Luis Bru.
Luis María Anson, en su episódica colaboración con Julio Ariza, la relación tempestuosa de dos estafadores, pasó a ocupar la mitad del poco espacio disponible en la planta primera de Castellana, 36. Los redactores de Intereconomía, en aquellos tiempos de vino y rosas y de patriarcales cenas navideñas en las que se sorteaba un coche o un cheque regalo de El Corte Inglés de 3.000 euros, pasaron a trabajar en las condiciones de un taller chino clandestino. Anson tenía muy claro que al poderoso se le mide por las dimensiones y el fasto de su despacho, de modo que hacía sus monárquicas necesidades en la contemplación de hermosos cuadros de pintores cotizados del siglo XIX.
La trayectoria hacia la decadencia vital del otoñal Pedro J Ramírez puede seguirse a través de los despachos con el clarificador misterio de las fotos de Ágatha Ruiz de la Prada. El despacho de Ramírez en el primer El Mundo en la Calle Pradillo, 42 –de donde se abajaba a jugar al pádel con José María Aznar y en cuya redacción se sentaba Isabel Sartorius– era un templo de Ágatha. Una exaltación irrestricta de Ágatha. Todo rezumaba ágatame. Todos los muebles habían sido elegidos por la creativa diseñadora, incluso el suelo. Era un despacho colorista al tiempo que equilibrado. Exudaba alegría de vivir y proclamaba con una cita enmarcada de una sesuda reflexión del político de la UCD, Joaquín Garrigues Walker, una militancia liberal con un toque progresista, porque el riojano siempre ha tenido un fondo hedonista, en la estela de Ciryl Connally, y pagano, en la del moorismo de Bloomsbury y Lyton Strachey.
No era difícil percibir la influencia benéfica y exitosa de la aristócrata, acostumbrada a tratar a reyes aún sin corona y a príncipes desde la más tierna infancia, porque elemento esencial de la decoración era una colección de estudio –con fotógrafo contratado ex profeso– de fotos de Ágatha. El amor a Ágatha lo llenaba todo. Ágatha, la de la etapa de triunfo y solidez profesional, cuando la lucha heroica por escalar las cimas del triunfo y la influencia. Pedro J es un egocéntrico apasionado por la influencia que ya no tiene.
Ágatha apoyaba mucho a Pedro J, aunque siempre ha sido celosa de su autonomía. No se metió en su mundo, como él tampoco se metía en el suyo. Ni ella decía como debía titular ni él como tenía que diseñar. Pero Pedro J, ese solitario con nieve riojana en el corazón, siempre ha dependido mucho más de Ágatha, una personalidad más fuerte y vital, que Ágatha de él. En el lenguaje desenfadado y cheli de ella puede decirse que le ha apoyado un montonazo. Siempre estaba ahí; el teléfono sonando a toda hora; hasta 30 llamadas al día. Asumiendo el rol de pareja pero también el de amiga. Puede decirse que Pedro J es un ser dependiente. Necesita depender. Es un tímido inseguro en la vorágine del mundo. Ella tenía que soportar –entonces el verbo es inadecuado- la lectura de las interminables sábanas dominicales. Tanto antes de publicarse como una vez salidas de la rotativa. El amor hace soportables tamañas torturas.
Cuando El Mundo se trasladó a la Avenida de San Luis muchas de las fotos, no todas, de Ágatha se quedaron por el camino. En el nuevo y más espacioso despacho había cosas de Ágatha pero menos que en Pradillo. Ya no era un templo del amor. Algo se había resquebrajado sin estridencia, quizás sin darse cuenta. El siguiente traslado, a la sede del digital, en Avenida de Burgos 16D, 7º, el cambio fue copernicano y el clarificador misterio de las fotos de Ágatha entró en una etapa de penumbra: todas las fotos de la diseñadora desaparecieron con la intensidad de una purga estaliniana. Como si Ágatha no hubiera existido nunca en su vida, como si estuviera abriendo una nueva etapa, despejando a manotazos esa perspectiva otoñal desagradable de Ibsen para instalarse en una nueva primavera ficticia. Mucho de eso aleteaba en su confesión de egocéntrico–Pedro J se quiere tanto a sí mismo que no deja resquicio en su corazón para el resto de los humanos- cuando le llevó el café con leche de la amargura y la tostada con aceite de la traición al dormitorio de Ágatha balbuceando que quería ser feliz, haciendo cuentas de los años que se autoconcedía para ello. ¡Espetar de esta forma artera a la persona con la que se ha compartido toda una vida que nunca ha sido feliz con ella! Toda las fotos familiares rotas en un momento, toda la mentira desvelada.
Mezclando lo profesional con lo sentimental, el digital daba paso en el corazón ajado como un complejo vitamínico a la polémica abogada feminista Cruz Sánchez de Lara, el perfecto biotipo de trepa con el armario lleno de cadáveres. Es difícil pensar en una decisión más equivocada en un momento existencial tan decisivo pero el corazón tiene razones que la razón no entiende.
Ágatha Ruiz de la Prada y Cruz Sánchez de Lara, vidas paralelas de Plutarco, muy a su pesar de la diseñadora. Dos mujeres ante el espejo. Antes de entrar de lleno en la decadencia de Ramírez, cuyo nombre propio es Cruz (María de la Cruz Sánchez, como vino al mundo y fue bautizada), se hace preciso recalcar que Ágatha practicaba la influencia discreta, favorecedora. Nunca ha ido a un Consejo de Redacción, ni lo ha pretendido. Nunca ha tenido algo así como un despacho, ni ha establecido delante de otros periodistas criterio alternativo al de Pedro J.
Ramírez es un hombre esencialmente débil, de escaso carácter, influenciable hasta la independencia. Para la arriesgada y fallida aventura digital necesitaba alguien que calentara su alcoba y sus huesos. Vivir una ficción sin aterrizar en la realidad. Y ahí se cruzó en el camino Cruz Sánchez de Lara, una influencia nefasta.