resultado, la realidad tras el escenario seguirá siendo la misma. Tanto Macron,  como Valls, como Rivera tienen el mismo dueño ideológico. Y si alguien lo pone en duda, que abra los ojos y que examine con detenimiento, aunque esto le suponga dejar de ver Sálvame y Supervivientes durante un rato, cuales son las propuestas de cada uno en economía, en política social y en ideología de género. Aun así, lo que no es de recibo;  lo que debería provocar una protesta institucional en toda regla, es que todo un presidente francés se permita intervenir descaradamente en el funcionamiento de un partido político español, y sin ningún disimulo.

Una protesta institucional que, si hablamos de intervencionismo de otros estados en nuestra nación, debería extenderse y ampliar sus medidas contra el Estado Vaticano y su descarada injerencia en la soberanía territorial española.

Aquí la gente se queja de Gibraltar cuando se acuerda, o cuando toca exacerbar el asunto para desviar la atención de otros problemas más importantes. Pero parece que nadie ha caído en la cuenta de que la Iglesia Católica, que a la vez es un estado reconocido, con territorio, soberanía, cuerpo diplomático, instituciones, y servicio de inteligencia propios, tiene a no pocos de sus representantes apoyando la independencia de Cataluña y de las Vascongadas así como a sus independentistas y terroristas desde parroquias, púlpitos, iglesias y monasterios.

¿No hay autoridad española que ponga al vaticano en el sitio que le corresponde? ¿No hay juez que se atreva a imputar a obispos y sacerdotes que protegieron y protegen a los movimientos antiespañoles que ha expoliado nuestra economía o asesinado a nuestros paisanos? ¿No merecerían cárcel los párrocos vascos que escondían a etarras buscados por la justicia, o que han dado cobertura a corruptos y ladrones desde sus abadías e iglesias catalanas?

Hay otros muchos ejemplos de injerencias extranjeras en España. Y todas ellas son un problema. Pero parte de la raíz de todo ello es que España no se defiende porque tiene una clase gobernante y política más dedicada a sus propios intereses y una ciudadanía educada en la ausencia de valores individuales de esfuerzo e independencia personal frente al colectivismo y a los partidos políticos y sus gobernantes, jueces, y funcionarios corruptos. Los que tratamos de conducirnos por esos valores, somos catalogados como “antisistemas” o “disidentes” y automáticamente relegados al cajón de los fachas, de los rojos, de los masones o de los sionistas, dependiendo de corrupto que nos insulta o del cobarde que nos ignora.

Pero la realidad es que la culpa de que semejantes ataques a nuestra soberanía tengan cierto o mucho éxito es nuestra culpa como pueblo. Porque no reconocemos nuestra responsabilidad al no defender nuestra nación, ni nuestra dejadez al no reconocer nuestros fallos. Preferimos seguir viviendo de esas rentas históricas de las que la izquierda española se avergüenza y a las que la derecha mitifica. Y no voy a pedir que le quitemos un ápice de valor, gallardía y hombría a Blas de Lezo ni a Agustina de Aragón, pero reconozcamos que en muchas ocasiones también nos hubiera hecho falta mucho más Torrijos, Cánovas y Clara Campoamor, y mucho menos Fernando VII, Tejero y Juan Carlos I.

Nosotros tenemos la culpa. Elegimos a nuestros nefastos políticos, nos denigramos como nación y nos mostramos débiles ante el mundo. Y no tenemos excusa.