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España, en el día de la marmota

Redacción




Mike Sala.

El Aciago día en el que España, sin saberlo entonces y sin darse apenas cuenta aún hoy,  abandonó la línea temporal que le llevaba hacia el futuro, para quedar girando en un bucle que invariablemente le devuelve al  mismo sitio, fue aquella fecha en la que tantos perdieron la vida, y muchos más la continuaron en medio de la mayor de las tragedias hasta que pocos años después cayeron en el olvido más indiferente, y solo comparable al que sufren las víctimas de ETA hasta hoy.

Fue el 11M del año 2004. España era un país en general próspero, aunque arrastraba ciertas enfermedades que, a fuerza de parasitarnos a todos nosotros, sufridos y pagadores ciudadanos, eran asumidas como inevitables por causa de la corrupción política, económica y moral de una clase dirigente que, siguiendo los deseos de quienes ponen el dinero desde más arriba, marcaban el paso a la sociedad española sin que ésta apenas se preocupase por ello.

Unos años antes nos habían metido en el Euro. Todo se había encarecido desde entonces, pero el dinero circulaba alegremente y no pocas familias de clase media trabajadora, desde hacía tiempo, se habían hipotecado en una vivienda nueva y mejor que la anterior, disponían de varios autos, de segunda vivienda de vacaciones, y pedían microcréditos para viajar en verano a Punta Cana para poder contar posteriormente a sus amigos que habían estado allí, precisamente donde también habían estado esos mismos amigos dos semanas antes o estarían dos semanas después.

Primero fue Cofidís el que se anunciaba todas las mañanas en los programas de marujeo de televisión. Luego llegaron las otras compañías. Pasta fácil. Sus intereses eran enormes, comparados con los ya abusivos de los bancos y cajas. Pero eso no importaba. Entraban varios sueldos en casa y había que comprar la nueva y cara pantalla de LCD y deshacerse de la antigua, mucho más voluminosa y con menos funciones. Había que abonarse a más canales. Comprar más productos de tele tienda y hacer otros viajes en Semana Santa, porque con el de Punta Cana en verano no era suficiente… para presumir delante de los que presumían más que uno.

Todo iba bien. Los hijos crecían y, aunque muchas veces no se lo merecieran, había que ponerles otra pantalla plana en su habitación. Y había que renovar la Play. Luego aparecería la Xbox. La Wii sería el no va más, o casi, si la comparábamos con la moto nueva. Más microcréditos. Electrodomésticos impresionantes a pagar en cuotas. Quizás hasta un tercer auto en la familia; éste para el hijo que ya era mayor de edad. El director del banco había dicho que con el crédito de la segunda vivienda, si pedían un poco más, apenas se notaría en la cuota mensual y estarían pagando el Corsa ese tan chulo y tan nuevo. Por supuesto que el niño no iba a ser el único del bloque que no tuviera su propio auto, por favor.

Aquél 11M supondría el final a medio plazo de todo aquél confort de nuevos casi ricos. La propaganda del hoy santificado Rubalcaba agitó a las masas, que acogieron a la marca ZP como si fueran los salvadores.¿Pero salvadores… de qué?

¿De la mejor tasa de empleo desde finales del franquismo? ¿De unos índices económicos y de prosperidad desconocidos en toda la etapa democrática hasta entonces? ¿De un prestigio internacional que España jamás debió haber perdido?

No. Había que salvar a España de creerse que podía llegar a ser una gran nación de nuevo. Por supuesto que todo era mejorable. Por supuesto que había corrupción. Por supuesto que muchos errores del pasado no se habían corregido. Pero España caminaba deprisa y con la cabeza bien alta; y había que salvarla precisamente de eso. Había que reconducirla hacia la mediocridad, y bien valía la pena sacrificar 200 muertos y miles de heridos para conseguirlo. Y así se hizo.

Y pasada la resaca de pánico, de indignación y de llanto; enterrados los muertos, encendidas las velas en Atocha y atendidos los heridos, España siguió adelante sin percatarse de que comenzaba para ella un bucle, un día de la marmota tras otro, un volver una y otra vez a un mismo punto en el que la única diferencia entre uno y otro día era que España iba siendo menos libre, y más pobre.

Por inercia esa prosperidad siguió moviéndose hacia adelante sin que los españoles prestasen atención al negro horizonte que se aproximaba. Apenas dos años después de los atentados del 11M ya había unos pocos que avisaban de lo que estaba por venir. Hasta se atrevió alguno de ellos a decir que para afrontar la feroz crisis que llegaría tarde o temprano, España sólo contaba con un gobierno de incapaces que vivía de las rentas del anterior y que solo se ocupaba de implantar a marchas forzadas la emergente ideología de género y de sumergir al país en un amiente de confrontación cada vez más enrarecido. Pero eso era catastrofismo, claro está. ¿Para qué íbamos a preocuparnos de la economía, del desempleo, del terrorismo  y del independentismo rampante y delincuente? Lo que verdaderamente importaba era  el matrimonio gay, la asignatura de Educación para la Ciudadanía, ganar la guerra civil perdida en el 39 y blanquear al terrorismo.

