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Andreu Nin echa por tierra la Ley de Memoria Histórica: Dos guerras civiles

Redacción




Enrique de Diego.

Entre 1936 y 1939, en territorio español tienen lugar dos guerras civiles. Una enfrenta al bando nacional con el republicano, que cada vez estará más dominado por los comunistas. Otra contienda tiene lugar dentro de la izquierda. Por todas partes, el ambiente es inflamable entre las facciones republicanas, pero más que en ningún otro lugar en Barcelona. Hay una guerra en el frente y otra larvada en la retaguardia, donde cada partido tiene sus propias milicias, sus ejércitos particulares, sus matones y sus checas. El POUM también las tiene. No son pacifistas, sino que tienen su participación en el crimen, en el holocausto católico, por ejemplo, y de la burguesía.

Hay una guerra en marcha y una revolución, con diferentes criterios sobre los tiempos, aunque el fin sea similar. Estos enconados debates ideológicos, esta manifiesta lucha por el poder, tiene efectos en el frente. Todos tienden instintivamente a preservarse para mantener el número y la fuerza de cara al ajuste de cuentas final dentro de la izquierda. La aviación y la artillería, dominadas por los comunistas, con frecuencia evitan prestar su apoyo a los anarquistas. Los comunistas proclaman que antes de tomar Aragón es preciso tomar Barcelona y anarquistas y los del POUM cantan que antes que renunciar a la revolución, morirán en las barricadas. El detonante que desata las hostilidades es el asesinato político de un dirigente comunista, Roldán Cortada, llevado a cabo el 25 de abril de 1937 quizá por una patrulla de control anarquista, pero también es posible que por el agente de la Comintern, Ernö Gerö. El 3 de mayo, anarquistas y trotskistas se hacen fuertes en el edificio de Telefónica y la lucha se generaliza durante 5 días, dejando Barcelona sembrada de cientos de cadáveres. Para sofocar el conflicto es precisa la intervención de fuerzas regulares, de la marinería y de 4.000 miembros de la Guardia de Asalto.

El ensañamiento comunista se va a cebar en los miembros del POUM. La negativa de Francisco Largo Caballero a proscribir a las milicias trotskistas conllevará su salida del poder. Los comunistas ponen al frente del Gobierno a un títere suyo: Juan Negrín, un hombre de groseras costumbres, fácilmente chantajeable y sin base política ni sindical. Negrín había sido elegido por Arthur Stashevski, agente de Stalin. Cuando Negrín adujo que carecía de popularidad, se le contestó cínicamente que “la popularidad puede crearse”. En efecto, la propaganda era una actividad en la que los comunistas no tenían rival.

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El juicio en el Tribunal de Espionaje y Alta Traición se produce en medio de una furibunda campaña de propaganda, que en España es amplificada por el PCE y el PSUC. El foco principal viene de la Unión Soviética. A lo largo de los meses precedentes, hay una campaña muy intensa, persistente y persistente en la mentira que dirige el búlgaro Georgy Dimitroff, que luego sería asesinado por orden de Stalin. Éste hubiera deseado un juicio similar “a los de Moscú” en los que dirigentes juzgados como Zamenev y Zinoviev, sorprendentemente, se autoinculpan -tras horrendas torturas- públicamente, para salvar su vida y la de sus familias, aunque Stalin no cumplirá su palabra. El objetivo había sido, pues, que Andreu Nin estuviera presente en el juicio inculpándose él y haciendo lo propio con sus seguidores. Eso hubiera justificado la tesis estalinista de que los trotskistas no son comunistas sino peligrosos y execrables fascistas. Pero Nin no se presta a la farsa, aunque las torturas superan la imaginación respecto a la crueldad humana.

Barcelona revolucionaria.

El hecho de que Andreu Nin no esté en el banquillo de los acusados es un fracaso de partida. Se trata de un hombre ideológicamente brillante, que ha ocupado puestos relevantes en los primeros compases de la revolución rusa, ilustrado, con buenos contactos internacionales, y nadie sabe su paradero. Nunca se sabrá a ciencia cierta si está muerto y cómo, y mucho menos dónde está enterrado. Todo lo que se dice en torno a él es pura especulación y propaganda. Ni Negrín, ni el ministro de la Gobernación, ni el Justicia saben nada, ni pueden responder a las interpelaciones internacionales, porque en cuanto a las nacionales, los comunistas han impuesto el silencio; las publicaciones anarquistas callan y el órgano del POUM, La Batalla, ha cerrado por falta de medios. En los comentarios privados, todos están seguros de que cayó en manos de los esbirros de Alexander Orlov. La prensa comunista se ha inventado una curiosa historia, según la cual un grupo de agentes nazis de la Gestapo han asaltado la prisión donde se encontraba y se lo ha llevado a Alemania, donde permanece escondido. Nadie se cree esta versión. Los comunistas establecen la mendaz consigna de que Nin «está en Salamanca o en Berlín«.

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Tampoco se puede verificar la versión más extendida y probable, de que Nin ha muerto en la cheka de Alcalá de Henares, en medio de terribles torturas para conseguir arrancarle una confesión similar a las de los juicios estalinistas de Moscú. Nin es la pieza española, pero de alcance internacional, de las purgas estalinistas que en pocos años alcanzan a la élite del comunismo ruso e internacional. Algunas fuentes sitúan su muerte en el Palacio de El Pardo, que luego será residencia de Franco, a manos directas de Orlov. Una de las torturas que se les han infringido es despellejarlo y echarle sal sobre la carne viva.

La participación de la Policía española en la detención y el asesinato, la incapacidad para dar pistas sobre su paradero, obligará a la dimisión del director general de Seguridad, el teniente coronel Antonio Ortega, de filiación comunista. De Ortega han dependido los policías que detuvieron a Nin en Barcelona, entre ellos el teniente coronel de la guardia de asalto, Ricardo Burillo, jefe de policía de Barcelona. Gabriel Morón, un socialista del ala moderada, que es nombrado director general de Seguridad, dimite a los pocos meses al comprender que el Gobierno realmente no quiere hacer nada. Desde el propio El Socialista se advierte que sobrepasar los límites en el trato con la Unión Soviética es alta traición y la pena por ese delito oscila entre los 6 años y la pena de muerte.