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Recuerdo nítidamente una mañana de junio de 2006. Yo conversaba con un amigo cuya ocupación profesional prioritaria era trabajar para promotoras, inmobiliarias y constructoras elaborando maquetas de edificios y urbanizaciones. Y hacía ocho años que no daba abasto. Pero esa mañana de junio de 2006 (vean que insisto en la fecha) me comentó muy preocupado que había estado en una reunión con el director de una oficina del BBVA, un constructor, varios contratistas y un par de arquitectos. El motivo de la reunión fue tratar de acelerar el final de la construcción de una urbanización de adosados para vender cuanto antes los que aún no estaban comprados sobre plano, porque iba allegar una crisis económica que “nos iba a partir a todos por la mitad” (sic).

Muchos conocían la llegada de esa crisis e intuían sus dimensiones. Sin embargo, los bancos y las financieras siguieron dando créditos a mansalva y la gran mayoría de españoles de a pie continuó endeudándose ferozmente porque nadie les avisaba del temporal, y los pocos que lo hacían eran tenidos por indeseables que no habían digerido la derrota de un aznarismo criminal que años antes había metido a España en una guerra con el único propósito de agradar al imperialismo.

Llegó 2008 y la crisis. Nadie había querido ver la realidad hasta entonces y los despidos, el cierre de empresas, comercios, oficinas, entidades bancarias se acompañaba del descalabro imparable de cientos de miles de autónomos que iban a la ruina o a la reducción de sus negocios. La construcción se paró casi por completo, y los gremios dependientes de ella dejaron de vender, en cuestión de pocos meses, la ingente cantidad de productos asociados a la edificación de viviendas que se había vendido desde el año 98. Todo caía en cadena. Tiendas de alimentación, pequeñas ferreterías, tiendas de moda, de regalos, restauración, librerías, informática, telefonía…, cada mes se multiplicaban los locales cerrados y los carteles de venta o alquiler se multiplicaban como hongos por las puertas y ventanas de cualquier calle. Se acabaron los viajes a Punta Cana.

Las familias apenas podían hacer frente a la primera hipoteca y estaban en trance de perder su segunda vivienda, su segundo y tercer auto y la mayoría de sus lujos porque en esas familias solo quedaba un empleo de los dos o tres que habían tenido y con lo que apenas no habían ahorrado nada porque todo había sido despilfarro. Los bares, hasta hace poco llenos cada día, ya no vendían la caña con la tapa más la segunda ronda y las patatas fritas para los niños. Ya solo se vendían cafés y cervezas, y aún los días de futbol la clientela había descendido a la mitad. De todas formas, muchos de esos bares ya no encendían la segunda o tercera pantalla para que todos vieran los partidos de la liga, porque la SGAE de Zapatero les clavaba a impuestos por cada televisión encendida.

No pocos de los inmigrantes venidos años antes perdían también sus empleos y antes de volver a sus países de origen pasaban por la oficina bancaria a dejar las llaves de un piso que ya no podían pagar. Y muchos españoles emigraron también, pero España volvió a votar a Zapatero. Un poco menos, pero le votó. Y otro día de junio, pero esta vez en 2009, una indecente vicepresidenta del gobierno de España anunció que ya se vislumbraban brotes verdes en la economía española. Todo se iba a arreglar, pese a lo que gritaran los catastrofistas esclavos del aznarismo y el imperialismo. Pero los españoles siguieron perdiendo sus empleos, sus viviendas y su economía. Los comedores sociales estaban abarrotados. ¿Cómo era posible aquello, si unos pocos años antes Zapatero dijo que no era cierto que se avecinaba una crisis y que España jugaba en la “champions lí” de la economía mundial? Aquí pasaba algo. España no sabía bien qué, pero pasaba algo.

Los brotes verdes anunciados por aquella mentirosa patológica no germinaron jamás. Si creció algo, fueron zarzas. “Motivos para creer” había dicho Zapatero para que España le votara de nuevo. Y la España palurda y sectaria  -la mayoría de España-  le había votado de nuevo para seguir voluntariamente engañada y escondiendo la cabeza bajo tierra.

En 2011 ZP y su banda de anormales no daban para más. Pero poco importaba ya. Todo el daño que podían hacer, lo habían hecho. El trabajo estaba finalizado y el objetivo, cumplido. La prosperidad de España había sido demolida y allanada. Detrás de Zapatero, tierra quemada. Llegaron las elecciones anticipadas y el plan siguió su curso. La debacle de un PSOE agotado, pero con sus líderes más ricos que antes y bien colocados en sus retiros dorados dentro y fuera de España, dio paso a una segunda etapa en la que el país, ignorante hasta las cachas pero esperanzado, aupó hasta La Moncloa al heredero de Zapatero. Un Mariano Rajoy que había laminado a conciencia a su Partido Popular hasta convertirlo en un reflejo casi perfecto del socialdemócrata PSOE.

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Se había completado el círculo. Otra legislatura de la marmota había llegado a su fin. España volvía al punto de partida de un camino de tierra seca y espinas de socialismo que ya conocía de los años anteriores, pero que se negaba a recordar. Pero la epatante euforia de la victoria duró poco. Bien pronto España dejó de ahorcar a Rodríguez Zapatero en efigie para darse cuenta de que Rajoy y sus secuaces no solo no corregirían nada de lo hecho por el impresentable anterior, sino que continuarían la labor de éste con paso firme. Ninguna de ciertas leyes socialistas fue corregida ni derogada. El aborto y la ideología de género seguían su marcha imparable. El independentismo siguió fortaleciéndose, los terroristas ganaron más poder en las instituciones, la crisis económica no acababa de desaparecer pese a que no pocos países ya la habían dejado atrás. El empleo no crecía, y si lo hacía era en trabajos de contratación y sueldos precarios. La corrupción seguía presente en todas partes y el problema político y económico de un estado autonómico como máquina de despilfarrar dinero y recursos seguía inamovible.

Pero algo sí cambió, y fue para peor. El gobierno de Rajoy, el heredero aplicado de Zapatero, dio más poder a la Agencia Tributaria y su ministro de economía Montoro, de triste, infame e indignante recuerdo, se dedicó con fruición a sangrar a ciudadanos, negocios y empresas. Se inició una época de persecución fiscal como España no había conocido antes. Los impuestos directos e indirectos subieron más de lo que había pretendido la izquierda en sus propuestas electorales. Y lo que no expoliaban los agentes de la Agencia Tributaria, lo robaba el estado recaudando mediante tales impuestos.

Y pasó esa primera legislatura de Mariano “Zapatero II” Rajoy. Y España le votó. Menos, pero le votó otra vez. Y todos los problemas que antes acuciaban a los españoles siguieron agobiándoles del mismo modo, porque Rajoy y su banda no solucionaron uno solo de ellos. La segunda legislatura del cobarde, traidor y vago Rajoy no terminó con él en La Moncloa. Pero el trabajo había finalizado de nuevo y el objetivo estaba cumplido otra vez. España seguía teniendo su economía triturada, su sociedad quebrada, y por añadidura los españoles eran aún menos libres. Y Rajoy y su banda, marcharon a sus dorados retiros mientras llegaba el relevo planificado por las élites mientras España volvía al punto de partida de otra legislatura de la marmota por camino de tierra seca y espinas que esta vez tampoco parece reconocer en esta ocasión.

El actual relevo de gobierno sabe bien cuál es la línea a seguir. Pedro “Zapatero III” Sánchez es un personaje absolutamente menor que ni siente ni padece. Un falsario pomposo y pretencioso que, sin embargo, cumple con el principal requisito que la élite necesita de él: ausencia total de escrúpulos. Él es un producto de esa nueva generación crecida en la televisión basura y en la política lumpen. No hace falta más, y esta época de la marmota que España vive ahora prosigue por un rumbo por el que ya hemos transcurrido varias veces, y en cada ocasión siendo peor que la anterior.

Más socialismo, más aborto, más ideología de género, más desempleo, más impuestos, más desesperanza, más ausencia de libertades, más desinformación, más Agencia Tributaria, más demagogia, más corrupción, más independentismo, más ignorancia, más inmigración sin control, más islam, más manipulación de masas, más esclavos de la Unión Europea, más indefensos, más engañados, más carestía, más consignas de barricada, más enfrentamiento, más Zapatero, más Rajoy, y más Sánchez.

Vivimos una y otra vez en el día de la marmota. Pero esto no es como la película de Bill Murray. Aquí no hay comedia. Es pura tragedia. Y no parece que la marmota Phil vaya a salir de su agujero para mirar a tierra y anunciar el fin del invierno si no ve su sombra. Ya no tenemos líderes capaces de romper la burbuja que nos ha sido impuesta, porque los políticos que están llegando a primera fila son de una generación que no ha dado un palo al agua, que no ha pasado por una entrevista de trabajo, ni servido hamburguesas por tres Euros la hora ni han buscado un trabajo de verano para pagarse sus caprichos o echar una mano en la economía familiar. Los nuevos políticos no han vivido otra cosa que el día de la marmota. No conocen la realidad que existe fuera de los partidos políticos y sus intrigas, y no van a llevar a España en ninguna otra dirección que no sea volver una y otra vez al punto de partida en un agobiante bucle, porque ellos no podrían vivir fuera de ese bucle. Ellos mismos son la esencia del día de la marmota que España está condenad a repetir.